Y Luego…
Por Alvargonzález; 3 de abril de 1997
Hace mucho que no voy a fiestas (todo su tiempo tiene), pero cuando lo hacía, si me daba por hablar de vidas ajenas, no faltaba quien dijera que yo era un chismoso; y si, por el contrario, me daba por contar mi chata biografía, entonces se me tildaba de ególatra. ¿Chismoso yo? Lo suficiente. ¿Ególatra alguien que tomó un curso de autoestima y tan bien le fue que cayó en la auto idolatría? No es mi caso, claro, porque ni de curso necesité…
Eso dicho como advertencia de que hoy (y si no concluyo luego le seguimos) mi intención es contarte algo muy íntimo; tan personal como la historieta de un amantazgo que considero incluso prematuro. En el que sucumbí quizá fuera de tiempo y no sé si también fuera de lugar.
Apenas ayer me’nteré de que a Cande “le pegó un embolio”, y tal cual me lo dijeron. Por su parte Ramona ya hace años que está prácticamente inmóvil, debido a la artritis furibunda y deformante. Ambas viven allí en San Lucas, para el viento de Cajititlán, y ambas tienen algo que ver en ese mi asunto amatorio que a lo largo de mi vida profesional ha tenido sus bajialtos o altibajos; sus dulzores y sus amarguísimos, igual que toda relación pasional. Ellas aparecen en mi vida allá por los cincuentas, y en una Guadalajara que no era ni mejor ni peor, sino distinta: silenciosa, cachorra y ampliamente respirable.
Sucede que allá por el cincuentaitantos fue la gran sequía, y la falta de agua se convirtió en oscuridad nocturnal, debido a que sin agua, la entonces Compañía Eléctrica de Chapala no podía generar una gota de electricidad. Seco Chapala, seco el Santiago, seca la ciudad y a oscuras… Te advierto que aún no llegaba la televisión a la ciudad, y ese dato es fundamental en mi recuento del amantazgo, porque podrás entender que ésta era una ciudad eminentemente radial; que vivía con la oreja más o menos pegada al aparato y para enterarse de lo que ocurría más allá del entonces enorme Valle de Atemajac, hoy devorado por la pequeña monstrua en que vivimos. O tratamos de hacerlo, ¿tú no?
Qué quieres, te lo confieso sin remilgos, que desde muy temprana edad comencé a enredarme amatoriamente con ella, pues me parecía inspiratriz, convocante, provocante y –básico– misteriosa. Atractivamente misteriosa. ¿Dónde y quién le guiaba para decirme tantas, tantas cosas tan cautivantes? La Radio, doña Radio, ondulante e incierta con esas cualidades tan femeninas, muy distinta al radio –escrito con minúscula–, este último un armatoste lleno de tubos que se teñían de rojo antes de que se produjera cualquier sonido. Sí, una cosa mayúscula doña Radio, y otra el aparatejo, muy distintas, y lo aclaro porque espero no hayas pensado que caí en amantazgo fetichista con una caja llena de bulbos y alambres.
Fui presa fácil de la egregia Dama de Compañía, que en aquellos cincuentales tiempos aún era inmóvil, anclada por un cordón que le obligaba a estar cerca de la pared y del contacto. Todavía Shoeckel y sus secuaces no popularizaban su mínimo invento de postguerra: el transistor, que le quitaría al aparatejo sus ataduras y haría multipresente a la doña (ahora tan malquerida por otros, que no por mí). ¿Crees en las intuiciones? Si quieres creerme, bueno, y si no de todas formas te cuento que aún muy pequeño pensé que algún día podría estar yo en ese otro lado casi mágico en donde se fabricaban los sonidos que llegaban hasta el aparato familiar. ¿Servirán las ensoñaciones infantiles como fundamento vocacional? Si tienes algún conocido sabedor de sicologías, pregúntaselo y me dices. Ahora lo puedo racionalizar y poner en forma elegante eso de que siendo niño soñé en que podría alcanzar el ¡privilegio! de ser emisor y no sólo receptor. Enorme privilegio que la vida me ha concedido, como te decía, con bajialtos y lo contrario: altibajos.
Un buen día, ya hace casi 25 años, comencé a experimentar el vértigo hermoso de volar con la lengua desde una antena. Vértigo que con todo su atractivo me parece incurable. Pero ¿y qué tienen que ver con eso Cande y Ramona?
Pues te invito a que imagines aquella ciudad en tinieblas y reseca de los cincuentas. Para mí lo peor no era la falta de luz, sino el silencio radial nocturno; el ayuno de aquellos historiones radiofónicos que nutrían mi imaginación con sólo voces, ruidos y compases musicales que –como en el caso de la vida infortunada de Carlota y Maximiliano– mi mente construía los escenarios y fabricaba los rostros de los personajes. Y fue en esas circunstancias en que Ramona y Candelaria –ayudantías amables de mi madre y de mi abuela Aurora–, en la oscuridad de la noche, me otorgaron la maestría en Ciencias de la Comunicación, y antes de cumplir yo diez años.
Refútame por favor si me equivoco, pero según lo que aprendí de ellas, todas las quesque Ciencias de la Comunicación y sus diezmilmandamientos, se reducen a uno sólo: decirle algo a alguien. ¿Te he dicho algo a lo largo de estos minutos que te he quitado?
No es que lo hubiera entendido en aquel memorable momento urbano y personal. ¡Qué va! Pero creo que la educación es un proceso metabólico, y en cierta forma intestinal, en el que se va absorbiendo lo nutricio y desechando lo inútil. Así, al paso de los años y al ir procesando mis aprendizajes, me di cuenta de que los relatos de Candelaria –con ese luminoso nombre– y de Ramona me hicieron caer en la cuenta de que la función más egregia de doña Radio era precisamente su posibilidad contante y acompañante inspiratriz. La posibilidad de fungir como doña de compañía, emérita y formidable. La voz de aquellas muchachas, las inflexiones que daban a sus relatos de leyendas y tradiciones que ellas tal vez escucharon en sus pueblos, resultaba más encantadora que la recepción de un aparato que con su onda tan mediana traía voces del más allá.
Un buen día, galopando mi calendario, decidí treparme a una antena a hacer justamente lo que aprendí en aquel oscuro curso de Comunicación. ¿Ciencias? Más bien pienso que es una encantadora artesanía.
¡Decirle algo a alguien! Así de complejamente sencillo. ¿Decir qué? Fue como si durante años de deambular por entre libreros y libros hubiera estado tratando de llenarme de palabras para luego re-contarlas. Luego el enorme y fatigoso trabajo de… ¡solicitar trabajo! Nadie quería prestarme una antena para ensayar mis decires, hasta que una afortunada tarde, y desde el Tecnológico de la Universidad de Guadalajara –en una emisora enferma entonces de algo vergonzante: de impotencia–, me eché a volar. ¿Con qué? Con la lengua.
Los años transcurrieron, y con ellos la sesera se me ha nutrido de otras cosas por contar; y con ellos la llamada “experiencia” que no es otra cosa sino la suma de errores que va cometiendo uno. ¿Tú no? Antenas de diversa envergadura: Londres, España, Estados Unidos, en ese México que tiene apellido –DF–, y vuelta a Guadalajara.
No es fácil que te permitan acceder al privilegio del hertzio volátil, y te lo digo por eso: por ¡experiencia! Menos fácil aún si te empeñas en usarlo no para el vaciamiento o la vacuidad, sino para tratar de decir algo bien simple: tú y yo tenemos una infinita hambre de saber. ¿Sabes? Y si intentas llenar ínfimamente eso valido de una antena, los del marquetín vendrán con el consabido: “mira; si alguien prende el radio es pa’ntretenerse, no por otra razón”.
Táte bien y luego te busco. Sí, luego te cuento algo más de doña Radio.