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Bandeguerra

Y Luego…

Por Alvargonzález; 23 de enero de 1997

Tenía pensado que conversáramos sobre algo igual de in-trascendente, mas al ganarle tiempo a la incipiente mañana y cuando muchos aún duer­men, la ciudad –con su voz propia e in­sospechada– me dicta un asunto del que bien podemos platicar. ¿Oyes la voz de la ciudad?

Suena a lo lejos, pero si cerca so­nara igual de inexplicable resultaría. ¿Les encuentras algún sentido a las lla­madas “banda de guerra”? A mí me parecen anacronismo atronante o simpático, y uno de los millares de esos “porque sí” que se van quedando en­trampados en costumbrismos que se toman como estipulados en reglamen­tos que nadie sabe de dónde proceden o quién los refrenda ‘ad infinitum’. ¿Una banda de guerra resonando clarinante en horas previas al amanecer? Algo me remueve escucharla, tanto en el plano personal como en el histórico.

No sé qué ventolera me llevó a soli­citar mi ingreso a la bandeguerra del colegio. Ahora en retrospectiva con­fusa pienso que eso me resultaba un poco menos ilógico que pasar la hora del recreo correteando una pelota en aquellas canchas recubiertas por un polvo tan fino como talco, y que convertía en seres fantasmales a mis condiscípulos en las horas finales de clases. ¿O sería mi muy gustosa y cos­tosa gana de no sumarme a la supuesta normalidad? Por lo que quieras y gus­tes, pero la que entonces se denomi­naba pomposamente Nueva Carretera a Zapopan, era el escenario en donde día tras día desfilábamos aporreando parches de tambor y resoplando corne­tas y clarines, pues de todos esos ins­trumentos estridentes estaba dotada aquella banda de guerra colegial.

Con frenesí centroafricano o ha­waiano, redobles y clarinadas. ¿Para qué? Buena pregunta me haces, de muy difícil respuesta: para desfiles y festividades; desafortunadamente en aquella frontera entre los cincuentas y sesentas, aquellos rumbos urbanos prácticamente estaban deshabitados, por lo que no podría decir –en apego a la verdad– que otro de los objetivos eran molestar al vecindario. Marchas apegadas al canon de cien pasos por minuto, y algunas con nombres tan simpáticos como la “Fulgencio Batis­ta”. ¿Te acuerdas de él? Sí, el que Cas­tro envió a Miami con todos sus seguidores. Marchas para aquellos des­files cívico-militares (¡uf!) en los que arrebañadamente y ca’quien con su propio paso, participaba el tropel colegial quizá celebrando la respuesta memorable de la Jaiba en los años primarios: “el 16 de septiembre se celebra que hay desfile y no hay clases”.

El capítulo de las festividades resulta aún más estrujante: ir a tocar al Campo Oro cuando se presentó allí el Primer Cardenal de México. ¿Encuentras alguna vinculación entre liturgia religiosa y el traca-traca redoblado? Yo tampoco. O ¿qué me dices del “día del enfermo”? Imagino lo delicioso que les ha de haber resultado a los internos en el Civil escuchar la rítmica tronadera de tambores, el día que fuimos allí; más de alguno debió haber sido dado de baja, y mucho, gracias a nosotros y a la colapsante música que producíamos. En lo personal, y dentro de las cúspides de mi curriculum, guardo el grato recuerdo de lo que los domadores colegiales de la ignorancia denominaban “Proclamación Anual”, y que para mí constituía la confirmación anual de que los laureles académicos no estaban predestinados para mí.

Era la tal proclamación ni menos ni más que la ceremonia de premiación del talento colegial, y debo agradecer al tambor que aporreaba con furia superlativa –iba a decir que en señal de protesta muda, pero no encaja–, el no haber ido a dar al divino diván y a engrosar la cuenta de terapeutas remiendalmas. En aquel bien cursi Cine-Teatro Alameda, las dianas de la bandeguerra rubricaban la entrega de medallas y diplomas a los privilegiados que no tenían que falsificar firmas de calificaciones, ni copiar en los taquicárdicos exámenes, ni vivir de panzazo. Yo, condenado a ser siempre uno más del lumpen intelectual, podía desfogar mi envidia aporreando un tambor y colaborando al aturdimiento de las huestes familiares y estudiantiles. Me consta: la música de bandeguerra tiene alto valor terapéutico. ¿Será?

Anacronismo histórico, e hijas de la llamada “guerra convencional”. No hace mucho me asomé por aquí para contarte algo sobre el resobado Puente de Calderón, y al hecho de que en 20 hectáreas se decidiera allí momentáneamente el destino de los cuatro millones de km. cuadrados que comprendía el México virreinal. Te conté en esa ocasión que a partir del 15 de enero de 1811, Guadalajara vio un inmenso desfile militar hacia la Garita de San Pedro: cien mil insurgentes yendo a enfrentar a Calleja, y más desorganizada que organizadamente desfilando a redoble de tambor.

Eso es: en las guerras que se practicaron antes de la aparición del hertzio, las trompetas y tambores tenían la función de movilizar a los flancos, vanguardias y retaguardias; trompetas y tambores sincronizaban, ordenaban, coordinaban, transmitían la voz de los ordenanzas, lo cual quedó totalmente arrumbado en el momento en que el radio se convirtió en el hada fatídica del ‘Ars Bellum’. Su nombre: banda-de-guerra, es tan exacto como preciso, pues eran parte indispensable del ejército y voces de mando.

Hace rato, aún no amanecía, y de lejos llegaban los “delicados” sonidos de una bandeguerra. Anacronismo inexplicable y perdurable como tantos otros, que no queda más remedio que disfrutar. ¿No se te antoja una serenata con bandeguerra? Háblame y te doy el teléfono de mi central obrera para que la contrates. ¿Anacronismo? Por favor no le digas así a mi central obrera…

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