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Malquedar

Y Luego…

Por Alvargonzález; 24 de octubre de 1996

De pronto, al llegar a la edad media –o mejor dicho al percibir que ya pasó el mediotiempo de mi partido vital–, los recuentos se hacen tan frecuentes como necesarios. Quizá se deba a que a cierto punto de la carrera se perciba que ya no es muy lógico desperdiciar el tiempo con jugadas laterales. Así fue como advertí que ya son 26 años dedicados a esto del verbotráfico, denominación original que en mis inicios como tal –verbotraficante–, no había sido aceptada por la UNESCO, y que en la actualidad sigue sin interesarle ni a la UNESCO ni tampoco a la FIFA (rectora de lo más sublime en la inteligencia del homo sapiens, o sea el arte de las patadas contra la meta contraria).

Mira lo que son las cosas: en 54 ocasiones me he asomado desde este balcón de papel tratando de encontrarte. No es gran cosa tal vez para quien siendo diferente a mí, sabe organizar su tiempo; o para quienes no tienen la maravillosa oportunidad de tratar diariamente de llenar una hora de televisión, sólo con su raquítico ingenio y sin muchos recursos técnicos o materiales. ¿Has visto mis engendros televisivos de dos a tres de la tarde? Pero ese es cuento aparte del hecho que mi historieta profesional comenzó precisamente en las páginas de este diario hace ya ¡26 años! y que en ese remoto 69 no percibía lo que ahora es una certeza que me acompaña cotidianamente; que ser verbotraficante es equivalente a quedar mal siempre. Sí, también lo he aprendido: que ésta es una profesión muy vanidosa, pero si pones la vanidad por delante, todo se arruina. Al principio, te confieso, me costaba mucho trabajo asimilar insultos y críticas; hoyendía… me sigue costando el mismo trabajo, pero como soy quizá muy perezoso, prefiero seguir haciendo esto: palabras. ¿Palabrero? Tal vez también.

Ya me resigné a no quedar bien contigo. Mira, si me concreto a un solo asunto, sé que dirás que soy incapaz de hacer relaciones lógicas. Si abordo varios temas, entonces me acusarás de disperso y falto de concisión.

Si enfilo hacia banalidades de mi vida diaria, las que hacen que mi existencia se parezca a la tuya, me acusarás de superficial; pero si le arrumbo hacia grandes problemas globalizados, o valores trascendentes, dirás que las ciencias no son asunto de alguien que se apellide sencillamente González y no Oppenheimer.

¿Sentido del humor? La empresa es seria y no requiere payasos en tiempos tan serios. Si queda de lado cualquier intento de humorismo, entonces asumo que dirás que soy un agrio cuyo estilo es pesado y somnoliento.

Si construyo párrafos largos, juzgarás que mi intención no es comunicar sino hipnotizar; si breves, dirás que mi maestro Valenzuela debió haber tenido una fábrica de confeti. ¿Sirve para algo el confeti? Sexo, violencia, deportes, política, temas que interesan al gran público; si los abordo, ya espero tu pregunta: ¿por qué no promueves la cultura? Y si me introduzco en el florido valle de la tal cultura, me acusarás de ser un pretendido inteleptual tercermundano sediento de beca y que quiere impresionar con erudición de segunda mano y tercer ojo. Si utilizo palabras que desgraciadamente no vienen en tu diccionario, me recordarás que somos un país que va en tercero de primaria; y si elijo términos que resuenan en la calle, me recomendarás tu diccionario.

Si me tomo la libertad de hacer variantes idiomáticas o verbales –de jugar con lo más democrático que hay, y que es el lenguaje–, me dirás que quién soy yo para tratar de modificar nuestra oxidada lengua; pero si echo mano de expresiones resobadas y redichas, desgastadas, entonces pedirás que otro con más ingenio ocupe el espacio que se me concede.

¿Platón, Ortega y Gasset, Marañón, Kierkegaard? Si los cito, dirás que soy simplemente un recitador de fraseshechas. Pero si digo “¡yo digo!”, dirás “qué tipo tan arrogante; debería consultar a los grandes maestros del pensamiento y luego… al psiquiatra”. O sea que si me cito no espero que me feli-cites.

En el momento en que me atrevo a señalar el origen de ciertas palabras, asumo tu opinión de que sánscrito, latín y griego, son cosa de otro tiempo, no así el náhuatl, madre lingüística de nuestro empenachado orgullo; y si recurro al náhuatl, me preguntarás si por mi pueblo no pasaron los franceses haciendo rubia a la raza de bronce. Supón que digo tiznar cuando hay que decir tiznar, pero en ese mismo momento presiento que advertirás que no se me dio el hermoso arte de la metáfora. Si por el contrario afirmo que “con su negritud de subproducto carbonífero nos cubre la política macroeconómica que pinta el panorama con el color del hollín de quienes guían nuestros destinos…”, sé que dirás algo muy cierto: que soy cursi. ¡Y qué! Te digo: hace cosa de 26 años que comencé a ser verbotraficante; y hace 27 semanas que desde este balcón de papel te busco. ¡Y el mes entrante cumplo un año (si el canal quiere) de treparme a una antena a practicar la televisión en caída libre! Mucho tiempo para llegar a tan brillante conclusión: difícil quedar bien contigo. Si me equivoco, habla: 121-8880. Táte bien, y aunque no hables yo sigo persiguiendo el salario mínimo haciendo palabras. Qué quieres, me gusta.

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1 comentario en «Malquedar»

  1. Lo que comunicamos es un reflejo de nuestro ser y sentir. Es mejor quedar bien con los principios y leyes universales que con las opiniones de los demás.

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