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El Remington (XVI)

Por Alvargonzález

El retorno (1)

 Corría el año del 36. Las circunstancias políticas del país habían cambiado: del ‘Maximato’ se había pasado al ‘Lazarismo’ con sus tintes peculiares. Guadalajara, sin embargo, seguía siendo la misma ciudad; chata, con más esencia pueblerina que de gran urbe. ¿La ‘segunda’ ciudad del país? Tal vez, pero el asunto es intrascendente pues ¿qué gracia o ventajas tiene ser eso -ser la segunda- en un país donde sólo hay una gran y verdadera ciudad: La Ciudad de México? Dicho así con ese artículo que la convierte en paradigmática y única: La Ciudad. ¿Las demás? Eso: las demás.

“Todos vuelven…” dice una canción de Rubén Blades y que hace referencia a un extraño síndrome que podría ser llamado ‘síndrome del exilio’. Exiliados por cualquiera causa, y a cualquier distancia, sueñan con volver a su lar; al punto de partida. El Remington no era la excepción.

Ya sin su consejero y asesor, debe haber evaluado los pros y contras y haber hecho un cálculo que a la postre no resultó muy afortunado. Ya habían pasado cinco años desde aquella tarde del 20 de noviembre en que la carrera parejera en la Alameda de Guadalajara y después del desfile charro, concluyera como concluyó: dos muertos y dos fugitivos. Cinco años, mucho tiempo y seguro ya todo habría sido olvidado. ¿Sería cierto?

A su regreso del exilio, el famoso y conocido charro se encuentra con que sus viejos amigos y conocidos no le ‘procuran’ como antes. ¡Qué va! Percibe hacia él cierta hostilidad y recelo, pero ya está en su propio terreno y seguro piensa que con el paso de los días recuperará la hospitalidad de los habitantes de la provinciana localidad.

Guadalajara no era una chica fácil (sigue siendo una vieja crecidota y robusta a grado de obesidad monstruosa pero igualmente difícil). En aquel remoto año 36, cuando todo mundo conocía a todo mundo que valiera la pena conocer, el núcleo central social de la urbe pronto se enteró del regreso del charro pistolero. En los lugares de reunión a los que solía asistir, advertía que no era precisamente bienvenido ni muy bien visto como en otros tiempos antes de aquello…

Porque no era lo mismo agarrarse a balazos contra un militar en el Club de Billares, disparar contra un estudiante que se atrevió a confrontarlo, acribillar al novio ferrocarrilero de la chica de barrio, que haber acabado un reto parejero, entre ‘gentes de a caballo’, a balazos contra dos muy conocidos charros. Tal vez la ciudad podría haber olvidado los hechos, pero ¿algunos ciudadanos también? Las ciudades, según parece, son lo que es la memoria de sus habitantes porque ladrillos y canteras son olvidadizos…

Ya finalizaba el 36 del pasado siglo. Aquella puebla tapatía estaba de fiesta en uno de sus barrios que como otros se había desarrollado en torno a un templo; no un barrio ni templo cualquiera, sino en el mero Santuario. Fiestas ‘Guadalupanas’: novenario, regocijo urbano. Era preciso ir, estar allí, participar de la fiesta popular.

Y fue. Como lo hacían todas las familias de aquella ciudad pues en torno al templo se instalaban carpas, cenadurías, y la verbena se organizaba en el jardín frontal al templo. Y fue. Claro, si había regresado a su punto de partida no había sido para permanecer al margen de las festividades; ajeno al pálpito urbano. Y fue el 10 de diciembre año del 36. Era jueves…

Traje de charro, impecable, color negro. El lugar congestionado por los festivos tapatíos -el ‘guadalupanismo’ había sido trasplantado con éxito desde su punto de origen y por aquel sabio fraile Alcalde hacedor del Santuario-, y a pesar de que ‘tutilemundi’ procuraba participar en la fiesta, los problemas viales traducidos ‘hoyendía’ en que los automóviles ya no tienen por donde pasar ni hay lugar para dejarlos, distaban mucho aún por llegar. Tiempos aquellos en los que en la compacta Guadalajara automóviles y propietarios de los mismos eran fácilmente identificables. “El de ‘Donfulánez’ es un…”

Incluso había quien se acordaba del número de placas de aquel Buick Roadmaster, (057-657, esa la matrícula) lujoso y delatante de que su propietario no era un cualquiera. Allí casi en el cruzamiento de Juan Álvarez con Pedro Loza, a pocos pasos del Santuario, el charro estacionó su vehículo y no es que fuera precisamente a rezar el rosario del novenario. No, que va; charro sí, pero mocho no.

Continuará…

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