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Sombrerete

Y Luego…

Por Alvargonzález; 3 de agosto de 1996

Si algún día te atreves a recorrer los 500 kilómetros que separan Guadalajara de Sombrerete; y si te interesa la historia, ve, pregunta por ella y por su nombre con el que todos la conocen allá: La Señora Cucú. Espero que no se moleste si se entera que tú y yo hemos conversado de ella y mediante estas lí­neas.

Llevado por la curiosidad –madre ociosa de más de algún pretenso histo­riador– y por la camioneta del amigo Luis, una buena noche llegué a Som­brerete. Tenía una duda que quería despejar; duda que dejo de lado por el compromiso que tengo con un buen amigo periodista. Además lo fundamental es eso: Sombrerete y mi en­cuentro con la Señora Cucú, quien amablemente me franqueó el portalón de su casa y con su conversa me franqueé la entrada a un pretérito sorpren­dente e incógnito. ¡Pobre patria ésta tan sometida a dieta histórica y por ello tan escuálida y falta de musculatura!

Me corro el riesgo de que me acu­ses de inconsistente si dejo el Sombreretillo de lado y te cuento algo que me ocurrió en el mismo centro de esta nación tan concentrada y tan centrípeta.

Una tardenoche y después de burocrática comida –desas que se prolongan por horas–, debí atravesar el zócalo (centro de la monstrua capitalina) y observé un ritual que se repite más o menos cotidianamente: danzantes jun­to al Templo Mayor. Como espectáculo folklórico, bien; pero no sólo es eso, sino que tiene el valor añadido de reclame o recuerdo a la grandeza azteca “aplastada” por el canalla conquista­dor. En un interludio de teponaztli, y seguro achispado por la burocrática comida, se me ocurrió expresar más o menos vociferante: “¡Ya cayó Tenochtitlán!”. Nunca, te confieso, he estado a tan a punto de linchamiento como esa tardenoche en que los danzantes se convirtieron casi en caballero águila. De no ser por… En fin, aquí estoy para conversar contigo acerca de doña His­toria.

Irreversible, lamentable e irremediablemente cayó Tenochtitlán. Derrota anotada en todos los libros de historia patria. ¿Me equivoco? En aquella lamentable tarde no hice sino repe­tir lo antes dicho. ¿No? Lo que me parece también lamentable es que aquella danzante escena junto al muy mayor templo sea como el símbolo de nuestro anclaje histórico; anclaje en una lamentación secante. Después de la caída ocurrieron muchas, muchísimas cosas que como en la propia historieta personal, no todo son yerros –fracasos en los que no se puede fundamentar ningún proyecto optimista–, sino que existen también hechos notables.

En Sombrerete, la señora Cucú (insisto en que así le llaman afectuosamente) se puso guantes y mascarilla para organizar los residuos del archivo local. Si vieras lo irritante y peligroso (por los hongos) que es el manejo de papeles viejos, comprenderías lo monumental de la faena de esa enamorada de la historia. Papeles incompletos por reformas y revoluciones, pero que constituyen aun así un enorme acervo. Y en esos papeles aparece gigantesca la figura de Juan de Tolosa, a quien brevemente conocí gracias a la señora Cucú y a ese archivo en vías de organización.

Ese nombre resuena a metal precioso, y a mí me intrigaba saber por qué Juan de Tolosa está vinculado con la existencia del Real de Bolaños –aquí en Jalisco–, con las vetas de Zacatecas, ciudad, y con las del Sombrerete. Me imaginaba que había sido una especie de geólogo primitivo, catador o ensayador de piedras, o un ser al que la naturaleza le tenía como destino ese: descubridor de minas. No. La historia del tal Juan es más ingeniosa y más nuestra que la de una Pocahontas entronizada por Hollywood. Los ingleses afirmaban que mestizarse, mezclarse con los aborígenes, era equivalente a devaluación racial y por ello el caso excepcional del Smith que casó con la princesa Powhatan. Ya me dirás que el español era lujurioso y el britón no, y yo te aseguro que en tan resbaloso material todos lo mismo. Juan de Tolosa se matrimonió con una nieta de Moctezuma –la señora Cucú la da como hipótesis–, y por su matrimonio percibió perfectamente la hechura del alma indígena. Y Juan de Tolosa supo manejar muy bien la mano puesta en la empuñadura de la espada y la mano extendida amistosamente. Fue hombre de guerra y de paz, de amistad y de batallas. Así, de bocas indígenas supo dónde estaba lo que a todos nos gustaría encontrar: oro.

Sombrerete fue el punto más septentrional de nuestra incipiente nación –mucho más allá de las fronteras imperiales aztecas–, y durante cincuenta años sobrevivió a la llamada Guerra Chichimeca. Fundado en un repliegue del desierto, sus primeros caseríos fueron ocupados por españoles y por tlaxcaltecas, purépechas y aun aztecas; aliados, no esclavizados, y la prueba es que ningún esclavo pelea guerras a favor de su amo. Aliados contra la ferocidad chichimeca que en oleadas aparecía del desierto y cegaba los tiros mineros con todos adentro. ¡Cincuenta años de embates y combates!

Explicar nuestros orígenes mestizos solamente como resultado de la lujuria, la codicia y la ambición, resulta una pobre explicación de nuestro ser. Denostar a individuos como Juan de Tolosa, sin tratar de entender el tiempo que lo parió –y sin tratar de entender que la tal Historia no es sino un recuento de victorias o derrotas–, es seguir instalados en la derrota lamentable en la que nos arrellanamos. ¡Cayó Tenochtitlán… pero aquí y ahora estamos tú y yo! Que ya no siga cayendo… ¿Entiendes el valor de La Historia?

Enorme mujer la señora Cucú, con su profunda devoción por su Sombrerete ancestral. Si un día vas por allá y llegas de noche, espera la primera luz del alba y verás por qué se llama así; verás espléndido el Sombreretillo, semejante al sombrero de tres picos de usanza en la época colonial. Cerro sereno y aplanado que a la puebla que se cobija en sus faldas mineras le prestó el nombre: Sombrerete, en tierra de los feroces zacatecas. Si un día puedes, ve y ve.

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A nombre de la AC. “Alvargonzález el Vallero Solitario”.

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