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El Remington (XIV)

Por Alvargonzález

Ancha es la mesa central (4)

No le incomodaría seguro el ‘simple’ hecho de haber dado muerte a tantos, pues recuerdo vívidamente en mi infancia haber oído a un amigo de mi padre, ex-revolucionario y aún militar, que le decía: “Juanjo: el trabajo son los dos primeros, porque luego te acostumbras”. No debían haber sido las tantas muertes, sino la de aquel su hermano mayor que le quería -textualmente- a prueba de fuego, la causa de su pesar penitenciario; la muerte de quien había sustituido el cariño de su padre a quien vio morir cuando niño a manos de los Barajas, hecho que indudablemente comenzó a modular su vida.

Era, indiscutiblemente, un sicópata, y dentro de ese esquema mental no tienen mayor cabida los remordimientos. Que su forma de ser y de actuar tenía razones, tal vez sí, una especie de venganza inacabable; justificación, no. Fruto él de las circunstancias personales y sociales; de la época en que la violencia era la norma.

Me contaba un contemporáneo suyo que por las mañanas en el corral de su casa acostumbraba practicar con sus pistolas. ‘Remington’: algún compañero de la escuela primaria le había llamado así por su capacidad de tirar piedras con rapidez inusitada y supuestamente para defenderse, como arma de repetición; y durante toda su vida el sobrenombre le acompañó. Y con él la capacidad de provocar o responder a la violencia con rapidez, y conforme a la usanza charra sus armas eran dos revólveres; uno calibre 44 y otro 32. Impensable un charro fajando una pistola escuadra.

Ahora el afamado Remington, el pistolero -título distinto al de ‘asesino’, y las sutilezas del lenguaje encajan en épocas determinadas-, en la cárcel… matando el tiempo de la única forma que se puede hacer allí: mal que bien pensando y defendiéndose interna y externamente. Dentro de la cárcel, supongo sin ser profundo conocedor en la materia, hay que defenderse de los otros y además hay que ensayar algún tipo de defensa legal, externa, para salir de allí.

Para las leyes… Las muelles legales se flexionaron con rapidez a su favor. En seis meses la justicia expedita determinó que el hecho de Peralvillo había sido en defensa personal. Fuera y retorno a la vida cotidiana. A su particular cotidianeidad. El ser humano, según parece, es bestia rutinaria o animal de costumbres y para el caso, ajusta bien.

¿Alcohólico? Nadie se atrevería a decir eso de él; en cambio ‘cantinero’ dicho en el sentido de frecuentador de cantinas, sí, y por sobradas razones.

¡Ah, las cantinas del-centro-del-centro de México! En la que prefiero llamar Ciudad de los Burócratas, en lugar de la Ciudad de Los Palacios, hasta hace pocas décadas hubiera sido imposible entender su funcionamiento sin las tales cantinas. Ahora mismo me podría largar con una disertación sobre una institución de origen británico denominada simplemente ‘club’ y su incidencia en el engranaje social, lo que todavía es válido y con ese nombre para entender el funcionamiento de la ‘monstrua’ capitalina. ¡Cuántas decisiones que afectan a muchos se toman o derivan de los clubs ‘hoyendía’!

Prefiero simplemente decir que las cantinas eran eso: clubs -tal cual, porque si ya nos robamos el singular no veo razón para no apropiarnos del plural inglés-, con una concurrencia más o menos fija, definida, y homogénea. En ese sentido se hablaba de ‘parroquianos’ con la similitud en el ámbito religioso a la clientela de los templos. Entendidas como tales no necesariamente se iba a ellas a emborracharse. La clientela acudía a departir, a botanear, a encontrarse con gente conocida. A matar el tiempo platicando, porque ni siquiera puede pensarse que la televisión fuera el gancho en aquel entonces. A pasar el rato con los pares ya fueran de oficio, de aspiraciones y conspiraciones (grilla) intenciones, o de aficiones mutuas que por aquellos años, seguro, más se hablaba de toros y toreros que de fútbol. De mujeres y de política, esos temas son invariables.

Saliendo de la cárcel y volviendo a la normalidad. ¿Qué es la tal ‘normalidad’? La respuesta es tan personal… pero era normal encontrarse con regularidad al Remington en una cantina situada allí en la calle de Bolívar, frecuentada entre otros por tapatíos asentados en torno a la gran mesa central. El mismo pero cambiado. ¿Podría ser de otra forma ahora que estrenaba en la vía pública su orfandad? Sin el Tata; sin su Grande, era otro.

Había razones adicionales para su presencia allí: lugar de reunión de jaliscienses, era el lugar adecuado para enterarse de cómo andaban las cosas en su ‘tierruca’ pues en los años treintas entre la capital del país y la del estado, la distancia era mucho más grande de la que aún ahora es. Geopolíticamente hablando o en un supuesto ‘tiempo luz’, lo que nada tiene que ver con el kilometraje terrenal y prosaico, la distancia Guadalajara-México (aún no se le llamaba ‘déefe’) era mucho más grande de lo que ahora todavía es.

Hambre de noticias y añoranza, que por bien que se desenvolviera en la Lutecia nacional, su tierra era otra: Guadalajara. ¿Volver? Por qué no. ¿Cuándo? Eso dependía de las noticias, de enterarse cómo andaban las cosas en la ‘tierruca’. Abrevadero de chismes o informaciones son las cantinas.

Y sumado a ese elemento de añoranza, era fácil suponer que a la cantina también acudían los mejores de un elemento novedoso recién trasplantado a la capital. Producto de exportación jalisciense a la Mesa Central, y no me refiero únicamente al ‘vino mezcal’ cuyo nombre se transformaría en Tequila y con adecuada mercadotecnia se convertiría en el licor nacional. Había otro factor, sonoro y auditivo; cantante y sonante.

Continuará…

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