De acuerdo con Benavente, o somos continuación o simple repetición de la Historia: ella sirve para ver si estamos repitiendo ‘ad nauseam’, lo hecho, o si del pasado aprendemos para no cometer los mismos errores.
La conquistolonia –esos tres siglos de gobernación española– tuvo errores y aciertos. ¿Qué más y qué menos? La evaluación precisa y objetiva está aún por hacerse (si bien te advierto que nunca alcanzaría una conclusión). Pero resulta profundamente anti funcional responsabilizar de todos los actuales males al hecho de que el país fue colonia dependiente –luego de la conquista– de la corona española, de un imperio que, como todos, al paso del tiempo se fue desgastando.
Te decía: el pasado es la única plataforma que tenemos o bien para lanzarnos al futuro con solvencia, o bien para entramparnos en un presente repetitivo y ‘falluco’. Negar que –en primera instancia– bajo los auspicios del monarca español se ‘fronteró’ la suavepatria, equivale a sustraer una pieza fundamental del rompecabezas y luego tratar de armarlo correctamente. ¡FRUSTRA! Imposible hacerlo.
En el nombre del Rey pueblas y ciudades, echando mano de un ritual cuasi litúrgico; ciudades y pueblas en lugares insospechados en la considerada ‘terra nullius’ (tierra de nadie). Con el español llegó la idea de municipios ‘ayuntante’; con un español precisa y puntualmente llamado Hernán Cortés, el tan demonizado villano cuya figura se suprime oficialmente o a quien basta responsabilizar de todos los males pasados, presentes y venideros para explicar nuestro ¿inexplicable? fracaso.
Es Cortés, el fugitivo de Cuba, quien, seguramente apoyado en sus magros estudios de leyes, revive una figura jurídica inexistente entonces en España y funda el primer ayuntamiento en tierras continentales americanas.
En 1519 y en lo que denomina la Villa Rica de la Vera Cruz, y cuya riqueza consistía más en esperanzas que en una realidad tangible aparte de la insania del trópico candente. Al construir el Ayuntamiento, éste revestido de autoridad, le reintegró una capitanía que le había sido destituida por el Gobernador de Cuba y así de nuevo su actuar conquistante se haría bajo el nombre del Rey Carlos I de España.
Aparte de la maniobra legal cuya magistralidad no podría provenir de una mente chata, es formidable el trasplante multisecular de una institución cuya institucionalidad está mucho más fundada en el Derecho Romano que en cualquiera de las leyes vigentes en España en el siglo XVI; una institución cuyo nombre es derivativo de las muy concretas labores agrícolas que requerían sumar la fuerza muscular –mediante el yugo–, a fin de trazar el surco. Al quedar uncidos los animales, quedaban adjuntados, o ayuntados. Esa era la intención del tal Ayuntamiento: la fuerza comunal, vinculada, articulada y dirigida hacia un mismo objetivo. ¿Se pueden trazar surcos en la historia? El que tiró Cortés (no lo nombres que’s pecado) fue tan profundo que aún perdura, pero ojo: es cierto que quebrantó leyes ¡para hacer leyes! De allí podrás deducir esta paradoja que llamamos simplemente México, tiene –sí– orígenes muy paradójicos y nada anormal en ello si recuerdas que unos perseguidos religiosos, los Puritanos, fueron la simiente original de la moderna madre patria continental tan altamente evangélica.
La institución municipal nació chocante y confrontada a un sistema monárquico absolutista dependiente en su totalidad de la voluntad de un Rey, respaldado incluso por las divinidades; desafiar al monarca equivalía a desafiar mandatos divinos. Toda testa coronada era vínculo entre el más allá teológico y el muy acá terrenal. Fue bien macha la decisión cortesiana y retante de leyes y dogmas.
Nominalmente, el AYUNTAMIENTO ha pervivido y a pesar de sus enfermizos orígenes, y su deficiente aplicación aún hoy en día. Pero, vuelta con lo mismo: un proceso de conquista que derivó en Colonia fundamental de la patria, tuvo errores y aciertos. Muchos y en ambos sectores. ¿Cómo te apellidas? Por simple cálculo estadístico y sin conocer remotamente tus apellidos, puedo asegurar que ellos son un resumen de ese proceso tricentenario que concluyó con la hipotética independencia nacional; y sin conocer tu historieta personal puedo afirmar con certeza que tus apellidos también son un resumen de los aciertos y errores que han intervenido en tu particular hechura humana. Deducción fácil, pues los padres erramos y sólo en ocasiones atinamos a hacer lo correcto en la factura de los hijos, quienes, al llegar a la edad madura, deben acomodar defectos y virtudes, los propios y los heredados, a fin de ser continuidad y no repetición. ¿Te acuerdas de aquello de que la historia o es lo uno o es lo otro?
Lo de los apellidos viene a cuento por el hecho de que negando nuestra procedencia paterna inmediata –y la muy mediata–, simplemente se llega a la negación tan infructuosa como estéril. Bien o mal hechos por nuestros padres, somos lo único que somos… y nadie puede suplantarnos en nuestro ser íntimo.
Gracias al ‘maistro’ Alberto puedo escribirte, y lo digo no tanto porque él me ha enseñado a manejar el teclado a alta velocidad –cuestión de práctica–, sino a su necia creencia de que algún día yo podría sojuzgar la sintaxis o la posibilidad de articular ideas letra-a-letra, o sea que cualquier mérito de esta escrita conversa se lo debo a “Valitas” –como le decíamos por su Valenzuela apellido–. O sea que si algo entiendes es cosa de sintaxis aprendida de él, pero aquella su afirmación tajante e ‘historiante’ de que “no me merece la categoría de ser humano todo aquel que no conozca el nombre de sus bisabuelos”, tal vez resulte punzocortante. ¿Sabes tú el nombre de tus tales bisabuelos, que en todo caso son ocho? ¿Y sus apellidos? Hube de investigarlos y casi aprenderlos después de la fulminante amenaza de mi creador literario cuya autobiografía denominó “Un Mexicano Cualquiera”, o sea como yo ¿tú no?
Un mexicano cualquiera llamado Álvaro, y cuyo padre le quiso montar el nombre de ALVARGONZÁLEZ, mismo que impidió el juez de paz en el registro civil (que no impide que las Jessikas y los Wolfgang Pérez se llamen así), fue descubriendo a lo largo de su historieta que la reconciliación personal y psicológicamente individual con la ancestralidad, es algo básico. ¿Te cuento un cuento radial o hertziano?
Sería allá en 1987 cuando tenía la osada intención realista de que todo mundo oyera mi voz. Por allí en cajas desbalagadas por muchas mudanzas deben andar cartas de cuatro, cinco más continentes que recibía en Londres y después del consabido ‘this is London calling to Latinamerica in Spanish…’ (esto es Londres llamando a Latinoamérica en Español…), con el que iniciaba sus chatas transmisiones el Servicio Latinoamericano de la BBC. Durante buenos años, maravillosos, me tocó llevar el que era programa príncipe: el de las cartas. En esa no tan remota era de las comunicaciones, no había medio de avaluación de las transmisiones transnacionales –vía onda corta– sino por las correspondientes cartas. ¿Quién, de dónde y por qué escribe? Era el tiempo de la frontera con la telefonía barata satelital, y la baratísima internecia con su gran cantidad de chatarra circulando por la autopista de la informática.
En aquellos declinantes ochentas, llegaban a Londres cartas, y mucho me emocionaba recibir todas aquellas que comenzaban diciéndome “Hola, Álvaro…”, desde puntos insospechados en el universo mundo.
Aquel año, como ocurre recurrentemente de año en año en Europa, el invierno fue feroz y encuadrado en el repetitivo estadístico del: “desde hace tantos años no ha habido uno como éste”. En la ‘apostativa’ y en la apóstata Londres las casas de apuestas o de apóstatas de los convencionalismos bancarios, habían abierto una variante: después de tres meses de agua y nieve, o al revés, y todos los días, ¿cuál sería el primer día sin lluvia o nevazo? Te digo: las bolsas de valores son hijas… del invierno y de las apuestas por la supervivencia.
Como “El Circulo” –programa captador de respuestas tricontinentales– lo nutría con retos, en aquella larga y chata-gris temporada invernal ayuna de sol, se me ocurrió solicitar del oyente anónimo ¡un rayo de sol! Las ingeniosas respuestas comenzaron a llegar, numerosas, y eso lo subrayo porque el nuestro Americano (sic) Continente Hispanoparlante no se caracteriza precisamente por la escribidura de cartas. ¿Cuánto hace que no escribes una carta dirigida a alguien que amas u odias y/o desestimas? Lo que pasa aquí, pasa en todas las orillas continentales tan analfabetas como poco escritorias. ¿Escribes? Casi apuesto a que no… Entre las respuestas suscitadas al concurso de “rayo de sol” vía correo, una me sorprendió más allá de crayolas, dibujos, estambres y otras aportaciones sobre cómo puede ser interpretado eso que tanto queremos tú y yo: LA LUZ (y el Sol, don Sol es justamente eso). En medio de la carta una transparencia fotográfica, con el mensaje: “éste es el sol que añoras”. Un sol espléndido surgiendo en medio de esa melcocha arquitectónica llamada Expiatorio, marca “templaria” inoculada en nuestra gozosa y ‘felicitante’ ciudad. ¿Sabes dónde está El Expiatorio? Yo sí. Como foto era esplendida, y como elemento remecedor, mucho más. No tengo que decirte que quien ganó el tan infabuloso concurso cuyo magro premio consistía en un birome con las siglas de la BBC –el señor Biro, y en Argentina, inventó lo que comencé llamando aquí en mis cincuentales años párvulos tapatíos “pluma atómica”–, fue un coterráneo mío. Coterráneo supuestamente Tapatío.
De paso por la ciudad, decidí ir a visitarlo. Lo conocí, y me mostró la azotea desde donde tomó la foto aquella del sol naciente entre las torres expiatorias, y me contó también algunos “pasajes” de su historia personal. No entró en detalles, pero algo me resultaba sospechosamente diverso a lo que apreciaba en primera instancia; su versión personal y biográfica, con un extranjerismo que me resultaba afectado, me parecían algo más simpático que creíble pero enmarcado en el ca’quien cuenta su vida como la quiera contar.
Andando las que entonces eran vacaciones, me encontré con alguien a quien narré aquella mundana vivencia (carta recibida y deseo de conocer al remitente), y mi interlocutor me refirió otra historia acerca del amigo incógnito del micrófono y recién conocido por el encuentro personal: dos versiones total y absolutamente divergentes: “Jorge fue un expósito al que crió el cura de…”. ¿Y toda aquella historia de extranjería perseguida, incluso con pigmentos de camposdeconcentración y… y… y…? Nervo, Amado, dijo que la mentira es lo que usamos para maquillar la chatéz de la verdad, pero en el momento que el maquillaje supera al divino rostro fundamental, ¡paf! El desplome.
Ya no de visita, sino de retorno a la suavepatria, decidí ir a visitar a Jorge; volver a conversar con él sobre aquel rayo de sol tan tapatío que así nos envió a la BBC. Llegué a la elegante torre de apartamentos donde vivía y pregunté por él. La respuesta me desconcertó en principio, pero luego entendí: “ya se fue…”. Al “¿A dónde?” que me salió de botepronto, la mirada y actitud del recepcionista le respondieron igual de REBOTE: “¡Al más allá!”.
Preguntando sobre detalles del cuándo y cómo, las vaguedades del encargado fueron más que suficientes para entender algo: lo encontramos intoxicado y lo llevamos al hospital donde…”. Mezcla ingeniosa de barbitúricos; mezcla ingeniosa de alguien que un buen día acabó pialado en su propio enredijo histórico, y sin saber dónde principiaba su mentira y en cuál punto su verdad.
La mentira es maquillaje de nuestra chata historieta, pero si se utiliza más allá de la dosis recomendada, ¡paf! Esa anécdota que me proveyó a larguicorta distancia del hertzio, es para mí conmovedora: su apellido lo cambió para integrarse a su ficción, pero acabó teniendo que acabar con su mentira insostenible más tiempo, y enredado en ella al quedar rebasado por la proporción verdad-mentira.
Peor te la cuento: si la historieta personal no fue sino cuadratura mínima y proporcional del gran ‘historión’ colectivo, ¿no te aterroriza el caso? Imagínate esa anécdota multiplicada y diciendo que alguna vez unos tales González vivieron creyendo que hacía creer a los demás que se apellidaban Smith, y así hasta llegar al punto de darse cuenta de que no eran sino uno sin lo otro. ¡Paf! ¿No serán las revoluciones sino el mal manejo colectivo de la fórmula proporcional? Dime tú…
Ni la tuya ni la mía, ni ninguna. No hay historia sin mentira. Por eso los griegos inventaron el mito, para explicar las verdades profundamente humanas de los dioses. ¿Dioses comportándose como hombres, o los hombrujeres queriendo ser tan divinos como los dioses? Pero si la mentira-verdad no están balanceadas en dosis educadas: ¡paf! ¿Controlas tu proporción mentiraverdá?
La oficialidad durante décadas que sumaron más de un siglo, empeñosamente trató de negar la hechura, o ‘matriciamiento’, de este proyecto cuyo nombre completo es ESTADOS UNIDOS MEXICANOS.
Fíjate cómo Guadalajara acató el dogma urbanista de desaparecer cualquier vestigio de la ‘colonialidad’, y en forma arrasante. El colonial recinto de la Universidad, Topete lo vendió para que se irguiera allí el pomposo edificio Lutecia. En lo que los críticos llaman arte, y los pedestres inverecundos llamamos vandalismo deficiente, le dieron pinturas y brochas a Siqueiros para que en el añejo templo de la Compañía narrara con monos las gestas revolucionarias o loas al Obrero Mundial. ¿Dónde quedaría el retablo del Templo de la Soledad, con su Churriguera exquisito? ¿En qué casa de goberenturno fueron a quedar los arcos del Convento del Carmen? ¿Y los del Colegio de San Juan Bautista? Cayó la casa de don Juan Manuel, e igual suerte corrieron las señoriales mansiones Veytia y de Cañedo, éstas para dejar paso a la orgánica crucifixión placera tan grata a la vista… contemplada desde un dirigible o helicóptero.
Era preciso borrar ese lunar llamado “Colonia”, nefasto pasaje de la grandiosa historia nacional… sin el cual resulta inexplicable nuestro ser íntimo. ¿Cómo te apellidas?
Ocurrió en Madrid. Un amigo y yo –ambos meshicas, claro–, nos fuimos de tapas con amigos españoles. Igual que acá, corriendo el vino la lengua se suelta y va a dar uno a los mismos asuntos. ¿Política? En cierta forma hablamos de ello, y en un viraje de la conversación, mi amigo soltó el consabido remoquete de “ustedes los gachupines arruinaron una civilización…”. En ese Madrid donde se conversa a gritos, me pareció extraordinaria la calma respuesta de uno de los españoles: “¿Nosotros? En todo caso fueron algunos de vuestros antepasados, pues lo que es los míos se quedaron en estas tierras criando cabras y tirando pa’lante…”. Creo en ese momento, la conversación giró hacia el futbol y cosas tan trascendentes como esa.
Con Poncho Alfaro ‘peripatée’ exquisitamente las calles de Londres, y gracias a él entendí uno de los principales defectos de la colonia. “¿Has estado en San Lorenzo del Escorial?”, me dijo un día mientras transcurríamos en las proximidades del Palacio de Saint James. Lo que me reveló indudablemente tiene una proporcionalidad arquitectónica y es una muestra más de cómo también la cantera tiene su propia versión de la historia. Luego de contarle que en el Escorial me había impresionado un carruaje Real ¡con baño! (un rodete bajo los mullidos cojines, para que las reales excrecencias fueran directo al piso), me hizo caer en la cuenta de la desproporción entre el de St. James y el de San Lorenzo en donde el santo del nombre convertible –Jaime, Jacobo, Santiago, Yago, Diego, etcétera–, queda en casa de muñecas comparado con el otro. Mínimo, ínfimo. “Mientras los ingleses se dedicaron a la administración con poco palacio y mucho negocio, el español se dedicó a la creación de una corte llena de eso: cortesanos (as) y empleados sangradores del erario”. Decir El Escorial es decir Madrid, ciudad aprovisionadora de funcionarios que desde el escritorio central trataban de remendar un desmadejado imperio que ya daba pruebas muy serias de resquebrajamiento en el espléndido y plateresco XVIII. Mucho palacio y poca administración; mucha burocracia y poca eficiencia de un sistema en donde Virreyes, Obispos, ‘Arzolomismo’, y todo funcionario de rango y jerarquía tenía que llegar a cualquiera de los virreinatos nombrado directamente de Madrid.
La rabia de Hidalgo y sus seguidores –Allende, Aldama, Abasolo y otros– era más que justificada en sus causas que desataron efectos incontroladamente insospechados. ¿Ya llegamos a la Calzada Independencia? A la Calzada sí… La Independencia de las primigenias 13 colonias inglesas en América fue sumamente pragmática: “de allá vendrán las materias primas a las fábricas de acá”, se dijo en Londres. Una premisa que resultaría falsa, tan falsa como los aborígenes (ingleses disfrazados) que vaciaron el cargamento de té en la Bahía de Boston. Falsa pero funcional.
Mientras que el proceso independentista nuestro resultó de una desmadrada complejidad, y tanto que Hidalgo vocifera –grita– que si los funestos borbones Carlos y Luis han abdicado a favor de Napoleón (España luchaba por su independencia), entonces aquí se daría asilo a la corona española. Nomás para ver si algo entiendes: México tratando de independizarse de un país que a su vez luchaba por tratar de eso: de independizarse del nombrado Anticristo –en España–, que era el pequeño zurdo Corso. La cosa comenzaba mal.
Y si te cuento lo del grito de Dolores (las versiones que me he encontrado de él hacen alusión a Napoleón y a Fernando VII) es porque cuando Hidalgo llega a Guadalajara al frente de sus huestes monumentales –tantos le acompañaban que eran más que los habitantes de una ciudad que no llegaba a los cien mil tapatíos, ¡imagínate el problemón para las tortilleras de mano!–, desfilaba un misterioso carruaje. “¡En él viene Fernando VII!”, dijo la voz popular, misma que se desencantó cuando del carruaje descendieron dos mujeres: una la compañera de campaña –la Capitana Gabina–, y la otra –según una versión bien fundamentada–, una hija del padre de la Patria nacida cuando estuvo en Colima y a donde fue a darle vinculación y seguimiento a la esposa de un funcionario de La Corona (que no era cervecería aún, sino régimen mandante).
Si un día pasas por el ahora enceguecido cine Variedades, pregúntate por qué el Colegio de San Juan Bautista –en donde en primera instancia se hospedó la denominada “Fernandita” en honor a la creencia popular de la presencia monárquica con las multa-turbas (sic) de la Revolución de Independencia (sic). ¿Qué culpa tenía el Colegio de que las ordenanzas de Hollywood fueran el fabricar grandecines en lugares que ya existían cuando Nueva York o Los Ángeles eran sólo caseríos? Lugares con resabio incluso histórico. Tengamos la esperanza que algún día siquiera La Fernandita llegue a las pantallas para aprender por los ojos eso: historia con todas sus variantes versiones.
Y si algún día tienes tiempo, pásate por la calle de Parroquia. Allí en la esquina de Madero (antes calle de Los Placeres, y no denominada así por lo que te imaginas, sino porque “placeres” se llamaban los fundos mineros ¡por el enorme y placentero brillo de los metales preciosos!); pues en Madero y Enrique González Martínez, está el templo dedicado a la zaragocina Virgen del Pilar, y adjunto a él ¡un estacionamiento! Debió haber sido convento ese solar, y antes de convertirse en Casa de las Arrecogidas (el nombre fue colonial). ¿Arrecogidas? Eufemismo para cárcel de mujeres.
Luego del desastre de Puente de Calderón, en donde quedó confirmado que pocos bien entrenados pueden hacer más que muchos enfurecidos y sin disciplina. La Fernandita fue internada, prisionera (hija del prócer criollo, hijo de españoles, luchando contra la necedad de un sistema madrileño y concéntrico). A mí me parece magnífico que el histórico lugar esté dedicado a estacionamiento de automóviles, símbolo mecánico de nuestra dependencia ¿‘In’? Digo, los restos arcanos y con arquerías sobrevivientes de un lugar significativo para la historieta de la suavepatria.
Andando el siglo 18, le surgieron a Albión dos, entre otras muchas cabezas pensantes: Jeremías Bentham y Stuart Mill. Artífices de un sistema al que otro día me dedicaré en extenso apartado exclusivo, y al que denominaron simplemente “Pragmatismo”. Tan exitoso su sistema que incluso el denodado Marx, con su complejidad hegeliana, quiso demoler con su propia praxis y con un sistema también engendrado en el corazón de esa tan académica y compleja ciudad que es Londres. El tal Pragmatismo es de una sencillez escalofriante: si gano, es bueno, y si no… ¡malísimo! ¿Has oído aquello de que “el tiempo es oro”? Tal vez en tan sencilla máxima se pueda primitivamente relucir todo un proceso filosófico engendrado por Bentham y Mill en Londres.
No puedo resistir contarte una anécdota aparejada; doble. Los templos anglicanos, sus catedrales monumentales, huelen a pólvora y no a incienso. En ellas tienen cabida espectacular y venerada los hombres de la espada; los expansores de un imperio insospechado por la horripilante Victoria (reina muy pasada de kilataje). Corrieron a los santos de sus templos, pero santificaron a los corredores de hemoglobina: Wellington en San Pablo (contrapunto de San Pedro), con su catafalco monumental; también grandiosos los monumentos funerarios de Nelson y los de su estatura y batallante gloria. Paradoja: fuera santos, bienvenidos bienhechores del imperio, que no son otra cosa sino eso y cobijados por santuarios próximos al estuario del Támesis. Y la anécdota complementaria ajusta porque supuestamente la escisión de Roma tuvo que ver con el intermediarismo divino, o sea mortales hechos imágenes intercediendo por los comunes mortales, incluso convertidos sus restos en reliquias.
El UCL (University College of London) es un laberinto entre arcaico y moderno, extensísimo y en las proximidades de la que era biblioteca del Museo Británico (en donde me soterré buenos y felices años). Total, hice una cita con el entonces director del Instituto de Estudios Históricos Latinoamericanos para vernos tal día a fin de seguir platicando sobre mi rollo de que la filología es un elemento fundamental del análisis histórico porque según yo la lengua cruje cuando algo novedoso y casi inexplicable pasa. Pero ese es otro cuento y aparte al que ya me dedicaré en otras páginas. El caso es que me sorprendió cuando me dijo que nos viéramos a tales horas “junto a Bentham”. Lugar preciso, hora precisa y día igual (si vieras que aburridamente previsores son los pragmáticos ingleses, te sorprenderías), y así traté de hacerlo. ¿Cómo? Vergonzosamente preguntando (aunque no lo creas, los norteamericanos se decidieron enviar mujeres al espacio por una simple razón: porque en caso de andar perdidos a ellas les da menos vergüenza preguntar ¿pa’ónde? que a los hombres). A donde fueres haz lo de Londres y preguntando-preguntando en medio de ese laberinto universitario (Londres es la única ciudad del mundo en donde si das una vuelta a la manzana llegas a un sitio distinto, y si no lo crees pregúntale a Alicia); preguntando-preguntando llegué a donde Bentham. ¡No es una estatua! ¡No es un aula! ¡Es él…momificado! Su muerto y seco cuerpo ‘envitrinado’, puesto en algún pasadizo –no me preguntes dónde en el UCL porque no doy con él–, pero allí está. ¿No que no creen en las reliquias? Es poderosísima la filosofía pragmática (en la que estamos náufragos): si sirve, sirve, si no, no. De una simplicidad franciscana.
Tan no sirvió el sistema administrativo colonial, que se desplomó con todo y su peso específico; y con todo y nuestro peso no tan específico. Con un centro de gravedad que no se quiso descentralizar…
Te voy a contar una anécdota trepidante y quizá dolorosa. Los que fundaron esta ciudad en la que tú y yo vivimos eran tipos, familias, a los que su tierra original no les concedía el derecho fundamental de todo ser humano: a poder ser felices. Buscando la tan escurridiza felicidad se treparon en barquichuelos que ni siquiera aseguraban la llegada; llegaron con toda su inseguridad (siempre ha sido ese problema fundamental, pues lo único seguro es la muerte) buscando lo otro: vivir bien mientras se llegue lo’tro. Emigrantes ancestrales fueron las siete tribus nahuatlacas, buscando exactamente lo mismo, primero chichimecamente y luego en forma tolteca; primero sin idea de civilidad –ciudad–, y luego con idea de poder crear una comunidad asentada en un lugar determinado y cultivando con la piedra la suave tierra de las chinampas.
Total: mientras no se pruebe lo contrario, este continente contiene a puros emigrantes, los primeros, y hace 30 ó 35 mil años, por los aleutas, y los segundos bastante después. Pero lo trepidante del hecho es la frase aquella de un tal Walter Raleigh (cuyo apellido se puede escribir en cien formas más) de que “en el fondo de los sueños de todo conquistador (los emigrantes siempre son eso: conquistadores de tierra ajena), siempre ha brillado el oro…”. Hoyendía el oro está pintado de verde CALIF., ARIZ., o quizá incluso NY., pero igual sigue siendo patrón respaldador de monedas.
¡Verde que te quiero oro!, diría el moderno García (¿Lorca?) más pa’llá de la ‘Border Patrol’. Lo trepidante es que el peso ¡nació pesado! Y enmarcado en un lema real: “Plus Ultra”. ¿Plus what? Sí, más allá de las columnas de Hércules, boca marina entre el Atlántico y el Mediterráneo, el Imperio Español se expandió. La mala noticia es que el símbolo tan apetecido por los nuevos conquistadores –$–, no es otra cosa sino el cuño de las llamadas monedas “columnarias” en las que se representaban numismáticamente las tales columnas de Hércules envueltas en pendones imperiales hispanos. ¡Horror! El peso, hizo pesar al dólar, y tanto que cuando le independencia pragmática de las 13 colonias, las primeras monedas circulantes fueron las columnarias de plata robadas por los piratas. ¿Dólar? El nombre les vino de los tejos de plata acuñadas en Joakimstaller –los táleros–, de las minas alemanas. ¡Oh, tragedia que el dólar se haya hecho con monedas acuñadas en México! Ya ves cómo andamos horaogados en lo que hicimos. Cosa de hijos y ahijados: ahogados en lo hecho, pues los primeros táleros fueron columnarias hechas en México.
Paradoja la historia es. ¿Por dónde te dieron los-tus vientos de coleccionista adolescente? Todos somos eso: coleccionistas. Mi madre pensó que yo iba a ser bancario cuando en mi adolescencia me dio por juntar monedas y bilimbiques, como mi abuelo, fundador del dizque Banco Refaccionario de otras eras bancarias tapatías. A mí se me quitó el vicio, me hice verbotraficante, y desgraciadamente no me dio por coleccionar ceros a la derecha como hacen los bancarios. Ya ves lo que son las cuestiones vocacionales: parte genoma y parte necedad personal.
Pero andando el tiempo, algo queda de memoria, y así en un catálogo de subastas de Shoteby’s en Londres, miré que iba a salir a remate una moneda que me llamó la atención, se trataba de un real, con la efigie de Iturbide Emperador, pero curiosamente acuñado en la casa de moneda de Guadalajara. Algo me brincó dentro que despertó la muy lejana intención juvenil de coleccionista, y el día de la subasta me presenté con cien libras esterlinas que supuse alcanzarían para comprar aquella monedita. ¿La compré? Si mil libras hubiera llevado, mismas que sólo me habrían servido para el arranque de la puja que culminó próxima a las cinco mil y muy distante a mi bolsillo e inocencia de coleccionista frustrado.
¿No te has puesto a pensar si acaso la moneda es la que le da el valor a un país o viceversa? Mi teoría es que el peso pesará cuando México pese y no a la inversa; cuando se diseñe la estructura nacional para que flote mejor en su navegación histórica. Mira, el maestro Marañón solía comparar la estructura política con la de un gran barco que, si lo ves en su relación con su masa navigatoria y los puentes de mando, estos últimos ocupan un espacio mínimo y modulado. Igual la estructura nacional, para ser sana y funcional debe tener una proporción, pero eso no se da en el proyecto mexicano, pues la monstrua capitalina –el puente de mando– quizá resulte superior en densidad a la hipotética masa flotante, y el desequilibrio es histórico y nuestra navegación parece estar paradójicamente carenada más que con rumbo solvente y equilibrado. La misma metáfora utilizaba Marañón para significar que ninguna estructura nacional puede progresar sin esa enorme volumetría intermedia del barco, que simboliza precisamente a la clase media. Así resulta que la concentración (de capitales y de poder) es justamente una derivativa del centralismo que tan poco nos ha servido, ¿o sí?
Dentro de un federalismo, alianza, tan singular como el nuestro, nada extraño que la monstrua capitalina haya marcado la pauta arquitectónica de borrar la colonia de las pueblas fundadas por los primeros que hablaron nuestro idioma por estos rumbos del mundo. La llamada Ciudad de los Palacios (y vaya que fue precisamente eso) marcó la pauta. Y si la arquitectura es un lenguaje que refleja el alma colectiva tanto en piedra real como en piedra manufacturada, en concreto, el llamado Palacio Federal en Guadalajara, adjunto al magnífico Santuario, me parece un monumento bien dimensionado a un federalismo que nunca ha sido tal. ¿Qué no se hubiera podido construir tan “magnifica” obra en cualquier otro lugar? Claro que sí. ¿Por qué todavía en el sexenio diazordacista no había ningún respeto al pretérito cantero y cantor de una etapa real de nuestra historia?
Cayó el Beaterio de Fray Antonio, escuela príncipe de una teoría de San Alcalde (y déjame decirle así), quien consideró que las mujeres también debían ser sujetas de educación académica y para ellas, educandas, construyó el sobrio edificio que pasó a ser luego prisión y posteriormente hospital militar. El Palacio Federal es un verdadero grito horrísono de que un federalismo construido sobre la amnesia histórica parase estar condenada al fracaso. Por cierto, el quesque “palacio” está bien resentido, y las arracadas del claustro del Beaterio pasaron a ser adorno de residencia de un personaje de la vida urbana que hizo su entrada al teatro social local por el lado izquierdo del escenario; bien recuerdan sus compañeros cuando con símbolos tan denodados como la hoz y el martillo, y vestido de mezclilla que entonces estaba reservada para los obreros, entonaba cánticos internacionalistas. Como sea; en la frontera de los setentas, el Beaterio cayó y siguiendo la misma norma acuñada en el siglo XIX para beneficio de los que siguen internacionalmente siendo beneficiados: “hay que olvidar los siglos de la conquistocolonia…”.
El que denomino “aztequismo”, brotó ululante aparejado al denominado Liberalismo; “fuimos aztecas (¿todos en toda la suave y federal patria?) mancillados por unos invasores; afortunadamente ya somos independientes…”. De esas premisas, una conclusión bárbara: borrar la ancestralidad colonial; expulsarla de las ciudades, o reemplearla para uso personal como en el caso del claustro del Beaterio.
Sí, páginas lejanas te contaba que me tocó ver los restos del Convento de la Carmelitas, convertido en depósito de maquinaria carretera de la entonces SAOP. Ya los restos miserable del convento han sido maqui y remaquillados una y otra vez con fines culturológicos. Por una parte, bien, pero si algún día quieres ver la magnífica labranza que existió en alguno de los muchos patios que debió tener el tal convento, enfila por una calle que se llamó Del Bosque, y que ahora tiene nombre de prócerurbano (Guadalupe Zuno) y en la esquina de la Avenida de la Unión (¿federal?); la casa tiene unas arcadas frontales ¡que indudablemente fueron esculpidas en el siglo XVII! El detestacuras, salvador de conventos… ¡oh, miseria humana!
Nuestro crecimiento histórico ha sido invertebrado; o semejando a aquello que te decía de que queremos armar el rompecabezas sustrayendo piezas fundamentales y así no cuadra. Somos, personal y colectivamente, memoria y olvido; mezcla ingeniosa en la que debemos aprender a olvidar lo peor y recordar lo mejor. Las grandes ciudades de la suavepatria –tan grandes que son todo y nada a la vez–, son la muestra visual y vivencial de la invertebración o incongruencia. Tuvieron, como tuvo Guadalajara, un carácter y una identidad que perdieron cuando les dio por hacerlas “tipo…” como en aquellas remotas campañas publicitarias cuando el chicle pasó de ser goma de chicozapote a derivado petroquímico: “…CHICLET TIPO AMERICANO”, con el acento puesto allí por la rimbombante voz del locutor a una palabra CHICLOSAMENTE NACIONAL y tan ancestral como el chicle que tú y yo masticamos.
Falló el acento en nuestra conversión a un modelo que es magnífico en sí, pero ‘falluco’ en su exportación. Eso es, insisto, en que “falluca” se escribe así y por la sencilla razón de que eran mercancías con fallas y por tanto sólo dignas del tercer mundo ‘indiscriminante’. Ese es el origen de unas mercancías que nominalmente reflejan el modeluco que nos hemos testarudamente empeñado en imitar sin mucha discriminación.
Esperar que los extraterrestres vengan al remendaje de un proceso histórico, es una esperanza de tablón-danzón: alucinante y sin sostén. Si no queremos tú y yo, no habrá milagro; y si los buenos entendedores no entienden que es muy peligroso un pueblo pensante, pero lo es mucho más uno que no lo hace. ¿Permitirán que el hertzio televisivo y radial nutra a un pueblo –a una puebla, dicho así en terso femenino, surgida hace 455 años en el Valle de Atemajac y en la que hace apenas cincuenta años nací yo– con sobrada hambre de saber?
Cuando nací, poco antes Japón había tenido que organizar desde cero su renacimiento; con su planta industrial aplastada por la guerra, con sus creencias ancestrales de un trono ocupado por un emperador, delegado de los dioses, voladas con furia atómica. “El sufrimiento engendra la sabiduría, y la sabiduría es lo único capaz de engendrar la eternidad…”, sonó como murmullo sintoísta en el alma japonesa mientras reorganizaban el rompecabezas de su propia historia colectiva para preparar el retorno. “Científicos norteamericanos aseguran que Japón está vivo”, podría decirse noticiosamente de la vitalidad nipona actual. Vivos y combatiendo la novedosa guerra en la que sin mucho ruido hay muchas víctimas, la mayoría de ellas, claro, en el tercer mundo. ¿Dónde está Guadalajara? ¿Qué sigue? O el rescate del pensamiento y la nacionalidad, o… ¡Lo contrario!
Déjame concluir parafraseando lo que escribiera en el Prólogo Juan, amigo López, hace cortilargos cinco años en que eché a circular el librico éste como terca y personal muestra de afecto a una ciudad que sigue siendo un reto profesional indescifrable, pues como hablador o verbotraficante que soy, nunca me ha permitido comer enteramente de lo que pretendo saber hacer: ARQUITECTURA DEL LENGUAJE.
Nacía el español-castellano hace más de mil años y con él las primeras poesías. A ver cómo te suena: “En nombre del padre que crió toda cosa y en el nombre del Hijo que obo muerte gloriosa del Espíritu Santo y de la Virgen Piadosa de mi madre ésta tierra, quise hacer una prosa en Román paladino por un petso de pan e un vas de bon vino”.