Y Luego…
Por Alvargonzález; 2 de enero de 1997
El calendario… ¡cómo pesa! Pero los enterados señalan que para pesado ¡el azteca! ¿Cuántas toneladas pesará? Si lo averiguas, me dices, porque lo que es yo, solamente cargo el Gregoriano.
Pesan y pesan los calendarios. Al inicio del año novedosísimos, intrigantes y retantes, y al final, un objeto más para desechar. La ventaja de ser adulto es que en cosa de un par de días se acostumbra uno a escribir el nuevo número, cuestión que para adolescentes y aun jóvenes, toma incluso semanas para que la mente registre el paso del tiempo envuelto en esas columnas o hileras numérico-alfabéticas llamadas simplemente Calendario. ¿Cuántos y de qué tamaño te han dado en esta vuelta de año? Antes, te aseguro, daban más y más espectaculares, pero ya ves los tiempos de angostura que vivimos, y eso se refleja en tantas cosas…
Hoyendía tan fácil como imprimirlos en serie, con los meses de 30 y 31 días inequívocos e indudables; en caso de ser bisiesto, un día adobado a febrero y tan tan. Fácil, digo fácil se hace poner en tinta y papel lo que es, mirándolo bien, una proeza del pensamiento milenario. ¿Cosa de romanos? Me temo que en parte, funcional e innegable, sí.
Calendas llamaban ellos al primer día de cada mes y que originalmente se iniciaba en marzo; diez meses que concluían con el décimo (vaya obviedad) denominado como ahora se llama el 12: ‘Decembre’. Pero a 708 años de la fundación de Roma, ya era claro que ni con el haber convertido en inicio del año a ‘Ianuario’, ni con ajustes más teológico-sacerdotales que astronómicos, los solsticios y los equinoccios no coincidían con las fechas hipotéticas de cambios de estaciones anuales. Así, cincuenta años antes del inicio de la Era Cristiana, Julio César puso a trabajar a astrónomos y matemáticos, que con sus ajustes realizaron el Calendario Juliano. ¿Innovaciones? Añadirle dos meses, si bien poco innovador es constatar que el culto al jefe viene de muchos siglos atrás: Julio y el Augusto –agosto–, nombres imperiales que fueron prendidos a la marca del tiempo.
Hipparchus, uno de los calculistas del César, previó que el desfasamiento con respecto a la hora astronómica marcada por el sol (diferente a la hora civil que utilizamos todos), sería compensada perfectamente por la bisextalidad con respecto a las Calendas Martias, o al inicio de marzo, y colocada en febrero, más sin especificar con precisión cada cuántos febreros. Así, el año 46 A.C. fue denominado ¡el último año de la confusión! (envidiable nombre quizá todavía apto para un año de estos que corren), y por fines de ajuste “definitivo”, duró 445 días.
La ambigüedad de las bisextalidades o bisiestos, como les decimos tú y yo, dio a la larga por resultado que en el siglo XVI ya había once días de desfasamiento entre las fechas calendáricas y los solsticios y equinoccios. Y como todo hay que entenderlo en su tiempo, así es preciso asomarse a la última y definitiva modificación del calendario que norma nuestras vidas; nuestras convencionales existencias.
Claro que en un arranque de ultra patriotismo quizá te pareciera conveniente que se girara iniciativa al Congreso para que retomáramos el Calendario Azteca como normativo del tiempo nacional. El monolito, como tal, debió haber sido comprendido sólo por los sacerdotes, y eso en el ambiguo caso de que haya sido calendario y no piedra de culto solar. Supongamos también que los 17 meses hayan sido muy precisos, pero esa reconversión al aztequismo, creo que vendría a complicar más las cosas que bastante complejas son. Me dirás que el pueblo judío contabiliza a la fecha 5,757 años contados desde el nacimiento de Abraham. Sí, pero es una contabilidad simbólica y ritual que no interfiere con las fechas que marcan en sus transacciones financieras los magnates de tan respetable pueblo. Ni tampoco los petroleros musulmanes operan a futuro con el 1418 que marca el calendario musulmán, y a partir de hégira o huida de Mahoma de la Meca a Medina.
A pesar de haber nacido en el 16, el Calendario Gregoriano se impuso como rector universal del paso del tiempo: de la conciencia de su fugacidad… con toda precisión. Puede ser que el Papa Gregorio XIII haya aprovechado aquel desfasamiento de fechas, para tratar de reforzar su imagen de autoridad universal. Pero más allá de los motivos subterráneos, la justeza del trabajo astronómico y matemático de individuos como Luigi Lilio y Lucas Gauricus, es tan innegable como el hecho de que nos acompañe esa herramienta mortal por necesidad, llamada a secas “Calendario”; y que el tuyo y el mío marcan los mismos días y los mismos meses, que tú y yo, claro, utilizamos en forma distinta.
Siglo de cisma; del Protestantismo y de la intolerancia mutua. En marzo de 1582, el Papa Gregorio hizo saber a todo mundo que en octubre iba a verificarse un ajuste necesario: el día 5 se convertiría en 15, y que serían bisiestos aquellos años cuya cifra fuera divisible exactamente entre cuatro; o en caso de ser número cerrado –el caso del 2000–, cuando las dos primeras cifras fueran divisibles también entre cuatro. El ajuste fue aceptado por todos ¡los católicos! Pero ¿cómo el mundo protestante iba a aceptar algo surgido del papado? Tuvieron que pasar casi dos siglos para que sigilosamente reconocieran que más allá de una cuestión teológica, era aritmética innegable, en un mundo eminentemente agrícola necesitado de saber con precisión el inicio de los ciclos.
Los simpáticos e iluminados franceses de ese XVIII quesque pura luz de inteligencia, en el clímax de su arrogancia (Dios habla en francés, en caso de hablar), arremetieron contra el romanismo teológico oculto en los nombres de los meses y los días: ‘Brumario’, ‘Mesidor’, ‘Termidor’, ‘Vendimiario’ y demás ingeniosos nombres, si acaso duraron hasta 1808.
Maravillosa obra del pensamiento humano, esas sencillas páginas que marcan el paso del tiempo. No nos queda más remedio que tratar de disfrutar ¡el calendario, mientras no pese mucho!
Táte bien.