Y Luego…
Por Alvargonzález; 20 de marzo de 1997
Va Ortega al zoológico, los ve y llega a la misma conclusión a la que llegamos tú y yo cuando los vemos: nos parecemos tanto… Claro que Darwin patentó la idea, pero ya que lo hizo no resultó sino una obviedad desoladora igual que tantas que enmarcamos tú y yo bajo el rubro ese de: “se veía bien clarito… no entiendo cómo no lo veía bien clarote”. ¿No te ha pasado a ti? Sí, eso de estando todo tan claro no verlo hasta que bien claro se ve, a veces con luz demoledora. Ya ves, de que pasan las cosas, pasan.
Por cierto, y por ganas de clarear algo, te advierto que estoy hablando de changos. Y por ganas de seguir complicando las cosas te cuento que lo contrario a eso –aclarar–, es precisamente “asombrar”, o poner bajo sombras. Buendía (nunca se sabrá, como tantas otras cosas misteriosas en la Historia, quién lo mandó asombrar a punta de pistola), en sus columnas jugaba con un término contrario a las tales aclaraciones; él les llamaba oscuraciones, y percibirás por qué: porque lo contrario a la caridad no es otra cosa que la oscuridad. Oscuramente insisto en que hablo de changos, y por la simple razón de que creo es un asunto de profunda in-trascendencia, como tantos otros que me da la oportunidad de tratar este diario. ¿Le seguimos oscurando?
Vuelvo al comienzo ese de que Ortega fue y los vio, y llegó a una conclusión pasmosamente –sí– pasmosa. ¡Se parecen tanto a mí! Y no digo a quién más, porque no se trata de que nos faltemos al respeto. ¿A ti no se parecen los changos?
Dónde que andando mundo se me ocurrió llevar a mis pequeñas (entonces) hijas (todavía) a conocer París. El error fue que era invierno, mordiente invierno europeo y si le sigues verás que el asunto viene a cuento. Sucede que en el Siglo XIX se dio la batalla frontal entre dos civilizaciones del inverno largo; hijas del frío y mucho, entre octubre y mayo. Por decirlo de alguna forma, la civilización londina (¿‘what’?) trataría de arrebatarle a la parisina (¿‘qui’?) el derecho lingüístico a pregonar la verdad científica y si te asomas a cualquier pantalla dictadora de eso –“verdad”–, advertirás quién ganó la confrontación de lenguas. ¿Ya te vieron la cara de ‘qui’ o de ‘what’? Lo mismo da, porque la misma cara nos siguen viendo…
Pero te contaba de mi muy desfasada gana de llevar a las hijas a conocer París con nevazos y ventorros frígidos. Y así, dentro de las pugnas del “yo primero” entre londinos y parisinos, los uno y los otros pregonan la idea de haber inventado eso de exhibir animales enjaulados, fuimos a dar al primigenio zoológico de un Lutecia que comenzó siendo primera luz para ahora seguir siendo ¿segunda? ¿Si te dan a escoger entre becas para estudiar inglés, francés, italiano, alemán, holandés, ruso, o albano, cuál escogerías? ¿Yo? Una para estudiar chino, pues con el español, son los idiomas que hablan dos tercera partes de la humanidad. Pero creo que hablábamos de changos y zoológicos, y no de la domesticación lingüística que padecemos.
Jaulas, muchas jaulas en aquel zoológico, era con una peculiaridad sigloveintesca: con dos vistas, una interior y otra al exterior; una hacia cobertizos calefaccionados, y otra hacia el invierno europeo desconocido por muchas de las darwinianas especies. Taba tan frío el mediodía que mis hijas decidieron ¡enjaularse! Pero… un añadido más: meterse en el ambiente de los felinos, ¡horrible hedor! Quién sabe por qué, pero los simios; dentro del lado con calefacción de los changos, que poco se asomaban al París nevado de enero. Creo que la decisión fue menos olfativa que contemplativa. Se parecen tantos a… y a veces hasta viéndolos por atrás.
Ortega y Gasset se compadeció de ellos. “El ser humano es el único animal de la creación capaz de ensimismarse”. ¿‘What’?
Alguna vez vi de lejos –eso significa TV– a unos representando el papel de millonarios en una serie de esa visión lejana y pantallante. ¡Lo hacían magníficamente! Tenían una cara de bestias confirmantes de aquello del: “si quieres hacer dinero, del libro mantente lejos…”. ¿Papelazo el que hacían?
A los orangutanes de aquella serie que transmitió la BBC, se les veía una gran seguridad empresarial (siempre andaban en limusinas), pero un rostro expresivamente iletrado. Me cautivó tanto aquella amarillista emisión (los orangutanes tienen la pelambre amarilla), que empecé a pensar en los daños cerebrales que me habían ocasionado las tales letras incapacitoras de mi otro hemisferio sesual.
Encerrados familiarmente y por el invierno parisino en la parte cálida de la jaula de los simios, los tales orangutanes me cautivaron por su humanismo. ¿Humanismo o humaneidad? Tan parecidos… Pero tan encerrados y ¡sin capacidad de ensimismamiento!
A eso iba, a la observación de Ortega y Gasset (y te juro que después de una pomposa reunión interparlamentaria México-España, un cronista trabajando para prestigiada y soleada cadena de diarios, citó a dos filósofos españoles, uno Ortega y el otro Gasset), pues el único Ortega y Gasset, afirmó eso que la única diferencia entre los simios y el ser humano era precisamente la capacidad de en-si-mismamiento. ¿‘What’? Ensimismarse es todo un arte; tanto como pensar en silencio…
Es lo único que se han encargado de quitarnos los quitadores de posibilidades de construir el futuro armónico. ¿Quiénes? Que te lo digan analistas calificados, que yo no soy eso, sino narrador de vivencias. ¿Cuaresma? ¿Semana Santa? ¡Debemos recuperar el silencio ensimismante!
¿Ensimismado o enajenado? Buena pregunta la que me haces, y peor respuesta te doy: la vida es un proceso de enajenación que debe proceder del ensimismamiento. Fácil, y tan difícil como el perdido arte de reflexionar; de adentrarse en uno mismo para luego darse a los otros. Uno no se lleva de este mundo sino lo que da… ¿Das? Eso es enajenarse, pero también lo es despojarse de uno sin ser nada. Si algo entiendes luego me dices, porque entre más pienso en los orangutanes, menos entiendo de sus darwinistas parientes humanoides.
Sucede que corre el tiempo corriente. Me dirás que soy anacrónico si te cuento de aquella cuaresma cuando el silencio de la ciudad no era interrumpido ni siquiera por las campanas de los templos. ¿Edad media? No. En los sesentas reventó el ruido del transistor que hace ahora impensable la semanasanta en la playa sin el compacto roquero o banderante. ¡Muera el silencio! Y ¿la reflexión cuándo murió?
Para saberse enajenar hay que saberse ensimismar. ¿Pensar?
En las civilizaciones del invierno largo, el pensamiento se da añadido; son civilizaciones solitarias, ensimismantes. Prescindiendo de dogmas, los hijos del trópico somos exorbitantes y vociferantes. Esa era la función de la cuaresmática semanasanta: pensar en la vida.
Ahora, sumergidos en el ruido del bandorazo, tenemos muchas probabilidades de seguirnos pareciendo a los… simios. Pobres, te digo, no tienen la capacidad del ensimismamiento… Eso dijo Ortega y Gasset, e insisto en que mucha claridad produce meterse en la propia oscuridad. ¿Qué susto? Por eso tememos ensimismarnos. ¿Viva el reventón? ¿Reventar?
Táte bien, y luego te busco.