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¿Agua qué?

Por Alvargonzález; 2 de mayo del 2002

Les llamo “verdades poéticas” –a falta de mejor nombre–, y que resultan no ser otra cosa sino mentiras de tomo y lomo, pero que al estar envueltas con un halo de poesía resultan creíbles… hasta que se les analiza con cierta finura.

La lista de tales verdades podría ser enorme, pero la concisión me obliga a ponerte un ejemplo con dos palabras bien instaladas en la nomenclatura urbana: Agua Azul, y aun suena bien diciéndolas de corrido –Aguazul–. Pero los problemas comienzan si convertimos las tales palabras en preguntas: ¿agua?, ¿azul?, ¿dónde? La realidad de las potenciales respuestas aplasta contundentemente a la poética verdad. Sí, es un parque decoroso, pero la tal agua le es provista por tubería y la que recibe es del mismo color de toda la que recibe la ciudad. ¿Azul?

Allí, verás, el último vestigio de lo que fue aquello: se trata de un edificio porfiriano multiusos. Con decirte que en el año ’57 del pasado siglo, allí obtuve mi primer pasaporte. Con decirte que mi padre y sus coetáneos amigos me recordaron que allí originalmente fue un cuartel para las tropas de Don Porfirio, y a orillas del apacible lago que ese sí les tocó conocer. Con decirte que ahora radica allí un Instituto para Estudios de la Administración Pública, a donde seguro hay que ir para aprender a jugar el milenario juego hindú de las ‘serpientes y escaleras’… ¿Te gusta? Digo, el edificio ese que no es desagradable y que le da toque de época al parque. ¿Agua Azul?

Mucho, y para el radio (8:30 pm, 104.3 FM, diariamente) me ha servido el libro del Mtro. González Guzmán, de allí transcribo literalmente la efeméride del 7 de noviembre de 1885: “el gobierno del estado compró a Antonio Álvarez los terrenos y baños del Agua Azul en 45,000 pesos. El gobernador Tolentino instaló en el lugar una bomba (¿sería bombero el ‘goberenturno’?) y una tubería… El agua se bombea a un gran depósito que se encontraba en los patios de la penitenciaría de Escobedo (hoy, Juárez y Federalismo)… y a la red de distribución de Guadalajara…”. Meros tiempos de don Porfis.

No cuesta trabajo deducir que había allí manantiales que daban para saciar la sed urbana y además para cumplimentar otro tipo de sed: de divertimiento, con un lago que ajustaba para lanchas y remeros. Pero pasó lo que pasó –progresamos–, y el agua quizá azul desapareció; pero el nombre se quedó, ¿cómo verdad poética o como sarcástico homenaje a aquella teoría ‘progresante’ del “entre más vivan aquí mejor ciudad será esta”?

¿Agua Azul? Quizá en un acto de congruencia y de modernidad el cabildo debía afrontar la cruda y seca realidad y modificar el nombre del lugar; elegir entre “Aguapoca”, “Aguahubo” o quizá simplemente “Aguanada”. No sólo por respeto al turismo que se podría sentir timado buscando allí la supuesta Agua Azul, sino por respeto a la niñez tapatía que podría experimentar monumental frustra al preguntarse por la tal agua y de tal color, al visitar el parque tan bien cuidado.

 El ‘Agua Azul’ hace mucho tiempo que dejó de ser eso, y tal vez nos aferramos al nombre porque sin verdades poéticas que maquillan la chata realidad, no podríamos vivir.

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