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¿Dime-nombres?

Y Luego…

Por Alvargonzález; 27 de junio de 1996

Acá, se solicita uno que reúna las características de los tiempos remotos: con retentiva prodigiosa y bajo salario –tirando a nulo–. Urgentemente re­quiero un Nomenclátor. Difíciles de encontrar hoyendía, pero tal vez tú re­quieras otro. ¿O no?

Día tras día confirmo lo prodigio­samente mal armada que tengo la sesera en su sector de almacenaje de datos, al verificar que difícilmente se me olvidan un rostro visto y un nombre oído. El problema quizá radique en que rara vez –nunca– coinciden nombre y rostro, lo que me hace desempeñar involuntariamente una labor misionera y ridícula: ¡he bautizado a cada gente con cada nombre! Vergonzante labor. La sesera, desde lo profundo y en silencio me grita: “sí que has visto esa cara”, y luego maliciosamente me arroja un nombre a la lengua en un impulso que no puedo refrenar y que causa un efec­to de estupor en la persona recién re­encontrada. Te advierto: da lo mismo si el lapso de reencuentro es de un día o de una década. Frustrante.

Las ciencias políticas son tan viejas como los políticos. Eso significa que comenzando la convivencia urbana surgieron ambos males tan necesarios: políticos y pa-ciencias iguales. Parecie­ra existir una norma implícita que dijera: “político que hace el ridículo no es muy político”. Tal vez por eso en Roma surgió el Nomenclátor profesional: un esclavo con buena memoria. Un esclavo con buenísima memoria al lado del Impe­rator o del Patricio para decirle al oído nombre y otras muchas referencias de quien se acercara a él. Claro que me dirás que en aquellos tiempos era más fácil, puesto que no era preciso memorizar el número telefónico para el con­sabido luegotiablo… Esa la función del decidor de nombres, o Nomenclátor, y aquella su característica principal –esclavo–, actividad muy lucrativa (para el contratante) y que el Padre Hidalgo con sus frívolas declaraciones en Guadalajara, hizo que se disfrazara con otras demonizaciones menos groseras. ¿Salario mínimo?

Por favor no me digas que la agen­da electrónica ha venido a sustituir a esa pieza tan viva como esencial en las relaciones sociopolíticas y para respon­der discrecionalmente a la pregunta de: “¿quién demonios es éste(a)?”, o a la de: “¿fue en la congregación mariana, o en la cantina La Axila de Dalila donde nos conocimos?”. Lo que es a mí me urge un Nomenclátor, y conforme pasa el tiempo, la urgencia crece debido a la apertura del Registro Civil a la nove­dosa nomenclatura de los habitantes de la suavepatria.

Cuando me funciona, mi masa encefálica trabaja con un sistema de ganchos: jala un dato y con él salen otros. Antes con fragmentos de santoral era probable que surgiera un primer dato –carnada– para seguir pescando en el profundo lago cerebral. Pero de pronto se dio el viraje, indudablemente con sonoridad de primer mundo, y los Juanes comenzaron a llamarse Ivanes; los Ignacios, Iñakis (con “k”, por favor), los Enriques, Erikcs, los Franciscos dejaron de ser Panchos para ser Franks, surgieron los Christians, y Jonathanes (sic), las Naomis, Yadiras o Yaniras, Yuridias, Itzchelles, Irvings, Israeles y tantos otros que desbordaron mi precaria estructura sesual. ¡Que Cuitláhuac me ampare! Si supieras lo que textual y nahuatlácamente significa Cuitláhuac…

¡Acá, se solicita un Nomenclátor!

La multiplicidad posmodernista de nombres, tal vez haya privado al sistema educativo de un aprendiz de maestro. De mí. Ya sabes aquello del “quien no quiere, trabas se inventa”. Es tal vez mi caso, y debido a que recuerdo que mis buenos maestros invariablemente sabían el nombre del alumnaje. Eso, como en el caso de los políticos, les daba a los tales maestros un puntaje anímico sobre las bestias inscritas en el plantel educativo. Sí, cierto, los grupos no eran demostración ululante de la explosión demográfica (esa no la originó Pemex), mas era característica invariable y diferenciante entre el profesor “ganapán” arrojado con todo y título al interior del aula, y el maestro amante de su quehacer heroico y desbrutalizante. Saber los nombres, importa.

Artimañas, métodos y consulta a los expertos. Nada me ha funcionado hasta el momento. Que supuestamente repitiendo el nombre de quien conversa contigo, y anclándolo visualmente, se queda a disposición cerebral. Falso. Estoy seguro que ese que me encontré ayer al cruzar la calle y que se regresó a saludarme, ni se llama Gustavo ni le conocí en el semáforo donde estuve trabajando de danzante antes que me dieran una oportunidad en la televisión local. ¿Por qué entonces mi cerebro le puso penacho y una chirimía en la mano? ¿Por qué mi cerebro se empeña en hacerme pasar vergüenzas? Métodos que no me han funcionado con todas sus artimañas.

Alguien que conocí y poseedor de un directorio craneal envidiable e invisible, me recomendó un sistema bestial, tal cual: “si te fijas bien, los humanos tenemos semblanza de animales; toros, ardillas, conejos, gatos, etc. Haces clasificaciones imaginarias y de esos “archivos” es más fácil extraer la información”. Cuando, por motivos de aprender, le pregunté en qué expediente me encontraba yo, y cuando respondió que estaba en el expediente de ¡las mulas!, por ofensivo descarté el curso memorable. ¿Mula? En todo caso preferiría ser… ¿Qué?

Prefiero recurrir a métodos clásicos y sigo solicitando un Nomenclátor, urgentemente, de bajo costo –de preferencia esclavo–, y con extraordinaria retentiva.

Más que nunca ahora que la tele me exhibe con todo y nombre –bien o mal me expone–, y que voy por la calle y recibo cualquier cantidad de insultos me sigo preguntando: ¿nos conoceríamos en misa de doce en el Carmen, o cuando nos echaron del ‘Tablón Danzón’ porque nos subimos a bailar de gratis a ritmo de tanga? Estoy harto de no saber qué nombre corresponde a cuál cara.

Nota: Ayer, cuando acabé de escribir esto, leyendo a Catón Fuentes averigüé el significado ruso de ‘Nomenklatura’: una lista del “quién es quién” para uso político. ¿Horror? Eso me obliga a buscarte para conversar un poco más sobre la palabra e insisto, necesito un buen Nomen-clátor, o dice-nombres.

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