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Clasemedia

Y Luego…

Por Alvargonzález; 19 de abril de 1997

“Si la fama se alcanza con la muer­te… no tengo mucha prisa en ser famoso”, diría el gran epigramista latino, Marcial. Pero, viéndolo bien, qué des­gracia esa de querer ser famosos. ¿Tú no? ¿No te ha saltado o asaltado –lo mismo es– esa tentación? A mí tam­poco, y por eso me dedico a lo que me dedico.

Lo’trodía, cosas del teléfono público que mi patrocinador sostiene para que me dedique a lo que me de­dico (al verbotráfico, confeso y desca­rado), una llamada de Alonso: que me quiere enseñar sus escritos incipientes a fin de que lo enjuicie. Mal juez soy de escrituras ajenas y aun propias, pues mi criterio es simplón: si se me pegan las páginas, bien, y si no, ni le sigo. Pero lo que más me sorprendió del amigo telefónico fue una confesión: “escribo para mí mismo…”. Falso: todo el que habla, escribe o se expone de cualquiera forma, lo hace para otros. Incluso los hacedores de diariosínti­mos, tienen la secreta esperanza de que algún día sus letras caigan en ma­nos ajenas para que otros digan: “ira, pos de’ber sabido que’ra así…”.

Dentro de las ocultas aspiraciones humanas, ¿todos seremos aspirantes a la fama? Que lo averigüen averiguado­res de simposio y mesarotunda, de congreso psicoanalítico o de feria internacional de famosos. Pero que la tentación existe, pienso, existe. Pero ¿qué es la fama?

Los ingeniosos griegos se la pasa­ron resolviendo asuntos trascendentes, de la forma más sencilla: así, y con lógica contundente, asumieron que la única sesera que tenemos para desci­frar el Misterio, es muy humana, por lo tanto el Misterio Divino tenía que ser igualmente humano. ¿Te gustan los chismes? Mucho tienen que ver con la tal fama, con la sexenal y con la atemporal, y así los tales milenarios griegos dedujeron que a los dioses también les encantaba tijerearse unos a otros. Zeus (de donde por cierto se deriva la palabra nuestra, “Dios”) divinamente amaba el eterno “¿ya supiste…?”, que en­marca todo buen chisme. El tal Zeus, tan terriblemente humano y divinidad principal del menú teológico de los griegos, tuvo entre tantas una hija. ¿Ya supiste que le puso como nombre Fama? Experta en el corretaje de chis­mes (y si supiéramos lo mucho que tie­nen que ver los chismes con la política y con el espionaje –de cualquiera en­vergadura–, con la hechura y deshechura de ídolos, tal vez caeríamos en una frigidez indescriptible de confiabilidad). Pero la mitología describe fabulosamente a la tal Fama: mujer –claro–, pero dotada con cien orejas y cien bocas y con todo su cuerpo revestido de ojos. ¡Sopas! Algo así como un caso para ovniatras (adoradores de Ovnis) y candidata de belleza para el concurso de la Miss Universo Intergaláctica.

Pero, mirándolo bien, con eso tiene mucho que ver la tal “fama”: con muchas bocas, con muchas orejas, y con la mirada de cientos de ojos. ¿Percibes la solidez milenaria del lenguaje? Mala fama tiene nuestra colectiva lengua, pero eso también tiene que ver con el marquetín.

Mal chiste y quizá profanante, pero ilustrativo: si Cristo apareciera en estos días en California, antes de buscarse cuatro evangelistas, tendría que buscarse un agente editorial. Te advertí de lo malo del gracejo, pero la fama es algo que navega entre lo artificial y lo real; algo que incluso se puede confundir con “popularidad”, y ahora más que nunca cuando al ‘pópulos’ se le puede inyectar cualquier creencia directo y a los ojos.

Con toda su artificiosa solidez, durante siglos la tal fama fue una cosa de transmisión oral; durante milenios. Un proceso laborioso, y por lo tanto entendible aquello con lo que comenzamos: “si para alcanzarla hay que morir… pos no tengo prisa”. Hoyendía, con el hertzio galopante y transgresor de fronteras artificiales, se hace y se deshace a la velocidad de la luz. ¿Serán cosas distintamente semejantes “fama” y “popularidad”?

¿A quién no le gusta ser reconocido? El ser humano es el único animal vanidoso; o al menos el único de la especie zoológica que se las ha ingeniado para aparentar que el calendario con su cómplice el reloj, nos van ganando por minutos o días la carrera hacia el misterio; a la zona del silencio, y se ha ingeniado también para hacer de ello industrias milmillonarias. La vanidad es defectuosa virtud que nos es instalada en la planta de ensamblaje matricial, y motor de emprendimientos (empresas) a veces sublimes y mezquinos en ocasiones. ¿Tú crees que a los perseguidos no les encanta sentir que los andan buscando? Es una forma de fama: “búsquenme, a ver si me encuentran…”. ¿No es famoso el Señor de los Cielos? Popularmente famoso, sí…

Vanidad y fama, de la mano van, y creo que ni tú ni yo podemos negar la existencia de ese resortillo fundamental que se manifiesta frente al espejo y cuando buscamos la forma de aparecer superlativos ante otros. Resorte o fuerza motriz cuyo caballaje puede asumir capacidad destructora, y mucho.

Cuando te contaba aquello de la explicación griega y mitológica del impulso de estar en la boca de todos, se me pasó decirte que otra de las características de aquella descendiente de Zeus era precisamente su enorme capacidad de olvido, lo cual equivale a mencionar metafóricamente esa fabricación de ídolos que poco después quedan sumergidos en el más profundo olvido. Nunca como hoyendía en que el hertzio es la herramienta más formidable de hechura y des-hechura de figurones, es posible advertir el frágil sustento de la fama envuelta en popularidad. Así el valor juvenil del momento, un segundo después se convierte en el olvidado ‘perseculo’, gracias al fenómeno del reemplazo constante de figurines convertidos momentáneamente en figurones. Por muchos siglos, los griegos anticiparon la tendencia de Fama hacia el Alzheimer, o hacia el borrón constante de la memoria colectiva. Y el famoso de ayer es el desesperado de hoy, condenado a la pena capital del olvido.

“Ojalá, Miguel, nunca te vaya bien, para que siempre sigas escribiendo igual…”, dicen que le dijo a Cervantes aquel noble al que le dedicó la segunda parte del memorable Quijote, que sólo mucho después de muerto su autor, se advirtió todo lo que retrata el alma humana la cervantina obra. Cervantes, como tantos otros a los que mucho debemos, nunca famosos fueron.

Eso es: creo que este mundo funciona (con todo su malestar, pero funciona) gracias a individuos que nunca pretendieron ganar más reconocimiento que la personal certeza de que hacían lo que les manaba y porque la gana les daba. Seres tercos enamorados de su quehacer intrascendente. Te pongo el caso de George Boole, un matemático que a mediados del siglo pasado se le ocurrió la locura de que el lenguaje numérico –matemático– podía ser escrito de otra forma. Lo hizo, y pasó casi un siglo para que los constructores de Ulises –la primera y horrible computadora surgida en el mundo– advirtieran que el álgebra booleana era exactamente la base para que la información fluyera en aquellos circuitos electrónicos bipolares. Sin álgebra booleana, las hoy muy compactas computadoras serían impensables. Y ¿habías oído hablar de Lady Ada Lovelace? En su honor, como matemática inglesa del XIX, los hacedores de ENDAC –la primera computadora hecha por norteamericanos a semejanza del Hércules britón–, bautizaron el primer lenguaje computacional: Lovelace. Este mundo funciona gracias a una clase media respetable y no por esas cúspides entronizadas en el frágil pedestal de la fama.

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