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¡Silencio!

Y Luego…

Por Alvargonzález; 1 de junio de 1996

Hace un par de meses, y gracias a ramajes no advertidos, ¡zas!; allí quedó la antena del radio del auto. Lo cual equivale a decirte que hace un par de meses mi auto está discapacitado ra­dialmente, o que yo estoy condenado a verificar –tal cual– que Lope tenía razón y desde hace siglos con aquello de que “para andar conmigo me bastan mis pensamientos…”.

Con eso de que el tal radio ha sido para mí y hace casi 25 años, más que pasatiempo un pasavida (tal vez sea lo mismo), creo saber algo de tan hertziano asunto, y pienso que algo tenemos que agradecer a Lee de Forest y un poco mal­decir a Shoekley.

El aparentemente lamentable rom­pimiento de la antena del auto, me ha permitido viciosamente demostrar el fundamento de Lee de Forest y su aportación innegable en la hechura de esa dama de Compañía –eso debería ser–, ­que se ha convertido en una ‘escort’ de magnifica apariencia pero con una manifiesta oquedad pensante. Después de Hertz y su teoría de la propagación de las ondas que llevan su apellido como nombre, Marconi las utilizó para la telegrafía inalámbrica: ruiditos nada más. Sucede que cuando pongo el dedo en el lugar que ocupaba la antena, el radio automotriz suena, tal cual, lo que demuestra claramente –según yo– que el cuerpo humano es captante de esas ondas imperceptibles que de Forest se propuso a amplificar. ¡Nadie le creyó, y a pesar de ello lo hizo!

El tríodo o válvula catódica nació cuando el siglo 20 tenía pocos años de vida, y con él la posibilidad de amplificar el Hertzio y llenarlo de voces o de armonías musicales. Magnifico: doña Radio había nacido. Terrible: la tal ra­dio modificaría radicalmente la transportación de noticias, y cambiaría en su totalidad la práctica del deporte más abominablemente amado por la humanidad: la guerra.

¿El radio o la radio? Hay en caste­llano una serie de sustantivos ambiguos, como el o la mar; el o la calor; pueblos y pueblas, en los que masculi­nidad o femineidad marcan diferencias sutiles y aun poéticas. La radio, como la mar, ondulante e incierta…

¿Sabías que la memoria olfativa es de las más persistentes y evocadoras? En alguna parte de mi cerebro está an­clado el recuerdo del olor característico de la baquelita –plástico primitivo– al encenderse los bulbos de aquellos aparatos que comenzaron a sorpren­derme en la infancia. Tomaban sus compases en calentarse; un tiempo aparentemente enorme para que los electrones encapsulados en los bulbos comenzaran a cumplir su función amplificadora. Espera acompañada de olor; luego las voces o la música.

El radio, ese sí masculino y bromoso, puesto en el lugar preferente de la casa, congregante o congregacional de todos en torno a él para escuchar sus aportaciones llegadas de un más allá misterioso.

Ya casi a punto de aparecer los sesentas en el calendario, el aparato se empequeñeció y se liberó del cordón que le mantenía unido a la pared. Muchos años después me enteré que eso fue responsabilidad de Shoekley y sus compinches apoyados por la Bell, quienes en el momento adecuado, fueron al diccionario latino y sacaron de allí el término “transistor”, para denominar un trozo de silicato sólido en el que los electrones transitarían para infortunio y fortuna tuya y mía.

Esa última domesticación del electrón hizo al radio omnipresente; en todas partes él, y dando origen a una novedosísima enfermedad que está ocasionando daños cerebrales colectivos que se me antojan irreparables. ¿Nunca habías oído hablar de la silenciofobia? No te apures, yo tampoco hasta que la detecté en mí, y tal vez esté equivocado al decir que es un mal colectivo. ¡Odio al silencio!, y con él a todas sus virtudes añadidas. ¿Odio al pensamiento y gracias al transistor?

Sucede que el humano es el único animal capaz de ensimismarse; de oírse a sí mismo. Es el único animal capacitado –en teoría– para crecer hacia dentro en la medida en que ensancha su casi infinita capacidad cerebral cumplimentando el hambre de saber. Mas para el tal ensimismamiento, se requiere de algo que la segunda mitad del siglo 20 ha matado: el silencio. Mira, no puedo jactarme de haber buceado nunca, pero quienes practican ese deporte me han contado que bajo el agua, silencio; hermeticidad fascinante y vértigo de soledad. Ensimismarse es bucear en la propia y misteriosa inteligencia solitariamente.

Eso es: soledad. El animal humano es el único que puede encontrarle sentido a la tan imprescindible soledad que le acompaña durante la vida irremediablemente, y es también el único que bestialmente ha aprendido a disfrazarla de ciento mil muchas formas y estérilmente.

Es allí donde encaja el transistor, en el rincón de la soledad humana, embotándola; llenándola de aparente armonía que no es otra cosa sino caos fragmentario. ¿Conocer muchas noticas equivale a aproximarse a la verdad? No me pidas que responda tan erizante cuestión. ¿El último grupo de roqueros logrará prevalecer cuatro o cinco meses antes que el marquetín lo deseche?

¿El bandorazo cerveceante llena el hambre de saber o lo distrae?

La radio, de dama de compañía convertida en ‘escort’; mujer de renta y por minutos, horas y semanas.

Paradoja: si el radio hubiera sonado así en tiempos de Lee de Forest (te digo, pura paradoja), quizá nunca en sus noches de soledad hubiera percibido cómo variaba la intensidad del aparato de kerosene con el que se alumbraba mientras hacía funcionar un oscilador telegráfico. El ensimismamiento silencioso –tautología– del inventor creando eso que se ha convertido en disecador sesual. De sesos.

Te digo, me eché en reversa y ¡zas!, la antena se rompió. A partir de allí me auto diagnostiqué como silenciófobo no detectado. ¿Por qué doña Radio no se convierte en inspiradora del silencio? ¿Y por qué el radio está hecho un destructor del ensimismamiento? Dímelo tú, porque yo como Lope y hace cuatro siglos: “de mis soledades vengo y a mis soledades voy, porque para andar conmigo me bastan mis pensamientos…”.

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