Por Alvargonzález
Ancha es la mesa central (3)
Pasada revista a las cuadras y luego de los elogios de los militares a la caballada del tapatío, acompañados por el Flaco, el Tata y su hermano se encaminaron a una cantina situada en el cruce de las calles Constancia y Peralvillo. Mientras botaneaban hablaron del fallido intento del viaje de cobranza y de cómo al día siguiente irían. Por cierto, el Remington siempre atildado y bien vestido le pidió a su Tata o Grande que se arreglara mejor y que además procurara siempre llevar consigo algo “por lo que se pudiera ofrecer”: su pistola. “Que no se le olvide mi Grande porque en estas andancias uno nunca sabe… no lo tome como reclamación sino como consejo”.
Una vez que se marchó el Flaco, el Tata insistía en que se fueran a casa, y en esas andaban cuando seguidos por un mariachi entraron en la cantina unos entonados parroquianos; la música del terruño detuvo la salida de los hermanos.
Las cosas de que se dan se dan; las circunstancias de que se juntan se juntan. La mañana del viaje a Texcoco había dado un giro insospechado y el comienzo de la tarde les llevó a esa cantina y el rato se había prolongado; más al llegar los mariacheros. De la mesa de los recién llegados se oyó un pedido al cantinero -por cierto español-, algo así como “sírvenos de botana al Remington que es el mejor charro de mi tierra”.
Entre sorprendido y halagado, éste fue a sentarse a la mesa de quienes traían su propia parranda. A poco de estar con ellos desatendiendo las indicaciones de su hermano, reconoció a dos antiguos clientes a quienes en peleas de gallos o en la ruleta había desvalijado en jugadas pretéritas. La cosa iba cambiando de tono a medida que las libaciones seguían en la mesa de los que habían reconocido al “mejor charro de Jalisco”. El mismo cantinero argumentó que ya se le había acabado el tequila y que les iba a pasar la cuenta, mientras aquellos ordenaban que el mariachi siguiera tocando que al fin todos ellos eran del meritito Jalisco.
Que si el cantinero ya no quería servirles, que si “yo invito y pa’ eso traigo…” de pronto uno de los de la mesa se levantó queriendo echar mano a su fierro como queriendo pelear…, y allí empezó la balacera.
El Tata quiso ponerse a salvo y alguien gritó; “su hermano ya le pegó al viejo…” , y viendo a su hermano en el suelo, como una fiera y desafiando las balas, el Remington iba de un lado a otro disparando sus pistolas y mató a tres de los que momentos antes eran sus contertulios cantineros. Los otros huyeron y así pudo el Remington acercarse al Grande o Tata, que agonizaba víctima de las balas ¿disparadas por su propio hermano? Con sus pistolas de nuevo fajadas, le abrazaba mirándole desangrarse, y ya sin poder hablar si acaso esbozando un rictus. Llorando lo levantó y con él bañado en sangre se encaminó a la puerta de la cantina mientras pedía a gritos auxilio médico.
La policía llegó y a pesar de ello el Remington detuvo a un taxista y le ordenó le llevara con todo y su hermano moribundo -a quien le gritaba “¡Tata, Grande, respóndeme!”-; que le llevara a la entonces llamada Cruz Blanca. Mientras unos policías trataban de averiguar lo ocurrido en la cantina -“fue un tal Remington matón de’sos de Guadalajara, ‘Josu’ que ya lleva cientos…” informaba el cantinero al tanto que a gritos se quejaba de los destrozos causados en su abrevadero-, otros policías se encaminaron al puesto de socorros donde detuvieron al épico o mal que bien afamado pistolero.
Le llevaron detenido a la comisaría en donde suplicaba que le dejaran estar junto a su moribundo hermano y tal vez su pesadumbre se acrecentaba por la posibilidad de que en la trifulca hubiera sido él mismo quien lo habría herido. Incluso mostraba una credencial que le mostraba como Teniente Coronel ‘asimilado’; tecnicismo pos revolucionario para individuos de armas sumados a la vida civil. Las influencias ‘credencialadas’ de poco valieron. Quedó detenido.
Pedía, suplicaba que le permitieran estar junto a su hermano moribundo. “¿Y los hermanos de los que mató usted, esos qué?” Le espetó el encargado de la comisaría.
El Tata murió esa misma tarde, y a pesar de sus siempre funcionales palancas el Remington fue a dar a la cárcel. ¿La de Belén o a Lecumberri? Lo mismo da porque eso esencialmente no cambia dos hechos fundamentales: Por vez primera en su vida enfrentaba un proceso judicial originado por su capacidad pistolera; y también por vez primera experimentaba algo que tal vez removía toda su historieta personal; la orfandad reduplicada.
En efecto el Tata, con esa denominación arcaica, significaba para él un padre protector, significado también por la otra forma reiterada de llamarle: “mi Grande”; quizá el único vínculo confiable para él entre todos, pues más allá de su simpatía que le granjeaba ‘amigos’ él sabía que poco podía confiar en nadie y que muy probablemente alguien un día le pasaría facturas por adeudos de sangre.
La forma en que se había modificado su carácter durante su estancia en la capital -algún especialista podría calificarlo como paranoico- era muestra de su gran fragilidad con un único punto de anclaje seguro; su hermano Rafael, el Tata o Grande… Ahora encarcelado quizá incluso experimentara el remordimiento de tal vez haber sido él quien baleara a su propio paradigma de certeza, de amistad verdadera. Los días y noches de encierro ciertamente ensimisman. ¿Cómo repasaría su vida el Remington detenido luego de la balacera en Peralvillo?
Continuará…