Y Luego…
Por Alvargonzález; 22 de junio de 1996
Le llamo, por llamarle de alguna forma, “jardinería genética”, y que funciona en sentido mucho más figurado que real. Pasatiempo de noche de insomnio que me obliga a ejercitar la memoria, y que resulta innocuo. Eso me ha permitido reducir mi árbol genealógico a tamaño bonsái, dado que mediante esa jardinería genética, cuidadosamente podo ramas y acicalo el tronco. Como los de la CFE –rameros podantes–, temo que si dejo crecer excesivamente la fronda, me cause cortos circuitos insospechados. Ya vez, las ramas y los cables no se llevan bien.
Como tú, como todo mundo, tuve ocho bisabuelos; y a diferencia de ti y de muchos en el mundo, me sé sus nombres: Eduardo, Zeferina, Ramón, Jesusita, Eustaquio, Pachita (Francisca), Juan y Amalia. Ocho con sus respectivos apellidos que omito para no marearte. ¿Por qué me sé sus nombres? Tal vez por aquello que repetía el maestro Valenzuela: “quien no sabe el nombre de sus bisabuelos no merece el calificativo de humano”. Tajante y razonable, porque tú y yo somos atavismo; colección de atavismos incógnitos. ¿Te imaginabas que ‘ataves’ denominaban los latinos precisamente a los abuelos? De allí, de ellos venimos, y creo que nadie lo ha dicho en forma más poética que Yupanqui con su guitarra: “me galopan en la sangre dos abuelos…”. Los genetistas son mucho más crudos cuando hablan de cromosomas y esas cosas tan complicadas. ¡Somos atavismos manejando el presente! Raíces lejanas e insospechadas.
Una buena tarde decidí que era tiempo de conocer un pueblo con nombre de poesía: Madrigal de las Altas Torres. Tenía curiosidad por una razón real –allí nació Isabel la Católica–, y una razón muy mexicana, pues allí brotó a la vida una de las figuras egregias de la hechura de la suavepatria. ¿Has ido a Michoacán? Lástima que el ingenio mexicano haya quedado trunco, pues si surgiera otro Vasco de Quiroga, Michoacán no sería gran exportador de indocumentados. Tata Vasco nació en Madrigal de las Altas Torres.
De Salamanca a Madrigal, tal vez un par de horas. O más, porque cuando no llevas prisa lo mismo da si es una, dos o tres. Al salir de esa Salamanca que sigue sin prestar habilidades que no da la vida, miré en el camión rostros conocidos, actitud colateral al síndrome del emigrado, laboral, académico, político, conyugal, o lo que sea. El emigrado –su imaginación– reconstruye rostros familiares en puntos insospechados; o paisajes u olores, o lo que sea que le vincule con su raigambre. Te digo: somos abuelaje aun geográfico. Atavismos.
¿Emigrado yo? No tanto. Verbotraficante laborando en antenas de onda corta. Pero ese es cuento aparte. Como buen viajero sin prisa, ni siquiera había preguntado por el itinerario del camión por carreteras secundarias.
De pronto un letrero carretero y una escala insospechada: “Toro”. ¿Un pueblo llamado así? Sí, y a no muchos kilómetros del Campo Charro Salmantino. ¿Campo Charro? ¿No que nada más mexicano que el charro? ¿Charros allá? Sí, pero más allá de eso –otra historia aparte–, Toro con sus cuatro letras y sus cinco bares. ¿Tres iglesias? Te advierto que la importancia de los pueblos españoles se mide por el número de bares e iglesias (en ese orden). Pueblo chico ¡sorpresa grande!
El número de rostros familiares se reprodujo a lo bestia: rubicundos, ojizarcos, pelirrubias gentes a las que nunca había visto y que me parecían familiares.
Tía de alguna manera fue, y por esa mínima parte de mi árbol genealógico reducido a la impactes bonsái. María Toro –y si quieres añadirle ese hipotético “de”, ponle Núñez– murió la semana pasada. Quién sabe en qué vuelta de registros genealógicos perdió en su apellido un “del” que sus familiares conservan: Gilberto del Toro, Federico del Toro, y tantos otros de Zapotlán (y por favor, si le recuperan el nombre ancestral a la población, no le vayan a poner “Zapotlán del Chiripo”, si no déjenle lo de Ciudad Guzmán). María Toro de Núñez murió a la respetable edad de ¡108 años!
¿Tía? Si algún día te tomas la molestia de entrelazar apellidos a tus bisabuelos, verás toda la genealogía que navega en ti; ancestralidad insospechada. Por algún lado de mi ramaje genealógico conservado por comodidad psicológica –hay que saber podar para saber crecer–, están los del Toro.
Aquella tarde Salmantina aprendí algo de mí y yendo a buscar las raíces de una tal Isabel –que mucho tiene que ver con la raza que somos y que nos han enseñado que es buena… para el tercer mundo– y de un egregio revolucionario de la empresa mexicana, un tal Vasco de Quiroga. Aprendí, por los ojos de mi ser verbotraficante y amante de la historia, la forma en que se hizo un apellido: por la migración de buscadores de la felicidad. ¿En qué año, de cuál siglo, un habitante de Toro fue a Sevilla y se embarcó para América; aquel Nuevo Mundo en donde se podía ser feliz? Recuerda que ese es el único motor de las migraciones: la felicidad. ¿Cuántos, cuándo le siguieron? No lo sé ni lo voy a averiguar.
Con esa visión vespertina de rostros familiares que nunca había visto, aprendí algo de mi complicada raigambre –la tuya también es complicada– de atavismos. De abuelos, bis, tátara, y demás ancestralidades incógnitas… que subsisten en ti y en mí; en ti las tuyas, en mí las mías. Algún día platicaremos de cómo se formaron los apellidos. Todos los tenemos, y con ellos ¡tantas cosas! Genoma.
María, tía, Toro, murió. Ciento ocho años, ni muchos ni pocos sino los que le tocó vivir. La muerte le encontró viva –privilegio–, enormemente lúcida. ¡Zas, llegó!
De Toro partieron, a Zapotlán llegaron y se hicieron los del Toro. Apellido derivado de la procedencia, como los Castellanos de Castilla, los Vizcaínos de Vizcaya y los Mendoza, de Mendoza. ¿Cómo anda tu árbol genealógico? El mío, podado y todo aquí lo tengo.