Y Luego…
Por Alvargonzález; 30 de mayo de 1996
Llana en el llano, lo cual significa ni menos ni más, que era plana en el plano. Guadalajara, ¿quién más? Incluso te has de acordar de aquella lección orográfica-musical que decía: “Guadalajara en un llano y México en una…”. ¿Te acuerdas?
Hasta la década cincuental, la ciudad estuvo untada al llano, sin más cúspide que las torres de iglesias, o si acaso un pequeño edificio ‘Mosler’ allí por Dieciséis de Septiembre (antes calle de San Francisco), tratando de sobresalir del caserío chatamente apegado al suelo del valle.
Plana en el plano. Pero llegaron los sesentas y con ellos el empuje hacia arriba, hacia los lados, hacia… el aprender a vivir en otra ciudad con el mismo nombre.
Espero que me creas una sencilla norma filológica: la lengua cruje ante toda novedad. El idioma, claro, y cuando se le incrusta una nueva palabra que trata de aprehender conceptos no registrados antes por la mente colectiva; palabras que hay que aprender a manejar. Así, y apenas estrenados los sesentas, en la llaneza del Valle de Atemajac se emprendió la obra sublime y anglosajona de rascarloscielos. En la proporción correcta para un sistema imitativo y dimensionado igual, hace apenas una treintena de años el perfil urbano comenzó a estirarse hacia arriba –rascacielitos–, y con el proceso envuelto en un nuevo término cuyo proceso de definición sigue y sigue y seguirá: condominio.
El término nació erecto y clavado en el que fuera corazón urbano. Allí, quesque p’al viento de la estación de ferrocarriles, y quesque los ferrocarriles iban a seguir siendo sistema de vertebración nacional. La hipótesis, podrás darte cuenta, resultó fallida, pero allí surgió esa rasposa palabra. ¿Buena? ¿Mala? Las palabras ni buenas ni malas son, sino la forma como las pronunciamos. Aparentemente tersa –condominio–, le brotó al vocabulario local, hacia arriba, tironeante. Fue el primer rascacielitos urbano en su llaneza que aún no estaba apretujada. ¿Cuántos pisos tiene el edificio? Si te interesa saberlo, tan fácil como que se los cuentes. A mí, poco, como tampoco me ha parecido relevante ir a leer lo que a su ingreso narra la placa conmemorativa: que fue construido en tiempo record y la lista de pronombres constructores. Allí está la placa.
Como está también el Condominio Guadalajara, sin que ya muchos le presten mucha atención. ¿Y la palabra?
Del primero al segundo y del segundo a todos los demás. Aparte de su simbolismo rascaceleste –insisto en que la ciudad carecía de edificios–, se convirtió en un marcapaso urbano de una nueva forma de vida en la que un trozo de suelo vallero tendría múltiples dueños; de una nueva fórmula de convivencia a ser descifrada por la lengua colectiva.
Otra norma filológica: nunca a lo nuevo se le denomina con nuevas palabras, sino con términos viejos rescatados del diccionario. Te digo; la arquitectura del lenguaje tiene normatividades que a veces ni los conspicuos arquitectos, transformadores de ciudades, alcanzan a ver. Así le llamaron sus hacedores en 1963 –Condominio–, y el edificio cayó en el olvido mientras el término comenzó a atravesarse en la garganta urbana, vertical y horizontalmente; pa’rriba –torres departamentales–, e incluso también pa’bajo –Jardines del Nomeolvides funerarios–. Condominios por todos lados, y la ciudad debió comenzar a practicar el difícil arte de la condominación. ¡Vaya que sí es difícil!
Cosa macha; mucho más en sus orígenes nominales. En el arcaico derecho romano, las mujeres estaban excluidas del derecho de propiedad; tener era cosa de hombres, y más la propiedad por antonomasia: tierra. El ‘dominus’ (el señor) establecía mediante los procedimientos más diversos el “dominio” territorial, y nunca la ‘domina’ (con la ‘o’ acentuada, si bien en latín no existían acentos ortográficos). Como te darás cuenta, el Derecho Romano era cosa macha, al grito de ¡mujeres absténganse!
Hoyendía, te habrás dado cuenta, ya las mujeres pueden ser condominadoras, lo cual no es sino un grado más de complejidad a la definición de ese término que nació monumental en Guadalajara.
Con-dominar: muchos propietarios de lo mismo; muchos tratando de ponerse de acuerdo sobre el equilibrio precario entre el bienestar personal y el colectivo. Difícil arte, insisto.
Mira, yo no creo en el fraccionamiento de la palabra “cultura”. No. Para mí es un término sólido e indivisible que no puede ser atomizado. Así me parecería chocante hablar de la “cultura del condominio”, y más bien creo que la palabra se clavó como rejón en el lomo de la incultura campeante en el Valle de Atemajac, y en los sesentas. Nadie, entonces, había percibido que la ciudad es por esencia eso: un Condominio; irrevocablemente eso. Notable falta de cultura no percibirlo antes que el término nos atropellara o que nos enredáramos con él en el intento de definición colectiva.
Muchos tratando de ser felices en el mismo trozo de tierra. Eso es una ciudad, y eso –si me equivoco, corrígeme– es un condominio: tierra que sustenta techumbre colectiva para albergar intentos de felicidad, y como la tierra no es elástica, preciso fue condominar hacia arriba.
¿Y el civismo? Eso es lo que habría que rescatar, pues hace buen rato se extravió. Cualquier ser civilizado sabe que la vida es una búsqueda de la probable pero elusiva felicidad, y que ésta debe realizarse infelizando lo menos posible a quienes nos rodean. Infelizando lo menos posible… El condominio urbano funcionaria bien si la búsqueda de la felicidad personal se sustentara lo menos posible en infelizar a otros. ¿Posible? ¿Utópico? ¡Oh, miseria humana! Las ciudades, originalmente facilitadoras de la felicidad colectiva, convertidas en condominios infelizantes.
Te digo, en 1963 y con corte de listón inaugural, surgió en el vocabulario colectivo una palabra recién edificada como rascacielos. Y la palabra sigue dando comezón y rascaje en el suelo urbano. ¿Condominio Guadalajara? Eso es la ciudad, y si no lo aprendemos, mal. Y recuerda que todo –siempre– puede ser peor…
El «Código UP» dice: que toda la naturaleza, incluyendo el cosmos tienden a algo más, más arriba; la vida se inició en el mar, con el tiempo la vida evolucionó hacia arriba, y más arriba, nos encantan los records de toda índole: más velocidad, más altura, más dinero, etc. Ver en YouTube «La ciudad de las ideas» el Codigo UP.
La inconsciencia de este código tiene efectos adversos: destrucción de nuestro planeta, mermar la salud de los atletas por conseguir un record, descomposición social y económica por los supercapitalistas , etc.
Gracias Alvar .