Y Luego…
Por Alvargonzález; 15 de junio de 1996
Difícil arte que nunca aprendí, y que hoyendía ni siquiera intento hacerlo. Ese, digo, el de la conversa y tan inútil en el tiempo corriente. ¿Para qué conversar o de qué hacerlo? ¿Tú conversas? Yo, poco y mal.
Tal vez por eso me dedique a la unilateralidad: a hablar desde mi procesador de palabras –Remington del año 35–, o desde micrófonos que en ambos casos son pura ida. Palabras de aquí pa’llá, lo cual no es una conversación, sino una simple versación a la que le falta el prefijo “con”, que implica suma de voces, de esfuerzos, voluntades o gentes. Y mira lo que son las cosas: hoy me planto frente a tus ojos para obligar a estas líneas a que versen sobre la con-versa.
Habrás oído que antes de la invasión de los poetas modernos que ingeniosamente juntan palabras para que ca’quien entienda lo que pueda o quiera entender, existían unos tales “versos”, la mayoría cursis y la minoría profundamente entrañables: “partimos cuando nacemos, andamos mientras vivimos, llegamos al tiempo que fenecemos, así que cuando morimos, descansamos…”. No suenan tan mal a pesar de sus seis siglos de haber sido escritos, y si lees en voz alta esos versos percibirás que los valores fonéticos o la sonancia de las palabras y sus acentos compiten en forma chocantemente armónica: “partimos… andamos… llegamos… descansamos… nacemos… vivimos… morimos…”. La desnudez verbal que hace chirriar los tiempos de una secuencia lógica y bien versada. Gira con pericia el volante de la lengua.
Eso es: “verso” como verbo latino, significa entre otras cosas maniobrar un carruaje con solvencia en camino sinuoso. Haz de cuenta como conducir con la lengua por aquel camino que vinculaba México con Guadalajara a través de Milcumbres; un descuido y ¡zas!, fuera del camino, al barrancón profundo.
Aparte de si la poesía contemporánea abandonó la versificación para optar quizá por la caída libre en el fondo del barrancón del pensamiento confuso; o de si refleja la incapacidad de la lengua contemporánea para descender armónicamente a las profundidades del pensamiento, aparte de eso, la conversa. El galano arte de conversar, tan moribundo.
Jorge es mi amigo, y se apellida Manzano. Amistad aparte, le considero mi mentor en más de una artesanía vital. Él es uno de esos extraños seres que poseen el tan escaso sentido común, y ello le privilegia para ver desde otra perspectiva, cosas que los seres comunes desprovistos de tal sentido sencillamente no advertimos. Él fue quien hace años me hizo caer en la cuenta –y conversando– de las sutilezas que envuelve tan caduco arte (muy devaluado por el Hertzio). Conversar implica eso: versar con alguien. Fíjate que tautología u obviedad, mas no resulta inútil puntualizar ese requisito posibilitante de la conversación. ¿Recuerdas lo que decíamos líneas atrás sobre el tal “verso”? Que implica cadencia, ritmo, y aun armonía de las palabras que van discurriendo; y por favor no malinterpretes eso y creas que pretendo decir que la buena conversación se da en octosílabos rimados. No.
Armonía, eso sí, y de allí la dificultad de encontrar el interlocutor conversante. Jorge, y en su momento distante, me decía que la tal conversa tiene un objetivo más o menos claro u oculto: aportar elementos en mutualidad cadenciosa, a fin de localizar eso que es tan escurridizo y que perseguimos en ocasiones por senderos equívocos, y que se llama La Verdad; y puesto así con mayúsculas. ¿Qué es La Verdad? La pregunta tiene incluso tono evangélico. Desafortunadamente en la mayoría de los casos lo que envolvemos bajo el genérico de “conversa”, no es otra cosa que polémica. Sucede que es muy fácil estar de acuerdo con otro, siempre y cuando ese otro esté de acuerdo con lo que pensamos y en la forma en que lo expresamos; siempre y cuando el otro nos dé la razón.
Esa es una de las perversiones del arte conversatorio. No pretendemos averiguar nada ni queremos hacer un esfuerzo mental para plantarnos en otro ángulo visual. Para qué si la razón nos acompaña siempre y el juicio personal es inapelable. ¿Será?
A veces temo que tal vez siempre la conversación haya sido una utopía y porque dudo que el ser humano haya cambiado su textura íntima que parece tan semejante a lo largo de los siglos históricos. Esa impresión tengo, pero tal vez provenga de la confesión que te hice al arranque de las líneas: que soy un pésimo conversador. Y tanto que en alguna ocasión incluso recurrí a un método –‘madin usa’, faltaba más– que garantizaba el aprendizaje de tan egregio pasatiempo exclusivo de los humanos. No recuerdo hasta qué lección avancé en el tal método, pero lo que me consta es que me quedé estacionado en la práctica. Claro que pretextos no me faltan para justificar el estancamiento personal. Y como en todos los casos, los mejores pretextos son los que depositan la responsabilidad en el prójimo, así los míos.
Uno de ellos es percibir la estandarización mental causada por el Hertzio (insisto en denunciarlo como arruinador de la conversa), que pone las mismas palabras en boca de todos. “¡Chécate eso!”, y estoy citando a un instalador de palabras comunales. Las mismas palabras y los mismos criterios y las mismas modas. Con eso de que no me interesa el patabola; con eso de que considero el automóvil como un mal necesario que necesariamente nos va a atropellar en su carrera urbana; con eso de que he percibido que la política se ha convertido en la capacidad hermética de muy pocos para decidir por muy muchos (me parece misterio inexpugnable rodeado de chismes), y con eso que la economía la imagino como un Frankenstein que sus mismos hacedores ya no entienden; pues con eso justifico mi raquitismo conversante.
Si conversar implica una sintonía armónica con el interlocutor, y una intención de utilizar la cadencia, la suave cadencia del lenguaje para rastrear La Verdad –creo que uno de los riesgos de buscarla es que quizá se le pueda encontrar–, mi escasez o disimilitud de temas conversacionales, quizá sea la causa de que por este medio, hoy, te haya contado que soy un pésimo conversador. ¿Te puedo hacer una última pregunta? ¿Qué te interesa? Eso es: los intereses comunes son el detonador de la buena conversa. Si tienes tiempo, en la próxima ocasión que nos reunamos aquí –papel de por medio–, te cuento lo interesante de esa palabra tan arruinada por la economía: la palabra “interés”. Si te interesa yo te busco y desde aquí conversamos.
Me parece que esta conversa CADA DIA ES MÁS VI-GENTE, pues precisamente ayer estuve «intentando conversar» con tod@s l@s que se dejaran, pero justamente me pasó letra a letra lo empuñado por Álvar.
Esperaré en ascuas o sea «con mucho interés», el siguiente de la serie INTERESANTE.