Por Alvargonzález
Ancha es la mesa central (5)
Es muy común creer que todo siempre ha sido así. Falso. Al paso de los tiempos coloniales y después en la llamada ‘independencia’ en la parte occidental del país -en una región más amplia que el actual Jalisco- se fue engendrando una forma de expresión musical, englobada en un genérico -que nada tiene que ver con supuestos bautizajes franceses- llamado ‘Mariachi’ integrado, claro, por mariacheros. Creer que siempre y en todo el país se oían los mariachis, es falso; equivale a desconocer la norma inflexible de la mecánica nacional expresada hipotética y realistamente por Victoriano Huerta: “El que toma a México, tiene a México” que ahora en terminología actual se traduce en “el que se posiciona o posesiona del DF, tiene relevancia nacional” porque lo demás sigue confinado a la llamada ‘provincia’ con valor regional e igual relevancia. Escasa, tirando a nula.
Los mariacheros, con pioneros como Cirilo Marmolejo y mucho después los Vargas, fueron a dar a la capital de la mano de revolucionarios triunfadores. Lázaro Cárdenas no es ajeno a ese fenómeno. Luego vendría el proceso de adopción por parte de la llamada ‘radio nacional’ y del cine igual; sin olvidar que todo lo ‘nacional’ viene siendo sinónimo de lo que es único y mínimamente distrito federal. De ello dependió, en no poco, que la música de mariachi se convirtiera -y no los guapangos, los sones veracruzanos u otros tipos de expresión musical- en un fenómeno colectivo de la magnitud que asumió: primero los mariacheros ‘tomaron’ la capital para trascender luego a la escala que asumieron.
Todo eso viene a cuento porque a la cantina aquella de la calle Bolívar, reducto o club de jaliscienses, seguro acudían los mejores mariachis. Motivo adicional para que a ella acudiera el diletante y añorante Remington.
De nuevo el anecdotario de la etapa post-carcelaria se nutre de chispazos a tono con el personaje y su cada vez más imprescindible forma de actuar. Que si en una ocasión y a punta de pistola obligó a unos gringos, visitantes ocasionales de la cantina, a tomar tequila aún a pesar de que ellos querían whisky. “Aquí se toma lo que se toma aquí”, contundente e irrevocable, y luego de afirmar las ventajas del tequila sobre el otro bebistrajo y de dar una lección sobre la prevalencia del charro sobre el cowboy (de nuevo era el charro bien vestido; de nuevo seguía siendo el mismo, por fuera…) hizo que el mariachi se arrancara con algún son. Hay quien afirma que fueron ‘Las Abajeñas’ el son solicitado por el charro convertido en anfitrión de unos gringos entre sorprendidos y asustados. “Cuando vaya a Texas me invitan ustedes un whisky…” rubricó el invitante de la ronda antes de que se marcharan los ocasionales clientes que prefirieron abandonar el local ante la presencia de aquel personaje con sus pistolas fajadas y que distaba mucho de parecer cowboy.
Un mediodía, como de costumbre llegó al lugar. No se le notaba que anduviera muy de buenas o alegre. El dicharachero de otros tiempos cada vez más era un individuo taciturno y más hosco que simpático. La muerte del Tata le había transformado.
Mal saludó y en la barra se puso a tomar una copa. Receloso, desconfiado, miró a la clientela y entre los presentes advirtió la presencia de un par de individuos con los que tiempo antes había tenido dificultades en una jugada; los veía que le miraban y hablaban entre sí y aunque parecía concentrarse en sus pensamientos allí en la barra, no descuidaba la actitud de aquellos ‘conocidos’. Así advirtió que uno de ellos pretendía impedir que el otro se levantara hasta que de pronto, el compañero no pudo impedir que el amigo se plantara junto al Remington al grito de; “hora sí jijo de… aquí nos arreglamos…” Y ocurrió algo insólito.
Que si desenfundó sus pistolas o si disparó, resulta irrelevante ante el hecho de que luego de brincar la barra para ponerse a salvo, buscó la salida hacia la calle y partió corriendo. Aquel que siempre acostumbraba dar la cara, confrontar el peligro y resolverlo todo de inmediato y a balazos, ahora huía. Era el mismo, pero otro desde la muerte de su hermano Rafael. El impredecible se había hecho aún más así; el bronco otrora impávido daba muestras de temor y -¿por qué no?-, de miedo.
Continuará…