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Laveaga

Por Alvargonzález; 27 de agosto del 2003

Apenas la semana anterior, un especialista en la ciencia omnipresente de la estadística, me hablaba de la escasa respuesta que tenemos los que no ofrecemos nada sino acaso una dirección electrónica o tal vez un teléfono para a cambio de nuestras palabras escritas o dichas frente a un micrófono alguien –¡tú!–, diga algo. Está comprobado, me dijo, que menos del cuatro por ciento responde, y dentro de ese mínimo porcentaje rara vez son aportaciones más allá del testimonio del “te leo” o “te oigo”; que alguien enriquezca lo ‘antesdicho’, resulta excepcional.

Fue allá por el ‘97 cuando otras páginas periódicas acogían mis líneas y decires. Como ahora lo hago, aparecía al pie del artículo el mismo número telefónico que ahí ves (lo cual puede simbolizar mi pertinaz intención receptiva). Era la voz de un adulto que a partir de ese momento comenzó a llamarme “señor González” (nunca pude convencerle que me hablara de ‘tú’ ni por mi nombre). Había escrito ese día algo sobre un lugar de Jalisco que me tocó conocer antes de que le comenzara a caer la ‘bendición’ turística (aunque ‘virgen’ lo que es ‘virgen’, no estaba), y en principio simplemente me dio las gracias porque por allá –en la Yerbabuena para ser exactos–, nació su señora. Como añadido a su llamada una invitación: “cuando quiera venga a visitarme, si le interesan los ferrocarriles…”. Has cuenta (así lo digo) que me arrojó un anzuelo con sustanciosa carnada pues algo de chapopote ferroviario traigo en las venas y por aquel mi Juan González abuelo trenero (que incluso hizo gente de trenes a Don Margarito…).

A poco estaba en su casa. A poco, tuve la oportunidad de conocer a un individuo jubilosamente dedicado –en esa edad que para muchos más que de júbilo es de tristeza–, a recopilar información sobre la era gloriosa de los trenes en México. Tú sabes: sin trenes la Revolución hubiera sido imposible, pero apenas se apeó ella de los trenes, el sistema ferroviario derivó en fracaso. Tú sabes: Don Plutarco se mandó fabricar un tren cuyo lujo no tenía parangón en el ¡mundo! Lo que tú quizá no sepas es lo que fueron las ‘Niágara’, ni aquellas máquinas de vapor que los de parques temáticos de otras partes del primer mundo vinieron a comprar como chatarra a Patanco para restaurarlas. Tú no imaginas el archivo documental tan bien organizado que el Ingeniero Alberto Laveaga logró elaborar. Tú, en fin, ahora sabes lo mucho que le debo a él por todo lo que enriqueció mis conversas escritas, televisivas y radiales con sus datos y archivos (que abarcaba mucha otra música aparte de silbatos de trenes).

Abro MILENIO el domingo pasado y me enteré que murió. Le agradezco que me haya hablado aquel día, Ingeniero Laveaga. Gracias por pertenecer a ese ínfimo porcentaje estadístico de los que dan tanto sin esperar nada a cambio (Esa foto de 1888, con las torres de catedral al fondo él me la dio).

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