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Escobedo

Y Luego…

Por Alvargonzález; 17 de julio de 1997

Es un poco, o no tan poco, el problema de los desechos que generan las ciudades. ¿Dónde ponerlos? Lejos, donde no se vean, donde aparentemente no estorben. Mirándolo bien, es el mismo caso de los panteones (¿no se depositan en ellos desechos orgánicos?), que a poco de quedar extramu­ros de la ciudad, luego ésta los alcanza y engulle.

Para mí el nombre de Escobedo tiene resonancia muy alta. Fue en aquella extinta calle que fue vasodilatada para convertirse en Federalismo, en donde merodeó buena parte de mi infancia y adolescencia. Todavía el rumbo no me es desconocido quizá por mi patológica adherencia al centro de gravedad ur­bano. ¿No es grave el deterioro del centro? Dímelo tú, y no es por otra razón que le llamo así: centro de mucha gravedad, más que histórico. En todo caso el nombre de la calle no le venía por don Mariano –el vencedor de don Maxi y en Querétaro–, sino por don Antonio el de Etzatlán, que fue gobernador allá por el 45 del siglo pasado. Ese Antonio fue el de la idea de poner allí, lejos –bastante lejos– de la ciudadanía la llamada Cárcel de Escobedo. ¿Lejos? Sí, pues quedaba a diez cua­dras de Palacio. ¿Percibes cómo ha cambiado la ciudad?

Hoy, y todo por la cábala de que el 17 de julio de hace 64 años cayó el último vestigio de la cárcel –al ser derribada la última parte de la muralla que daba so­bre la calle de López Cotilla–, creo que bien podemos hablar de eso: de la Pri­sión de Escobedo y de los depósitos de desechos humanos que genera la lla­mada “civilización sigloveintesca”.

La enorme huerta del Convento del Carmen, que en términos contemporá­neos abarcaba el cuadrilongo que va de Federalismo a Tolsá y de López Cotilla a Pedro Moreno, fue escogida como el terreno ideal. Allí, el 24 de mayo de 1845, fue colocada la primera piedra de la Cárcel Correccio­nal. Buen tiempo tomó su construcción, pues para 1867 –cuando los franceses la hicieron su fortaleza–, ya casi estaba concluida; de hecho en ese año fue inaugurada oficialmente con sus seis hectáreas de cobertura y sus 16 galerías convergentes hacia un patio central; con sus tres departamentos y su cupo para aproximadamente tres mil personas. ¡Enorme! El proyecto inicial había sido del arquitecto español don José Ramón Cuevas.

¿Has visto fotografías de aquella antigua cárcel? El pórtico era “tipo” Degollado (del teatro, claro), o sea “tipo” Acrópolis (en Atenas, claro). “Una fachada de estilo dórico puro y construcción digna de romanos; a derecha e izquierda grandes muros con balcones a la moderna y ventanas estilo periodo colonial, y baluartes en los ángulos estilo feudal Edad Media…”, tal como la describe alguien al momento inaugural. O sea que no se escatimaron recursos estéticos para ese albergue de desechos orgánicos o de injusticias –también muchas sucias injusticias se depositan en las cárceles–, en la modosa Guadalajara del otro siglo. Por cierto, el ingeniero David Bravo fue el autor del pórtico, para cuya hechura se arrimó cantera de Cajititlán, de Zalatitán y de Huentitán; cantera gris que contrastaba con la rojiza que se ocupó para la construcción de la muralla exterior.

Cárcel y Correccional. Ahora que está tan de moda (y tan hueca) la palabra “reciclaje”, las pretensiones del edificio de Escobedo eran esas, con sus bien montados talleres de herrería, talabartería, carpintería y qué sé yo: los desechos humanos que eran admitidos, se les rehabilitaba para luego reinstalarlos en la sociedad. Hermosa intención a la que ahora se le llama pomposamente “readaptación social”. Desgraciadamente no quedaron estadísticas testimoniales que permitan evaluar el grado correccional de la ahora extinta fortaleza penitenciaria a la que surtían de agua con los caudales provenientes del Colli. ¡Qué tiempos aquellos de la ciudad compacta! ¿Compacta? Y tanto que en el muro trasero de la penitenciaria se iniciaban las llamadas Barranquitas –así, sin apellido como pudieron tenerlo las del viento Norte o de Alcalde–, a donde los tapatíos iban a pasear de díadecampo en las fechas feriadas. De la cárcel hacia el poniente la enormitud del campo abierto. Pero también en esos campos baldíos junto a la muralla, se tiraban los “desechos del vientre” de los internos, porque al proyecto inicial le faltó algo: drenaje. ¡Vaya peste!

¿Correccional? Insisto en el nombre porque contrasta con el de uno de sus patios: de Los Laureles, y que suena hasta evocador. Sólo que allí en ese patio se realizaban correctamente las ejecuciones; los fusilamientos, y ese sitio estuvo entre lo que ahora son las calles de Camarena y Escorza, y orgullo era para el pelotón en turno que se oyera una sola sincronizada descarga. En tiempos de las revoluciones amparadas bajo el genérico de La Revolución, a los reos –contrincantes políticos– se les ejecutaba en público, y no era poco el que acudía a presenciar aquellos festines de sangre, a espaldas del edificio y en donde Juárez cambia su nombre a Vallarta. ¡Vaya tiempos!

Parece ser norma urbana: en torno a un edificio, cualquiera su uso, las inmediaciones se pueblan. Las cárceles se hacen lejos –en teoría–, y a poco comienzan a ser núcleos poblacionales a pesar de ser eso: depósitos de desechos orgánico-sociales, que hay que ampliar y reubicar. Escobedo, prisión, hizo crecer en torno suyo a la ciudad y luego estorbó.

Paso a paso y lentamente fue acabándose la Penitenciaria. En un trozo de terreno, el General Manuel Macario Diéguez hizo edificar lo que iban a ser escuelas: la Constitución y la escuela Reforma; luego se pensó que era mejor albergar allí los palacios de Justicia y Legislativo, pero ni escuelas ni palacios fueron sino sede de una desfundada y luego refundada Universidad de Guadalajara. Te digo, un 17 de julio fue demolido el último trozo de muralla; una parte del predio se convirtió en parque –de la Revolución, faltaba más–, y el resto se lotificó. Luego Federalismo le quitó un buen trozo al parque y luego…

El creciente problema de las cárceles. Aquella de Escobedo con su capacidad para tres mil reos, era enorme; pronto seguro será insuficiente alguna con capacidad de 300 mil, y todo porque el mecanismo de producción de esos desechos sociales altamente tóxicos está disparatado. El problema quizá no sea donde las ciudades ponen sus cárceles, sino cómo las ciudades pueden producir menos candidatos a ocuparlas. ¿Tienes alguna idea? Porque la utopía “correccional” o rehabilitadora creo que es tan probable como el destorcimiento de árboles. ¿Destorcer cerezos o los Ceferesos destuercen? El mecanismo productor de criminalidad está disparatado demográfica y educacionalmente, y a veces se me ha ocurrido que no sería fuera de tono establecer como una fórmula social decir al despedir a mis amigos y luego de la conversa: “¡que tengas un buen asalto!”. ¿Quién va a capturar y dónde albergarían para quesque rehabilitar a los que armados incluso con computadoras, se dedican –por hambre o por glotonería económica– a despojar a otros de lo suyo? No es que las cárceles no sirvan –nunca han servido–, sino que el sistema de convivencia social, la urbanidad, está un poquitín desmadejado. ¿Poquitín?

Táte bien y luego… te busco.

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