Y Luego…
Por Alvargonzález; 27 de marzo de 1997
Uno advierte las ofensas del calendario en la medida que se descubren arrugas en el rostro… de los amigos. Y ello tuve la oportunidad de corroborarlo el otro día en que nos reunimos un grupúsculo de sobrevivientes de los varazos michelinos. ¿Que qué es eso? ¿Nunca te había contado que poco antes de cumplir cinco años me vi obligado a interrumpir mi educación porque mis padres me echaron a la escuela?
Sí, allí en lo que entonces era calle de Hidalgo estaba el Kínder de las Michel; y allí, recién estrenados los cincuentas –década del quebranto secular–, comenzó a desarrollarse mi particular alergia a las aulas que espero se cure dentro de dos o tres reencarnaciones.
Lupita, Merceditas y… se me evaporó el nombre de la otra; eran las tres señoritas Michel. Maestras de vocación y preclaras hijas de su tiempo enmarcado en una consigna mal copiada por alguna academia de inglés contemporánea: “o aprendes, o aprendes”. Un sistema cuya única flexibilidad era la silbante vara que manejaban también con maestría inusitada y entre medieval e islámica. En el comienzo de mi falluca carrera académica –y debo ya confesarte vergonzantemente que carezco de título alguno–, me vi entrampado en un círculo vicioso: me negaba a entrar al kínder “porque pegan, má…”, y como me negaba a entrar, ¡a varazos me metían! Te digo, de milagro no he caído en el divino diván y quizá pase por normal (para quienes no me conocen con toda mi capacidad de caer en círculos viciosos, con lo que ello signifique o deje de hacerlo).
¿La ciencia con sangre entra? Ni letra ni ciencia, y esa no era la consigna de las señoritas Michel, pues la vara flexible la manejaban con tal maestranza que sólo verdugones dejaba. Sangre no.
Los calvos (“¿cómo querías que te reconociera si hace cuarenta años todavía tenías pelo?”), los fisicúlturos canapintada (“tás igualito –sin añadir el pensado–… de petulante”), los panzonotes como yo, abandonados a la ley neoliberal del ps’ai-se-va: los de anteojos –antiparras les decía mi abuela– pa leer y los que los usan de tiempo completo. Los que escucharon y aceptaron el mandato de “hasta que la muerte los separe” y los plurinominales; los que ya son –somos– abuelos y los recientemente estrenados en el arte de la paternidad, a pesar de las provectas canas. En fin, los que ni tienen que pensar en Afores, y los que nos tenemos que preguntar sobre las escasas probabilidades numéricas de alcanzar el júbilo en edad de jubilación. Un gran universo de contrastes en un grupúsculo de poco más de treinta sobrevivientes iniciados a varazos en la senda del interminable aprendizaje. Una treintena de recuas que, meses más o menos, hemos cumplido los cincuenta, canas más, canas menos, arrugas más que menos…
No podía faltar una foto testimonial de aquellos años; una foto en donde también, claro, aparecen los que ya encabezaron el desfile hacia la zona del silencio. Inevitable que unos antes y otros luego. ¡Ay, calendario, cómo pesas! En el álbum, también, las fotos de las señoritas Michel, devotas amantes de su quehacer y que bien lo hicieron. ¿Sabes algo de jardinería?
Frecuentemente veo allí por López Cotilla (calle con nombre de mentor), unas casas construidas en los treintas y con jardincillo al frente; son tres y juntas. En la primera se ve que les echan agua a las plantas pero también se nota que no les dedican mucho tiempo. Verdea pero sin mucha galanura, a lo bruto. En la que sigue se nota dedicación aparte del riego: flores, un arrayán, una enredadera, y un pequeño pero bien cuidado tapete de pasto revelan el esfuerzo de sus cuidadores que arrancan, podan, fertilizan y enderezan plantas. La tercera casa debe tener años de abandono, y el “jardín” es un matorral en donde incluso ha brotado un huizache, y en donde si algo florece es la basura. Una pobre enredadera de alhelí quizá se nutra del sereno nocturno para seguir ensayando sus flores que le salen de cuando en cuando, desnutridas de color y aroma. Tres jardincillos que me hacen pensar en Vasconcelos y en las Michel. ¿Has oído hablar de José Vasconcelos? Sí, el fundador de lo que ahora se conoce como la SEP, y luego de quesque acabara la Revolución.
Vasconcelos no le llamó así, pero le podemos denominar tú y yo la teoría “jardinera”. Fácil: si dejas que el jardín crezca como le dé la gana, va a resultar en todo menos en eso. Aunque le eches agua, la resultante será inarmónica y más caótica que orgánica. Para que un jardín sea eso, se requiere podar, replantar, quitar plagas, enderezar y torcer. Ahora recuerdo aquellos jardines ingleses del “nomás los hemos podado y regado… durante los últimos cuatrocientos años”. Es tan fácil como decir que, para que el jardín sea bello, se requiere una cierta dosis de ¡violencia! bien administrada; una cierta dosis de mano dura (ponte a jardinear y verás que se te encallecen las manos), y una buena dosis –cuidando– de intolerancia. Recuerdo también que la Inglaterra, marcapaso educativo, cambió del sistema lancasteriano de las Michel al facilón del “vengan a ver qué aprenden mientras juegan”. Y en esa angliaterra que abandonó el sistema jardinero educativo, me tocó leer en los periódicos de casos tan hermosos como que los maestros debían llamar a la policía para que les ayudara a poner orden en las escuelas donde los derechos humanos impedían ya el uso de la palmeta disciplinaria, convertida en vara por las diestras y michelinas manos.
Allí por la calle de Hidalgo, el Kínder de las Michel. Y a 45 años de haber ingresado, a Reynoso (todos nos llamábamos por el primer apellido) se le ocurrió que podíamos juntarnos en el restorán del Chaparro Navarro (quesque Hacienda), a ver alopecias y arrugas en las cabezas ajenas: “… cómo se pasa la vida, cómo se pasa el tiempo…”, tan ¡volando!
Reformas van y reformas vienen a los sistemas educativos nacionales, y la percepción de que estamos en un país maleducado prevalece. ¿No? Pero no es que cordilleras, valles y montañas padezcan de mala educación; en todo caso somos los paisanos quienes adolecemos de ello. ¿Buenas educadoras las Michel? Enérgicas, rígidas, devotas a su vocación. Tal vez hayan despertado en mí aquella alergia a las aulas; pero también despertaron en mí la convicción de que no es posible aprender sin esfuerzo y disciplina. Saber, más que un juego, es una proeza atlética retante. Ese término trasplantado del alemán –Kindergarten–, asumió su más puro significado en aquella casa de Hidalgo, en donde el jardín de la imaginación infantil no se dejaba crecer a lo bruto.
Táte bien y luego… te busco.