Y Luego…
Por Alvargonzález; 7 de noviembre de 1996
La breve demora del vuelo, la intención de aprovechar lo mejor del tiempo, lo que quieras y gustes pero llegué en sintonía y en apego a normas no escritas pero sí sabidas: “a donde fueres…”, y como se supone que la monstrua es el lugar de residencia de la neurosis colectiva, llegué con la mía a tono. A ver dime, ¿qué caso tenía adelantarme a los otros pasajeros para salir el primero del avión y aplicando una jugada de pizarrón muy practicada por mí en otros tiempos? Ninguno, pues iba con toda anticipación dominical para la cita del lunes.
Nomás al salir del aeropuerto percibí el elevado costo de mi neurosis, pues dejé en el asiento del avión un libro irrecuperable. ¡Cuántas horas buenas me obsequió la autora platicándome desde sus páginas la forma tan humana en que los griegos representaban a sus dioses! Tan humana que el casquivano y adúltero Zeus era acechado por su primordial Hera, para descubrirlo una y otra vez en lo mismo y valiéndose Zeus de mil disfraces, pues igual se convertía en toro para darle un paseo amatorio a Europa, que en hormiga para seducir a la tan pequeña como atractiva diosa Clítoris (y que los nombres mitológicos hayan pasado a significar cuestiones geográficas, anatómicas o aun padecimientos –¿te acuerdas del pastor Sífilo, castigado por Zeus?–, no es responsabilidad tuya o mía, supongo).
Ni modo; mi neurosis de entrada urbana fue pagada al contado y con lo que más estimo: con tinta y papel decidores y envolventes del pensamiento. ¿Ya te he contado que tengo la firme intención de ir al cine en cuanto acabe de leer lo que quiero leer…? O sea que multi y muchisinemas tendrán que esperarme un buen rato, pero ese no es el asunto que hoy me interesa ventilar desde este balcón hecho de lo mismo: papel y tinta. Sucede que a poco de subir al taxi, e insisto en que fue al mediodía dominical, percibo que el manejador era la personificación misma de la cordura. ¿No que todos neuróticos allá? ¿No acaso la vanagloria de ser la ciudad más terrible del universo? El comienzo de la conversa de don Carlos en tono de “tengo 20 años trabajando en taxis del aeropuerto, y me gusta mi trabajo”, era la invalidación profunda de un mito que presenta al mexicaltzinga habitante del altiplano como un renegado de su ciudad y de su quehacer. ¿Cuándo, en los últimos o no tan últimos tiempos te has encontrado con alguien que te diga: “gano lo justo por mi trabajo”? Médicos, maestros, habladores televisivos, futbolistas, quesque investigadores, todo mundo se queja de sobreexplotación e injusticia remunerativa. ¿Yo? Mejor te platico de don Carlos: “para mí esto, las doce horas diarias que me paso yendo de y hacia el aeropuerto, son un maravilloso pasatiempo. ¡Me gusta lo que hago!”, y puso tal énfasis a su afirmación que no dejaba resquicio para duda.
Un trabajo lleno de oscilaciones y en el que las ganancias dependen de las vueltas. Algo así como los profesionistas libres a quienes si no cae la chamba la ganancia no llega. Y luego comenzó a platicarme de su barrio, Popotla, y de haber crecido junto a un símbolo que, ¿te acuerdas cuando un borracho le prendió fuego a esa reliquia entonces aún viviente de una Nochetriste? Si esa triste noche la selección visitante ¡hubiera! sido derrotada por los locales… Pero acuérdate que el “si hubiera” no es sino el subjuntivo lamentable y estéril inválido en la historia colectiva y en la personal. Fueron las cosas como fueron –Cortés perdió tropa y varios dedos en la batalla–, y en Popotla aquel hombrón de guerra ¡lloró! Y para don Carlos le significaba haber crecido junto al ahuehuete, símbolo de su barrio. “Yo quiero esta ciudad, que claro podría ser mejor, pero conmigo ha sido buena”, me decía mientras circulábamos por un dominical, solitario y federal distrito. ¿Cuántos has oído que se expresen aquí, allá, donde sea, pero que hablen bien de la ciudad en la que habitan? ¿Que qué pienso yo de Guadalajara? El caso es que le pregunté si nunca había sido víctima de asalto o cosas por el estilo: “la verdad, sí. Un día me robaron pero la culpa fue mía”, y de corrido pasó a contarme que lo embaucaron con el truco de “la bolita”. ¿Nunca has visto a esos prestidigitadores con sus tres tapaderas y la bolita, auxiliados por el palero? El anónimo competidor gana y gana… pero en el momento en que le’ntras, la bolita nunca vuelve a aparecer, y luego de un inicio triunfal que hace que suba el monto. Te advierto que muy pronto los verás aquí en la ciudad, desplumando incautos, como a don Carlos, el de “me robaron porque quise…”, y luego con una sonrisa elogió la capacidad prestidigitadora de los tramperos, quienes con prestos-dígitos –“dedos rápidos” y dicho en latín–, derrotan la vista del incauto. Luego de esa rodante cátedra de optimismo, y luego de instalarme en hotel tan de medio pelo como céntrico, me eché a andar y a re-ver lugares muy vinculados con la hechura histórica de la suavepatria ésta tan áspera para algunos. Fui a dar al Panteón de San Fernando donde yacen liberales, conservadores y aun bajo la custodia en su catafalco de un ángel negro, Vicente Guerrero, procedente de la negritud costeña del Estado que ahora se llama como él. Desde el mausoleo de Juárez, quien era un convencido de que la República era el mejor sistema de gobierno, pero que no podía funcionar sin él, hasta Juan de la Granja, que a mediados del siglo XIX experimentó con una tecnología insólita y avanzada: el telégrafo, que luego quedó olvidado y se convirtió en producto de importación.
Después de un rato en San Fernando me eché a andar por lo que fuera la Calzada México-Tacuba y por donde pasara en desbandada el desfile de la nochetriste y que ahora se llama Avenida Hidalgo. Me llamó la atención el tumulto feligrés en el templo de San Hipólito, y pregunté el motivo: “es la víspera de la fiesta de San Juditas Tadeo…” (algún día te contaré de este templo y de lo que allí ocurrió). Y ya enterado descubrí que adjunto a la que sería la Súper Secretaría de Hacienda, está ahora el recinto juarista o la reconstrucción de las habitaciones del benemérito situadas en el ala de Palacio donde murió y que está en reparación; allí su mascarilla póstuma y sus insignias masónicas, el tálamo nupcial y aun una bacinica o vaso de noche. Más delante el Franz Mayer, museo espléndido y la plazoleta de la Santa Vera Cruz, con mi patrón San Blas (soy del mero día de San Blas, patrono de los males de garganta). Adjunta la Alameda, rebosante de humanidad basurienta y festivamente dominical. Ir, andar, ver para tener algo de qué hablar contigo…
San Juditas me tenía una sorpresa. ¿Te fijas que hasta en cuestión de santos, hay modas? Más temprano que tarde decidí tratar de ir al país de los sueños y a fin de estar fresco para la entrevista del lunes. Primero una especie de rezos musulmanes, luego cánticos religiosos, después una cohetería escalonada con toda precisión que atronadoramente me hacía brincar de la cama cada hora; cánticos, rezos, cohetes, zancudos, mariachis, y para coronar la insomne noche, justo a las cinco de la mañana, ¡una banda de guerra! ¿Nunca has oído los exquisitos acordes de tambores y cornetas a esas horas? Delicia para el trigémino. La víspera de San Judas en el templo de San Hipólito, justo frente al hotel; el regocijo de unos es punzada para otros.
A mí me supo a la noche del Iscariote, de insomnio sin libro, y pensando en un taxista amante de su ciudad. Estas monstruas son difíciles de querer, ni duda, pero ¿cómo hacerlas más amables? Dímelo tú. Y no me preguntes por qué no pude parecer un ente racional en la entrevista del lunes en la que hasta un castring me hicieron. ¿Se dice así? Lo mismo da, yo estaba más dormido que otra cosa. Ni modo, otro día será.