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Carl

Y Luego…

Por Alvargonzález; 4 de enero de 1997

Los sufridos animales tienen una inmerecida mala fama a pesar de los maravillosos servicios que han rendido a lo largo de la historia profana y aun sagrada, pues en tanto en estas tierras fueron los asnos quienes aligeraron con su lomo la espalda del tameme, en supuestas tierras santas, José, María y el Niño, huyeron a Egipto en uno de ellos, y Jesús entra triunfante en Jerusalén justamente en un borrico.

Metafóricamente, los tales burros también cubren una extensa área, que también abarca desde lo profano hasta lo profesional. Hay quienes trabajamos como eso, burros, para vivir… exacta­mente como ellos: apaleados y apenas forrajeados. Escolarmente, las orejas de asno son una difamación al género cuadrúpedo, pues resultan ser menos –mucho menos– tontos de lo que se les considera. Y como denominación de actividad profesional, dejo de lado esa lamentable actividad que normada por el dogma contemporáneo del “mucho, pronto, no-importa-cómo…”, sirve para colombianamente denominar a los transportistas trasnacionales de la “cas­pa del chamuco”. ¡Pobres burros!

Hay un gremio de “Burros”, egregio. Fue en Inglaterra que oí hablar de ellos por vez primera. Se trata de un género de la comunicación muy poco conocido en los países tercermundanos padecedores de impotencia científica o tecnológica (y de otras tantas impoten­cias contagiadas). Gracias a ellos los Alvargonzález, con su normal capaci­dad pensante, pueden acceder a conocimientos que de otra forma serian inaccesibles e indescifrables; ellos, según su auto descripción, son los aca­rreadores o transportistas que ponen en los valles de la medianía pensante, la sabiduría que florece en las altas cimas de la genialidad. Ellos traducen (¿sa­bías que las palabras “traductor” y “tractor” están emparentadas?) y sitúan a la altura de seseras normales –clase media intelectual como la de la mayoría de nosotros–, conceptos que de otra forma permanecerían instalados en elevaciones mareantes. “Burros” de la comunicación que con papel y tinta, con el hertzio y el transistor, o con el documental peliculesco, tienen la capa­cidad de acercarnos a cuestiones que de otra forma permanecerían remotas.

¿Viste Cosmos? De pronto, y acaso empezando los ochentas, un Burro egregio desafió estelarmente las teorías del marquetín y en su propia cova­cha: quesque la televisión, entre más chatarra entregue a domicilio y directo a nuestras seseras, resulta mejor y más rentable; quesque ni a ti ni a mí nos gusta plantarnos frente a la caja globalizante para pensar, sino para olvidarnos precisamente de eso. Y Sagan, con toda la naturalidad del “te voy a contar una historia…”, abrió los ojos azules del pueblo más terrestre y los puso a contemplar el Orden inefable de los astros. Orden, eso significa Cosmos, que es lo opuesto al Caos. ¿No te da la impresión que la pasajera vida no es otra cosa sino un anhelo de armonía o de Cosmos?

Alguna vez tuve la oportunidad de verloírlo, a Carl, en el ‘University College de Londres’; le rodeaba un halo de sencillez apartada años luz de la solemnidad o grandilocuencia con la que se revisten muchos figurones para disimular su fragilidad. No percibí en él al actor triunfante de telenovela o serie glamorosa, sino al transmisor de un mensaje entrelineas que decía: “hago lo que me gusta, y espero servirte de algo…”. Buen Burro fue para mí Sagan.

Hace años, Luis Delaye me permitió asomarme precisamente al cosmos. Había instalado por los entonces oscuros y alejados llanos de Santa Ana Tepatitlán, un poderoso telescopio, y una buena noche con estrujamiento íntimo pude contemplar constelaciones, nebulosas y planetas. Pero también pude advertir las complejidades de la astronomía, al observar cómo Luis descifraba verdaderas cartas astrales –hijas de la ciencia y no de la charlatanería– para darle rumbo a aquel poderoso cañón visual. La astronomía, ciencia, me pareció tan remota como el joyel celeste de noche cerrada.

Pero un buen día, se apareció Sagan frente a mí en la cortilarga distancia de la tele, y empecé a entender los mapas celestes; y dónde está Sirio (¿lo has visto con su cambiante luminosidad hacia el sureste?), y también ubiqué Géminis, y advertí que en diciembre ocurren las Gemínidas o visible lluvia de estrellas o asteroides. Incluso aprendí de dónde eso de Zodíaco. Fácil; pues lo de la luz eléctrica, vencimiento definitivo de la pavorosa oscuridad, es cosa apenas del siglo corriente; antes, la noche estrellada, cupular interrogante, retaba la imaginación de los videntes que empezaron a encontrar formas fabulosas de animales que se desplazaban acompasada y puntualmente a lo largo del año. ¡Qué mejor que formar un zoológico celeste! El mismo “zoo” de zoológico, se encuentra compactado en el término Zodiaco. Cáncer, el canero o cangrejo; un león, el escorpión, y por allá quesque un toro… Y como decía Sagan: “cualquiera sabe su imperativo signo del zodiaco, pero pocos saben cuál es o dónde está la constelación que supuestamente rige su vida…”. ¡Qué horror la ignorancia! ¡Necesitamos de los Burros! ¿Tú no?

Hay un lugar que comenzó llamándose La Pasadera y hoy va en Pasadina; esa, la del desfile madinusa. Allí se encuentra el Laboratorio que controla los vuelos de las sondas espaciales, y allí nació el título del último libro que leí del desaparecido Sagan: “Un pequeño punto azul”. Supuestamente él pidió a los controladores de un cacharro espacial, que giraran una cámara y retrataran el planeta desde la lejanía. ¡Maravilla! En medio de la oscuridad espacial, ¡un pequeño punto azul! “Y en ese pequeño punto azul, han ocurrido todos los heroísmos, las mezquindades, todas las alegrías, todas las tristezas, traiciones o amistades, sueños y fracasos, triunfos y derrotas; allí todas las lágrimas y las risas… ¡Todo, desde que el ser humano es tal, se ha desarrollado en ese pequeño punto azul!”. Algo así comienza diciendo en su libro Carl Sagan.

Ca’quien sus ídolos –que en este minúsculo grano de mostaza como le llamaría Sancho Panza después de la aventura del “Clavileño”– en esta pequeña balsa sideral en donde tratamos de darle rumbo al entendimiento de naufragio que nos acompaña, los ídolos son imprescindibles. A mí Carl Sagan me dio mucho y le guardaré una profunda admiración como genial Burro.

Pollinos, asnos, burros; muchos nombres para quienes tienen tan inmerecida mala fama.

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