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El Remington (XVII)

Por Alvargonzález

El retorno (2)

Motivos más terrenales y prácticos -tanto como pueda ser el cenar- habían motivado su presencia allí. Cualquiera que sepa algo de la Guadalajara de cuando era pequeña puebla urbana, estará enterado de que existió una famosa fonda llamada La Valentina, con el nombre de su dueña. Según cuentan los sabedores de la época, la receta con la que preparaba sus pollos era la que originalmente utilizaba aquel individuo apodado ‘Blanca Flor’ -gay, es la denominación actual para la orientación sexual de aquel que tenía su cenaduría allá por San Juan de Dios-, y conocido así como ‘Blancaflor’, muerto trágicamente por un intolerante militar. Pero eso es asunto aparte.

Hacia el figón de La Valentina dirigió sus pasos el charro para lo cual debía cruzar la plaza repleta de festejantes y no faltó quien le saludara: “buenas noches, mi Remington”, y antes de cruzar la calle. Todavía no pocos le reconocían. Y cómo no hacerlo si él era inconfundible e inolvidable parte de la historieta urbana no muy añeja.

María, una de las meseras, no tardó en darle lugar a él y a su acompañante, un viejo ex coronel ‘villista’ de apellido Pérez; ella, claro, recibió por anticipado su buena propina a fin de hacerle espacio en el restorán atiborrado de clientela y con otros esperando se desocuparan mesas. ¡La Valentina y sus pollos bien valían ir a la fiesta del Santuario! Que los otros esperen su turno que para eso hay clases… y propinas para obtener una buena mesa viendo hacia la que aún era calle estrecha: Alcalde y frente al jardín enfiestado.

“‘Ira’, ‘ahitá’, ya volvió…” dijo más de alguno al reconocerle a la pasada. A poco de estar cenando otros dos amigos se sentaron a departir con los que ya iban adelantados en el pollo. Al filo de las diez de la noche, el ex-coronel revolucionario les dijo que le era preciso regresar a casa, pues era cumpleaños de su señora: “vamos ‘pa’llá’, le seguimos y hasta nos echamos una manita de baraja…”. La invitación convenció a los demás, y para ir hasta donde estaba el coche el Remington hizo que les siguiera un mariachi que estaba tocando en las inmediaciones del figón. Fiesta, regocijo, el recién llegado se hacía notar; felicidad del retorno.

Ya estaba la verbena a punto de prenderle fuego al castillo, que fiesta sin cohetes no es fiesta, y la ‘Guadalupana’ es digna de muchos. Mariachi, charro, acompañantes, atravesando la repleta plaza; imposible que pasara desapercibido y sin ser reconocido con su impecable traje de charro con botonaduras de plata.

Llegaron hasta el auto y luego de liquidar la tocada del mariachi, el Remington abrió la puerta del vehículo -les abriría por dentro a sus acompañantes- y en tan extraña como casual sincronía con los cohetes y fuegos de artificio en la plaza, sonaron algo que no era pirotecnia: disparos y muchos. “No tuvo tiempo de montar en su caballo…” dice el corrido de Juan Charrasqueado y las balas de varias armas automáticas impidieron que aquellos alegres amigos pusieran pie dentro del auto.

Seguro los agresores les esperaban, o particularmente al dueño del vehículo; algunos testigos los describirían como ‘rancheros’, individuos que por aquellos años eran inconfundibles por su indumentaria particular que les diferenciaba de los citadinos. Todo fue repentino y por sorpresa. ¿Rancheros? Lo más probable es que aquellos que dispararon e inmediatamente huyeron, estuvieran actuando bajo contrato y disfrazados como campesinos. ¿Contratados por quién? Ciertamente el afamado charro y desde su infancia y los problemas de tierra con los Barajas, nunca se había visto involucrado en pleitos con gente del campo; él, su actividad como jugador y sus hechuras -fechorías-, como pistolero, siempre habían sido asunto urbanos. Era charro, pero charro urbano… es más, recién llegado de la capital.

Continuará…

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