Y Luego…
Por Alvargonzález; 1 de enero de 1998
Veo, oigo, toco, huelo y escucho, de lo cual puedes inferir que no soy un discapacitado sensual; o sensorial, si prefieres denominarlo con un término que se preste menos a malos entendidos. Imagino que en ese aspecto nos parecemos tú y yo: en el hecho de tener instalados cinco sentidos más que menos funcionales y menos que más atrofiados o adaptados al progreso como pueda ser en el caso del olfato que te aseguro ha perdido capacidad de captación debido a los olores artificiales creados por el modernismo galopante. ¿Aromas? Yo no dije eso.
Vemos, oímos, tocamos, olemos y escuchamos; además de eso hablamos. Y hoy me ha dado en platicar contigo algo acerca de la sensorialidad –sensualidad, que es lo mismo que lo otro pero dicho en forma más gozosa–, por cuestiones del tiempo; o de los signos de los tales tiempos que corren.
Algún día, hace algunos años, anduve metido en el ajo de las traducciones, oficio transportante y maravilloso. Traducciones que implicaban, estrictamente, poner escritos en otra lengua, y fue durante esa etapa que percibí que de hecho –y en un sentido muy amplio y apasionante–, todos, todos los días somos eso: traductores e intérpretes; en ocasiones acertadamente y en otras no tanto. ¿Te salen bien tus traductointerpretaciones? Te advierto que en el mundo de las letras y en el de la diplomacia, son cosas distintas las tales “traducciones” y la labor de “interpretar”, y esa diferencia espero la adviertas también en el proceso diario y sensorial de desciframiento de signos ajenos.
Eso es la traducción de escritos: poner en metraje comprensible –para otros–, lo que permanecería ajeno en su lengua original. ¿Textualmente? Es allí donde comienzan los problemas, porque no he conocido traductor (o simple copista, reproductor de textos) que no sienta la imperiosa necesidad de ayudarle al autor. O sea que la hipotética “objetividad” siempre está en sujetos muy así: “subjetivos”. Alguna vez, antes que me lo depilaran con todo y auto, tuve un valioso libro llamado “Los márgenes de la Edad Media”, en el que una acuciosa y simpática recopiladora había congregado los ejercicios caligráficos ensayados por los monjes copistas precisamente en los márgenes de las páginas, y como divertimiento a su pesada tarea. ¡Cada cosa que aparecía allí, y alguna de mundana sensualidad! Pero puedo asegurarte, por propia letra intrascendente que ha pasado por copistas, que no resisten la tentación de auxiliar y no sólo escribiendo sus comentarios en el margen.
¿Interpretes? Sucede que al finalizar la quesque Gran Guerra ese del bombón atómico, los vencedores debían “juzgar” a los vencidos. Si se hubieran puesto a hacer papelaje con testimonios y defensas, seguro todavía estaría en su apogeo el Juicio de Núremberg. A fin de acelerar las cosas surgió con toda su actual jerarquía política y aun económica, el puesto de intérprete que a toda velocidad deposita en el oído del interesado lo que dice el otro interesado. Es una actividad profundamente desgastante, y hasta donde conozco la rotación de personal interpretante en las reuniones políticas internacionales es de a lo sumo cada quince minutos. La simultaneidad exige velocidad, a diferencia de la traducción en donde los yerros o despegos a la letra original, pueden ocupar compases premeditantes frente a la máquina escritoria.
Pero vuelta con aquello de los cinco sentidos. Estoy seguro recuerdas la imagen de esos castillos medievales con su foso protector y sus puentes levadizos. Eso es, y eso son: los sentidos actúan como tales puentes para permitir el paso o bloquearlo a la exterioridad; los sentidos como vías de acceso de todo ese interminable material que debemos –a veces– traducir, y la mayoría de los casos, interpretar; y lo más pasmoso es que en no pocas ocasiones somos meros traductores de traducciones traducidas, y de interpretaciones reinterpretadas. Pero aun siendo así somos inevitablemente traductointerpretantes de la “realidad”; inevitablemente y gracias al enorme poder de captación de los sentidos… profundamente saturados de símbolos y elementos a los que hay que darles forma. ¿Te alcanza el día para asimilar el desfile noticioso de primera o de segunda mano? Por ejemplo: supongo que tienes a tu comentarista de cabecera de la “realidad nacional” que te brinda la “interpretación” correcta de los signos del presente; pero ya que te lo recetaste para iniciar el día, las noticias se van acumulando y despiertan inevitablemente al “yo” traductor e intérprete que tiene que esperar un buen rato para cotejar la propia interpretación con la del comentarista… ¿Darle forma a las noticias? Eso es la supuesta información, misma que la adquirimos de segunda mano por falta de tiempo.
Vamos por la calle y un olor lo debemos descifrar, en primera o en segunda instancia; los signos que guían el tráfico también, y cuidado con identificar el rojo como verde o viceversa; por el oído y los ojos nos penetran el alud noticioso y más lo interpretamos que lo traducimos, o tal vez guardamos datos para una digesta más acuciosa e insomninante en tono nocturnal.
Los signos de los tiempos parecen ser muy claros: padecemos –o al menos yo– de aplastamiento noticioso y sensorial. ¿Intencional? Tengo la impresión de que la atomización del intérprete traductor que todos somos es parte de un novedosísimo procedimiento en donde las multitudes rebasados por la informática sensorial –bien sensual–, nos refugiamos en un “no entiendo” lleno de noticias que sólo nos dan la impresión de estar bien enterados de todo… sin saber gran cosa. ¿Te acuerdas de aquello de Confucio? “El que habla no sabe; el que sabe no habla”. Si hablaran los que saben a dónde van a llegar con su juego de la “globalización”, tal vez yo entendería algo. ¿Tú no? Sigamos interpretando su silencio…
Es un gran poder saber el como interpretamos los mensajes, los sabios del márquetin lo llaman «códigos». Un mismo mensaje es codificado de diferentes maneras, dependiendo de las diferentes entornos culturales; es más importante clasificar al mundo por culturas que por países. Solo hay un código universal: el «UP»