Y Luego…
Por Alvargonzález; 12 de septiembre de 1996
Lo mismo da Juan que Sebastián. Mira: lo’tro día intencionalmente cambié el nombre de Sebastián Vizcaíno –quien además de protojalisciense fundador de ese tronco grueso y familiar de los sureños Vizcaíno, fuera el primer embajador de todas estas tierras continentales y americanas en Japón–, y lo cambié a ver si me corregías la plana. Pero no, nada, lo cual es sumamente alentador, pues aumenta mi certeza de que aún no existe esa conciencia de corrección que se da entre tú que usas el medio, y los que de una forma o de otra lo fabricamos. Eso, insisto, nos permite decir ¡cada cosa!
Como el fervor septembrino y patriótico se aproxima a su culminación, te decía la ocasión anterior que hay que ponerse a tono con él. Y con eso de que patrioterismo no es sinónimo de patriotismo, me pareció oportuno asomarnos a los antecedentes del memorable 810, cuando empezamos a tratar de ser independientes. Por ello, y en razón de los apellidos que pueblan estas tierras, quise ensayar contigo las reflexiones de Hidalguía; en torno incluso a ese apellido tan sonoro e Hidalgo, derivado de los fijos-de-alguien o alcurnes hijos provenientes de familias blasonadas o con historial triunfante. Así, la tal hidalguía española se convirtió en el apellido de quien redundantemente es señalado como Padre de la Patria. ¿Habías caído en la cuenta de que Patria es justamente derivativo de Padre? Tal vez por la sexación de oficios, la determinación de la territorialidad –cosa macha y no pocas veces exenta de violencia– correspondía a los hombres; a los padres. Esa disimilación entre patri-monio y matri-monio, sigue siendo una velada sexación de funciones, diferenciante entre un guerrero y la casera; al padre correspondería el establecimiento de bienes patrimoniales y a la mujer, ¡madre!, la creación del matri-monio. Y eso viene a cuento por la reduplicación del padre-patrio Hidalgo y la patria que paternizó.
Una mala noticia histórica, es que en septiembre del 810 no se alcanzó la pretendida independencia. ¡Qué va! Pero con eso de que la tal historia no son fechas, convencionalmente se le quiere atribuir a Hidalgo la conclusión de un proceso que entonces comenzó ¿simbólicamente? en Dolores y en el atrio parroquial. Pero más allá de las fechas, la necesidad de asomarnos a un México emergente y por algo: el olvido condena a la repetición, y con eso de que Nación –literalmente– es una especie de gerundio trunco de “naciendo”, pareciera necesario ensayar de alguna otra forma el re-nacimiento colectivo o nacional.
La Revolución Francesa fracasó en Francia y los enunciados de Igualdad, Legalidad y Fraternidad, Napoleón se encargó de traducirlos a su favor. La figura del zurdo Emperador no es ajena a nuestro 16 de septiembre, y en la próxima ocasión te diré lo que significó para Hidalgo en el momento de arranque de la tempestad. Por hoy, valga repetirte una frase que estaba en bocas parisinas durante el siglo XVIII o de las luces (muy francesas): “si dios (sic) quiere decir algo a los hombres, sólo tiene que depositar la idea en una mente francesa”. Algo así como afirmar que el idioma de Dios era precisamente el Francés, y nada extraño reconocer que la “Revolución de Independencia”, como le llamaron en su tiempo los panfletistas, estuvo llena de palabras escritas originalmente en francés, y para esto hay que entender el enorme estirafloja entre España, Inglaterra y Francia por la hegemonía mundial y desde el siglo XVI, y que mucho tenía que ver con la hegemonía del pensamiento. Como dice el marquetín contemporáneo: quien te mete una idea en la cabeza ha conquistado un enorme territorio, y los enciclopedistas lo lograron con su razonable tesis de que todo puede ser explicado mediante la luz de la razón. ¿Todo?
Vistas a casi 200 años, las razones del Cura Hidalgo para lanzar su proclama –grito–, eran en parte válidas, pero quizá no tanto para justificar un procedimiento que quizá siga vigente en nuestro independentismo tan a la mexicana y con vicios y virtudes de manufactura española: “pos a ver qué sale”. Hidalgo lo reconocería, encaminó un movimiento hacia algo notablemente bueno por una ruta impredecible.
Si algún día visitas Londres, busca el mínimo Palacio de Saint James; y si por España pasas, busca el Escorial. A mí me parecen símbolos arquitectónicos de dos formas reales –de realeza– en procedimientos. La Inglaterra desde la magnífica publicista política que fue Isabel I –quesque Reina virgen–, empezó a expandirse y España a desinflarse, y antes esos procesos tomaban siglos. El Imperio Español se iba convirtiendo en una maraña burocrática y cortesana, mientras los ingleses iban cautelosamente administrando sus avances. Te digo, los palacios son símbolos de la relación entre habilidad para resolver problemas o para crearlos. Poco palacio y mucha administración, parece ser el grito de Saint James, y el del Escorial es justamente lo opuesto: mucha pompa (con lo que ello signifique), y poco talento. Este es muy poco espacio para que conversemos sobre imperios crecientes o decrecientes, pero los territorios americanos de la Corona Española padecían de pésimo sentido administrativo. Y peor te la cuento: con una cerrazón absurda se pretendía seguirlos gobernando con pura inteligencia peninsular. De allá impuestas todas las autoridades, en demérito de los criollos, o hijos de emigrantes nacidos en estas tierras.
En el grito de Hidalgo resuena sobresaliente (ya te contaré qué dijo el Padre de la Patria) la palabra maldita ¡“Gachupines”! Alguna vez para “Historia 16” –revista española–, escribí algo sobre el origen de tan incierto término que aparece incluso en el Quijote y que hasta donde he averiguado, hasta fue sinónimo de fatuidad; de arrogancia y vanagloria. Fíjate, todos los peninsulares llegaban pregonando estirpes, parentescos palaciegos y lo que ahora llamaríamos “enchufes” políticos. Llegaban sin conocer la tierra que gobernarían y aplicando criterios que tendrían poca probabilidad de funcionar. Pero la Corona Española –ya amenazada por Napoleón– seguía en su terquedad. ¿No has visto los cuadros de Goya, valiente testimonio de un pintor que les puso a los monarcas sus auténticos rostros de estúpidos? Rodeados de asesores –Validos, les llamaban– que poco interés tenían por nada más que la lujuria y el lujo personal. No sé por qué al decirte eso se me vienen a la sesera dos palabras que son tan bien o malsonantes como quieras: “chilangos” y “Montoya”, y todo a propósito de cortes palaciegas sobresaturadas. ¿Mucha política y poca administración? ¿Todo lo bueno está sólo en el centro del poder? ¿Asesores franceses? Te digo; la Nación es gerundio trunco de naciendo. ¿Por qué no aprendemos del pasado e intentamos el re-nacimiento, bien?
El proyecto de Hidalgo tenía una consumación sencilla en términos numéricos: acabando con los mucho menos que 50,000 gachupines existentes en estas tierras, seríamos felices. ¡A darle! Y los criollos encabezaron el movimiento de independencia. La intención de quitarnos el pesado yugo impuesto de lejos, maravillosa; la fórmula, caótica. “¡A ver qué sale!”. ¿Qué salió? Mírate al espejo y dime si ves un rostro feliz y lleno de esperanzas patrióticas. Tú y yo somos el resultado de procesos que nos han precedido.
Hidalgo –entre sus méritos literarios está haber traducido el Tartufo de Moliere–, con ideas francesas fabricando un primer plan nacional. ¿Cuándo vamos a empezar con ideas nacionales? Su grandeza es innegable; su ideal no retractado nunca de tener un México libre, y su enormidad al enfrentar la muerte en la remota Chihuahua después de escribir una revisión de su gesta. Dice textualmente: “Me faltó contrabalancear la teoría con los obstáculos y por esta imprudencia desde los primeros pasos me vi precisado a los excesos… quisiera que a todos los americanos se les hiciera saber esta declaración…”.
Fíjate, Hidalgo nos llamaba “americanos”. ¿Somos eso? Pué que sí…
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