Y Luego…
Por Alvargonzález; 14 de noviembre de 1996
Es un hecho: las leyes del marquetín son inflexibles e irrevocables, y son ellas las que una vez más han decretado el comienzo de la temporada. Es un hecho: encendida ya la fiebre, sólo enero con su mal aliento será capaz de apagarla. Ni modo.
Quizá la única diferencia significativa entre mi remota infancia y mi punzante adultez no sea otra que percibir que en aquellos años me preguntaba “¿cuándo llegará?”, y ahora estupefacto percibo que ¡ya llegó! Siendo que la última fue apenas hace unos segundos. Me refiero indudablemente a la Navidad, tan toda ella envuelta y sujeta a las inexorables leyes del marquetín. Ni modo, ya está la mecha encendida y ni tú ni yo podemos escapar a esa explosión de regocijo anual. ¿Regocijo? ¿No lo sientes? Dice el marquetín que debemos experimentarlo cartera-en-mano, y con sentimientos religiosos más o menos aparejados.
Eso es: por una parte un culto ancestral y mestizado, y por otra una especie de ritual (¿sabías que “rito” significa entre otras cosas “costumbre”?) del mercadeo colectivo. Por si te interesa, en Ontario se acaba de inaugurar el primer monumento en el mundo al comprador(a), o sea, a ese ser que las leyes del marquetín disparan y disparatan superlativamente con motivo de las navidades. ¿Desde cuándo? Eso del comprismo es cosa sigloveintesca, si bien lo de las navidades viene desde…
Te decía aquello de cultos mestizados, lo que no es otra cosa que los préstamos rituales entre religiosos. Oye, por cierto, ha sido frío este noviembre, ¿no? Imagínate lo que era para los nórdicos del invierno calante advertir el solsticio de invierno, o el retorno del sol. Así, Váruna y demás deidades mitrales –de los cultos mitridíacos– eran homenajeados por esos días en los que actualmente queda situada en nuestros calendarios la Navidad. Convencionalmente aceptamos el nacimiento de Cristo en diciembre, y todo se lo debemos a los calculistas bizantinos que trabajando por órdenes del Emperador Constantino cimentaron en la historia y con fechas el cristianismo. Sí, Constantino, el converso que situó la nueva sede del Imperio en ¡Constantinopla!, y quien tal vez fundó una comisión de estudios que tres siglos después del nacimiento de Cristo trató de aclarar fechas de acuerdo a los hechos.
Espero que no te moleste si digo que la Historia –la sacra y la profana, la particular y la colectiva– es entre otras cosas un sistema de convenciones. Hechos que aceptamos convencionalmente. Tienes el caso de nuestras modernas y modosas celebraciones de findeaño; navidad-regalos-compras-gastos, y tú y yo convenimos en ello: adoptamos esa convención propia de la historia de hoyendía sin preguntarnos quién o cuándo comenzó. De igual forma resulta irrelevante desafiar a los calculistas bizantinos que aprovecharon rituales milenarios para ubicar en ese punto el comienzo de un movimiento revolucionario y teológico. A mí en lo personal no me resulta molesto adoptar y aceptar la convención que fija en diciembre el nacimiento de Cristo. ¿A ti? Creo que tampoco.
Durante el paso de los siglos ha habido calculistas que han tratado de darle solidez irrefutable a hechos convencionalmente innegables y valiéndose de dos herramientas disímbolas: el calendario y La Biblia. Sí, por ejemplo, en el salmo 90 dice: “pues mil años… son solamente un día”, o si en la 2ª epístola de San Pedro se lee que “un día para el Señor son como mil años…”, nada extraño que el Arzobispo de Armagh, James Ussher, y en el siglo XVII, haya fijado con la ayuda de datos astronómicos el día preciso de la creación del mundo. ¿Te interesa saberlo? Según el Arzobispo ocurrió el sábado 22 de octubre del año 4004 antes de Cristo ¡a las seis en punto de la tarde! Pero era un mundo en tinieblas porque la luz fue creada ¡el domingo 23 –del mismo octubre–, justo al mediodía! Todo el cálculo hecho en base a la conversión de un día divino por mil humanos años y de acuerdo a La Biblia, de donde se derivan conceptos tan claros como el de ‘anno mundi’ (año mundano o del mundo), que le permitieron a Ussher fijar el nacimiento de Cristo en el 4,000, o sea, mil años después de que se inauguró el Templo de Salomón. Por cierto, y de acuerdo a las casi dos mil páginas de los trabajos calculistas del Arzobispo, fue precisamente un domingo siete de diciembre –del año no tengo referencia y espero no me acuses de inexacto por ello– cuando empezó a llover y en serio, y el Arca a flotar con Noé dentro. Con toda su buena voluntad astronómica y teológica, James Ussher no convirtió sus deducciones en convencionalismos. ¿O sí?
El dato más simpático e inequívoco que confirma la teoría de los convencionalismos históricos, es sin duda el calendario. Julio Cesar le añadió dos meses –uno con su nombre, faltaba más–, para ajustar el arcaico de Numa. Con todo, los calculistas del Cesar fallaron, y ya para el siglo XVI ni solsticios ni equinoccios coincidían, ni tampoco funcionaban las ‘bisextalidades’ (bisiestos) decretadas originalmente por sacerdotes romanos cesarianos. Así el Papa Gregorio XIII pidió a unos jesuitas que calcularan un calendario exacto y todo esto, insisto, ¡acabando el siglo XVI! Así, y no por decreto papal sino por evidencia astronómica, a 1582 se le quitaron diez días, y se fijaron las ‘bisextalidades’ cada cuatro años en febrero. El escindido mundo protestante ¿aceptó? Claro… que no. Fíjate, fue hasta 1752 cuando Inglaterra decidió que el reformado calendario no tenía mucho que ver con cuestiones teológicas sino con la simple lógica de la rotación y traslación del planeta. En todo caso el diciembre actual no coincide con diciembres que fueron marcados por otros calendarios, pero eso no importa convencionalmente.
¿Nacimiento o arbolito? Difícil decisión y tal vez opte por la evolución amplia: ambos. ¿Que el árbol navideño es un convencionalismo nórdico? No me importa: las inexorables leyes del marquetín han marcado ya el arranque de las festividades y ni tú ni yo podemos ser ajenos a las modernas convenciones festivas. ¿O tú sí?
¿»Cálculos Bizantinos», o intereses Bizantinos? No importa, tiene más impacto social lo convencional, que la realidad histórica. Nuestros héroes patrios son convencionales: «Viva Fernando séptimo».