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Digesta

Y Luego…

Por Alvargonzález; 12 de junio de 1997

Son cuestiones muy íntimas, pero ni modo: ¿Cómo anda tu proceso digestivo? Como de antemano sé que no te interesa ni un flotante peso saber acerca del mío, me atrevo a hacerte otra pregunta: ¿Cómo andan tus digestivos sistemas? ¿Andan bien todos ellos, o requieres –como yo– de “pasadores” más o menos artificiales? La digestión implica eso: pasar y bien, por ambos extremos del proceso.

En términos biológicos simples, todo ser viviente in-giere, di-giere, asimila y excreta, y espero no molestarte con tan fundamentales e inevitables asuntos. Obviedades. Lo que ya no re­sulta tan obvio, quizá, es el hecho de que los quesque seres pensantes somos ingestores consuetudinarios de noticias o de elementos más o menos condi­mentados por los multimedios nutrien­tes de la curiosidad –o de la necia necesidad de intentar saber qué pasa a nuestro alrededor–, y vivimos ingirien­do eso: noticias; lo no-ta-ble. Vivimos ingiriendo fragmentos, cocinados en la cazuela del medio masivo que elegimos, y en ocasiones son noticias coci­das a fuego lento y otras endilgantemente crudas.

Vivimos tragando noticias. Principalmente nuestros ojos y oídos se convierten en órganos ingestores de esos sopes de picadillo noticioso. ¿No te sientes víctima de la indigestión noti­ciosa? Puro picadillo.

En tiempos de la pre-guerra Euro­pea, ganada por los ganadores del siglo que se va, y ellos tan cerca de Europa y tan lejos de nosotros, nació en los cua­rentas una revista con intenciones de­claradas en su misma portada: ‘…diggest’. ¿No te suena eso a “digestión”? Esa su función: evitar que la tri­pa del cerebro propio tuviera que digerir algo, y dentro del proceso de convertir lo que en inglés se escribe como (ira que digestivo nombre) simple lucha de “buenos” contra “ma­los”. Lo que no alcanza a digerir todavía La Historia es el hecho macabroeconómico de que los “malos” del ‘diggest’ de los cuarentas sean ahora los quesque “buenos” cara’l veintiuno.

Hubo una vez… ¡Y suena a cuento de hadas! Y peor te la cuento, pues más que Rey fue Emperador, y el cuen­to tiene algo que ver con la terrible indigestión que padezco yo, entre noticiosa y legal. Imagino que entre tú y yo existe un parecido fundamental: queremos ser felices dentro de un algo gelatinoso llamado “legalidad”, y que tiene que ver con algo que se supone conocemos y que se llama “ley”. ¿Ley? Algo inventado por unos individuos llamados “romanos” y por una sencilla razón: la ‘lex’ debía ser eso: “legible” para todos y por lo tanto entendible. Te digo, hubo una vez un emperador romano llamado simpáticamente Justiniano, que se encontró con que las tales Leyes no eran sino un enredo formidable, y por ello decretó que se hiciera el Digesto; simplificación que pusiera la ley al alcance del entendimiento del ciudadano ordinario, como yo. Justiniano vivió allá por el siglo I de nuestra indigesta era, y parece haber advertido un problema global de indigestión tan colectiva como aparentemente legal. “Las muchas leyes no son otra cosa sino disfraz de la corrupción…”, y mira que la frase tiene sus casi dos mil años de dicha en latín: ‘Ex pluribus leges… corruptísima República’. Es que si la “ley” no es la legible pa todos, no sirve ¡sino para los abogados! Ciudadanos de privilegio que las digieren…

El problema de las noticias, como indigestión permanente, es el mismo del picadillo: ¿de qué está hecho? De elementos muy simples que al combinarse pueden resultar indigeribles o incluso tóxicos; elementos que simplemente son ¡palabras! que se entienden muy distintamente según el contexto y cuya in-digestión puede ser intencional.

Hace algunos años un grupo de temerarios estudiantes de una ciencia llamada reverencialmente por mí marquetín, me invitaron a un pomposo congreso. Nunca en mi vida he dado una supuesta conferencia ante auditorio más mayúsculo: teatro lleno. El asunto central del congreso era una palabra: “Servicio”, o su plural. ¡Horror no tanto enfrentar al auditorio monumental, sino al significado esencial de la tal palabreja! Acabé no diciéndoles que los romanos llamaban “siervos” a sus esclavos y no lo hice por el simple temor a despertar en ellos la hipótesis de que en este siglo de las luces atómicas aún la esclavitud sigue disfrazada de muchas formas. Ni tampoco sentí que pudieran haber entendido aquello tan místico del “nada más denigrante que servir por dinero, ni más egregio que hacerlo por amor”. No están los turísticos tiempos para ello, ni el país que ya por Baja California se está convirtiendo en un país de meseros, recamareros y tiende-camas-de-hoteles. ¡País de servicios!

Eso es: dentro del proceso de digestión histórica –también La Historia tiene que ser procesada metabólicamente por la colectividad–, me cuesta mucho trabajo entender que nuestro destino sea el de siervos. Y apostar por el turismo como la gran fórmula emergente, en algo equivale al de esas familias que logran resolver la penuria mediante la renta de encantos corporales, un mal muy necesario, pero que es preciso manejar dentro de una proporcionalidad racional y con su novedoso nombre: sexo-servidoras. Lo mismo el turismo: vivir sólo de la renta de los encantos del cuerpo geográfico nacional, o verlo como la gran esperanza, denota una formidable falta de imaginación.

Te decía hace rato que a lo largo del día, y como nunca había ocurrido en la evolución humana, ingerimos noticias. Invariablemente en el noticiero aparece el “explicador”. ¿De qué? De la supuesta realidad. Creo que a tan nobles personajes se les llama “comentaristas”, cuya hipotética función es la de convertir ese heterogéneo picadillo en bollo asimilable. Y digo que la función es hipotética porque en ese noticiero sinfín en el que estamos inmersos, no puedo menos que sentirme náufrago; con todas las explicaciones que me da mi comentarista de cabecera (¿cuál es el tuyo?), no deja de acompañarme un saborcillo a caos y rompecabezas al que le faltan o sobran piezas. Indigestión.

Tienes por ejemplo esa indigestión económica que padecemos. Me explican, me dicen, me presentan cifras, y lo mismo da en cuanto me asomo a la calle e incluso al espejo, y percibo que algo no funciona en nuestro tripaje macroeconómico. Y si la función de los comentaristas es precisamente la de “digestores” colectivos, he llegado a pensar que tal vez resulte más conveniente que actúen justamente como lo contrario: In-digestores, y para mantenimiento de un sistema que funciona bajo elementos sustantivos de una simplicidad franciscana en su escala internacional: mano de obra barata (si regalada, mucho mejor), libre flujo de capitales (para beneficio del Primer Mundo) y libre mercado de productos (vendidos, claro, por quienes los producen).

La indigestión noticiosa cotidiana, tiene una gran virtud: la sensación de llanura; la sensación del “lo sé todo”. ¿Todo? Sigo pensando que Confucio tenía razón con aquello del “quien sabe, no habla; y quien habla no sabe”. Te dejo, tengo que seguir untándome noticieros…

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