Y Luego…
Por Alvargonzález; 13 de julio de 1996
Las televisoras nacionales tienen un problema de fondo: tú. De hecho pretenden y quieren lo mismo: tu sesera y tu cartera, sin las cuales no pueden vivir, y por ello –por ti–, andan deschongándose al aire. Acuérdate que por un extraño misterio que algún día tendrías que explicarme, la libre competencia funciona mucho mejor entre menos competencia exista.
Espero no arrancarte trozos de inocencia macroeconómica al decirte que la tele no es gratis. Parece, pero no lo es. Cuando enciendes el aparato y éste convierte la energía eléctrica en imágenes, el simple ver televisión ya tiene un costo-watt primario y directo. Pero ese es el menor y más irrelevante. El costo discrecional, o disfrazado, es el que importa. ¿Cuánto? Nomás para que te des una idea: el cargo a los anunciantes en uno de esos canales que como los sombreros “Tardán”, abarcan de Sonora a Yucatán, y en el tiempo de la noche cuando hay mayor audiencia, anda alrededor de ¡500 mil pesos minuto! ¿Caro? Lo sería si no existiera la certeza de que tú y yo vamos a aportar algo dentro de nuestras precarias posibilidades para que esa gruesa inversión se recupere y –no sólo eso– acarree ganancias al anunciante.
¿Es gratis la tele? Tú pagas la tuya y yo trato de apagar la mía, si bien debo reconocer que mi débil fuerza de voluntad lo impide. No sé qué tipo de goma tenga la pantalla que invariablemente me pego a ella.
Además, fabricar la tele es también caro. No me refiero a la hechura de aparatos, no, sino a lo que en el lenguaje tribal de los que andamos en el medio se dice “producir”; llenar de imágenes la pantalla, lo cual es todo un follón y que no tiene otra intención que la de atraparte. Tal cual: atrapar tu atención (tu cartera y tu sesera, en ese orden). Muchas manos y pocos talentos –en ese orden– intervienen en la fabricación de los insípidos platillos televisivos nacionales tan poco sustanciosos. ¿Poco nutritivos? Si los productos se hacen para un consumidor preciso, me dolió cuando me enteré que un director de cadenacional –desde el Periférico o desde San Ángel, la tele nacional– dijo que tú y yo éramos unos “jodidos”. ¿Para qué cocinar algo de calidad si los destinatarios –tú y yo– no tenemos buen gusto? Pero ¡atención! (como dicen los filósofos del patabola): aun siendo menús de ínfima calidad –a la altura de gustos “jodidos”–, resulta muy caro producirlos y alguien tiene que pagarlos. Tú.
Hay algo que los comunicólogos nos tendrían que explicar (¡venid comunicólogos a confundir nuestra ignorancia!), y es lo que denomino el fenómeno de adopción. ¿Te acuerdas cuando cada cabeza era un mundo? Ahora cada cabeza es un canal de televisión con su respectivo explicador-de-la-realidad. Con eso de que ni tú ni yo tenemos más tiempo que para perseguir el salario mínimo, y no podemos andar por todas partes recabando hebras para formar el calabrote de la certeza, “contratamos” a un explicador que puntual aparece en el cuadro para decirnos lo que está pasando. Y ¡zas!, se realiza la tal adopción; es nuestro, y lo que él dice se convierte en nuestra certeza que defendemos en todo trance. Recuerdo que cuando se encontraba en su cúspide –no tenía ni competencia–, no pocas conversaciones se iniciaban con el preámbulo “Jacobo dijo…”, lo cual implicaba que cualquiera barrunto de duda estaba al margen; cualquiera afirmación que contradijera al hecho de “él me lo dijo (a través de la pantalla) y él sólo dice la verdad…”, resultaba descalificada. ¿Quién es tu explicador hoyendía? ¿Tu comentarista de cabecera?
Nunca, en la tan repetitiva historia de la humanidad, nunca había sido posible que muy pocos pensaran por tantos. Tal cual. A mí me da mucha pereza pensar, mucha más pereza que accionar el control remoto. ¡Qué tiempos aquellos cuando era preciso levantarse cada vez que querías cambiarle de canal! Con todo y su remoto control, una de las funciones de la televisión es esa: desplazar el malpensamiento de que podemos ¡pensar! Para qué hacerlo si unos pocos pueden hacerlo por muchos millones, y en la estadística cabemos cómodamente tú y yo.
Lo que hasta ahora ha sido chicle para el cerebro, se podría convertir en vitamina nacional. Y le llamo chicle porque igual que él, no nutre, pero entretiene el hambre y hasta quita la halitosis o malaliento. Sin mucho –más bien nulo– respaldo académico, ni estadísticas al respecto, creo que tú y yo, por el simple hecho de ser humanos, tenemos hambre de saber; y si esa hambre no se cumplimenta, se le distrae con cualquiera cosa. Creo también que es cierta la política afirmación de que es muy peligroso un pueblo que piensa; pero ante eso valdría evaluar la histórica certeza de que es mucho más peligroso uno que no lo hace.
Tan lógico como aceptar que la única forma de resolver problemas es justamente esa: pensando. Pero ¿no sería demasiado aburrida una tele pensante? Con ingenio, no.
He vivido en lengua e imagen propia una paradoja hermosa. Como he tenido la oportunidad de ver otras televisiones y de oír otras radios –de verlas y oírlas por dentrifuera–, sé que no necesariamente un hertzio nutriente tiene que ser aburrido. Pero cuando propones eso en la suavepatria –inyectar conocimientos a través de las antenas–, te encuentras con un rotundo “pos no se vende…”. Ese el punto de partida de la paradoja, pues se supone que la llamada “publicidad” tiene como finalidad cambiar los gustos y hábitos del consumidor. Que en vez de beber esto o de untarnos aquello, optemos por lo que nos propone la tal publicidad. Modificar, encausar, transformar los gustos, esa su intención. Entonces ¿por qué la tan genial publicidad no puede orientar el gusto definido tigrescamente como “jodido” (Tigre ‘dixit’) y modificarlo? Hacerlo desear un hertzio a la altura del cerebro y no sólo de la cintura pa’bajo. ¿Por qué si la publicidad mueve masas, no moverlas hacia arriba? Paradojas de esa cambiante ciencia.
No sé por qué, pero sí alcanzo a imaginar que por un asunto de gran trascendencia –tu sesera y tu cartera–, dos luchadores de peso pesado andan luchando. ¿Lucha libre? En una arena Coliseo tan grande como el territorio nacional, y donde los espectadores corren el riesgo de que les caiga encima uno de esos rudos y les cause daños de pronóstico reservado…
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