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¡Amparos!

Por Alvargonzález; 24 de enero del 2003

Tú sabes esa ley de proporción inversa que rige solamente a esa determinada profesión: entre más malosos más buenazos resultan. Habiéndote dicho eso debo decirte ahora que se me ocurrió plantear a dos buenos abogados -¿entiendes?-, una duda jurídica. Lo que no preví es que el lenguaje que tiene esa tribu profesional resulta sumamente claro… únicamente para esa tribu profesional. Cuando de la boca de uno de ellos brotó el término ‘litis’ sentí que me hundía ‘claudiamente’ en las arenas movedizas del derecho, materia que -salvo tu opinión en contra-, me parece tan sólida como la gelatina. Lo de ‘claudiamente’ viene al caso porque quise decir que claudiqué en mi intento por entender el espíritu del insigne Otero. A ver si tú ‘mentiendes’.

Me da la impresión de que en la ‘suaveáspera’ patria los peores cuentan con todas las artimañas, y los no tan peores (creo que tú y yo nos podemos incluir) solamente estamos equipados con la buena voluntad. Un ejemplo: yo no tengo camisa de cuello blanco ni agallas para defraudar -robar-, por lo tanto soy un ciudadano más o menos cabal pero no Peniche. O sea que mientras una mayoría de ciudadanos más o menos ‘buenonda’ estamos amparados por la buena voluntad, una minoría se las ingenia para traer consigo desde cuernos caprinos hasta caspa del chamuco y amparos que les protegen como estampas milagrosas contra la supuesta justicia. Esa mi duda sobre el espíritu del ‘jurismachín’ Otero: ¿en qué momento la Ley de Amparo -que supongo era contra abusos del poder-, se convirtió en el margallate que es? La aportación del tapatío Don Mariano al andamiaje legal -según entendí a mis consultados antes de naufragar en la confusión-, es algo maravilloso… ¡en teoría! Ya sabes, también en teoría México es el paraíso.

En febrero del 817 nació aquí el que sería brillante abogado Otero, a quien se calificó como ‘liberal moderado’. Para los apenas 32 años que vivió me parece que mucho fue lo que hizo; plausible su actitud como diputado, la de oponerse a los tratados de poda territorial allá por el ’47, aunque no había mucho que hacer. Todo bien, incluso cuando la ciudad decidió cambiarle el rimbombante nombre a la que se llamó Av. de la Victoria (¿cuál victoria?) y plantarle el de quien fuera también brillante orador. Todo, insisto, bien. Sólo que mirando su estatua se me ocurrió pensar que el jurisconsulto -al verse tal cual en bronce-, ya se habría amparado contra el perverso homenaje. Es que mírala: les salió fellito el prócer. Incluso creo que es un ‘malejemplo’ para la niñez que no querrá destacar en nada si hacerlo conduce a quedar así ‘broncificadamente’ feos. Total como decía mi tía Pelancha: “¡Jesús nos ampare!”,

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