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Inter-estar

Y Luego…

Por Alvargonzález; 15 de agosto de 1996

Una misma palabra o expresión puede significar o interpretarse en forma muy distinta. Vaya obviedad, me dirás, pero en el momento en que te enteres que el llamado “Puente Grande” marcó decisivamente mi vida, tal vez te sorprenda saberlo.

Lo que ocurre es que la tal denominación de Puentegrande –y dicho así de corrido–, es sinónimo de purgatorio de sentencias bien o mal dictadas. Ocurre que el magnífico puente, a pesar de estar a buenos kilómetros de distancia de quienes allí se re-inadaptan insocialmente, le ha prestado su nombre al depósito de seres fabricados defectuosamente por la sociedad. Para mí el Puente Grande sobre el Río del Señor Santiago –o Río de Tololotlán–, tuvo otro significado y la oportunidad enorme de ser lo que soy: filólogo, lo que significa nada más eso: un loco inofensivo enamorado del lenguaje.

¿Te interesa que hablemos de eso? Sí, de puentes y del lenguaje como tal: un puente que utilizamos para vincularnos, y todo a propósito de lo que es y significa el Puente Grande.

Vaya faena que debió haber sido la fábrica del puente sobre lo que aún me tocó –afortunadamente– conocer como Río Santiago, con su cauda impetuosa. En esa proeza se empleó una tecnología milenaria y cuasi sagrada, herencia románica englobada en ese decir de: “es obra de romanos”. Monumental faena la de formar islotes que permitieran la cimentación y luego de escoger el punto adecuado en donde el río no fuera ni muy profundo ni demasiado rabioso. De hecho los incógnitos ingenieros novohispanos, o proto mexicanos, no hicieron sino trasladar hacia esas vegas junto al vado de Tololotlán (sí, las vegas son las orillas del río), una ciencia que acompañó en su viaje a España a las centurias romanas. Junto a los centuriones, los pontífices o hacedores de puentes.

Tal cual: pontífices, abreviatura de ‘pontes-facientes’ o factores, conocedores de los elementos necesarios para desafiar la hidráulica con cálculos estructurales sobrados de resistencia. Fíjate que no era lo mismo sostener el Puente Grande el peso de diligencias y remudas de aquellos tiempos, que el de los actuales transportes que aún salvan la cloaca (ya no es río) por medio de él. Así que nada raro que la ciencia de aquellos privilegiados se convirtiera luego en una denominación sacra, y no extraña que el emperador se adjudicara con otra dimensión del término de ‘Pontifex Egregius’; puente entre los seres humanos y las divinidades, teoría que a lo largo de la historia ha cimentado más de un absolutismo incluso disfrazado como democracia.

Mas te contaba líneas atrás que el Puente Grande, como denominación regional, posibilitó que yo comenzara a aprender a leer y a escribir. Tal vez algún día te diga algo más acerca de mi banal biografía, pero consciente de que no tengo derecho a quitarte el tiempo con asuntos de interés meramente personal, quisiera preguntarte algo: ¿cuántas veces tu explicador de la realidad nacional o local, tu comentarista de cabecera vía radio o tv, repite eso a lo largo de sus sesudas explicaciones? ¿Repite qué? Eso: in-te-re-san-te. Una palabra tan usual que yo he llegado a preguntarme qué es realmente lo interesante, y por eso quise compartir contigo mis vivencias junto al puente.

Allí, en su proximidad, tuve la oportunidad de aprender del maistro Valenzuela; aprender dónde los puntos, las comas y cómo las palabras encierran su propia historia. Y Valenzuela me repetía: “no me digas que es interesante sino interésame en ello. Lo que es tal, interesante, nadie tiene que decírtelo”. Por ello tal vez me preocupe la resequedad en la lengua de los explicadores de la hipotética realidad nacional o universal. ¿Interesante?

“Y una tarde junto al río, me pareció tan extraño llamarme Federico…”. ¿Te acuerdas de Lorca? Pues Federico y su extrañez aparte, una tarde junto a esa obra magnífica de la ingeniería colonial –era tiempo de aguas, cuando el río aún rugía tumultuoso en Juanacatlán–, percibí con toda intensidad lo que es el “interés”. Un puente, cualquiera su dimensión y fortaleza, inter-está, o está entre dos orillas, vegas, bandas o lados. Tal cual, y si no me lo crees verifica mis teorías que a veces también me parecen increíbles a mí; un puente-está-entre…, y así de fácil. Pero de la misma forma que resultaba –y resulta– difícil y cuasi sagrado la construcción de los tales puentes, igual fabricar el lenguaje, que en no pocos casos parte de elementos muy concretos para denominar abstracciones sumamente complejas, como esa de comunicar las propias ideas.

Al escribirte ahora no sé si percibas que estoy tratando de construir un puente entre mi particular sesera abollada por mi particular biografía, y la muy sana tuya. ¡Un puente! Quiero no parecer pontificial o dogmático –defecto muy común entre nosotros–, pero no sé si lo logre. Eso son las palabras: ¡Puentes! Vivimos tratando de vincularnos con otros, siempre tan próximos como distantes; tan iguales y tan diferentes. La existencia es un juego de puentes levadizos que vinculan nuestro reducto íntimo con la exterioridad ajena; mediante esos puentes permitimos a otros que accedan, dosificadamente, a las habitaciones de nuestro palacio o pichonera interior, lugares recónditos de nuestro ser que únicamente conocemos tú los tuyos y yo… ¡quisiera conocer más de los tuyos! No es justo que nomás tú te enteres de mi biografía tan particular que, te digo, una tarde y junto al puente…

A ca’quien le interesa lo que le interesa. ¿Te parece bien esa obviedad? Te lo digo porque desafortunadamente, en un momento de arrebato me esclavicé con una de esas maquinitas que te llevan mensajes insospechados (cuántas estulticias incógnitas he recibido por ese pitante aparato…) hasta donde te encuentres. Tampoco –y por si te interesa– llegan a todas partes y como dice su publicidad, pero eso es cuento aparte. Como supuesto donativo por el alto precio de tan esclavizante chicharra (que ya voy a regresar a la empresa de Teléfono-Celeste porque ya me harté de sus cuentas), diario un reporte bursátil con el bamboleo de las llamadas tasas de ¡interés!, que no son otra cosa que los puentes que amablemente diseñan los bursátiles bancarios para que los comunes humanos entremos en esos castillos de la pureza financiera, en cuyo interior a veces se oye el chirriar de dientes. ¡Te digo! Los Intereses Creados, hermosa obra de Benavente, te la recomiendo (ve con el amigo René, allí a López Cotilla 813, que tiene buenos libros a buen precio); tal vez leyéndola entiendas un poco más sobre eso: in-te-re-ses y no in-te-re-san-te.

Difícil la hechura de puentes; tanto que andando el siglo XVIII, cuando quedó concluida la fábrica del Puente Grande, la leyenda tomó cuerpo y se afirmaba que fue construido en una noche por el señor de las tinieblas. ¡Sólo el demonio podría haber hecho algo de tal magnitud! Yo no lo creo, y pienso que es cosa divina la ‘pontificación’; la hechura de ellos. Tú y yo –¿sabías?– somos pontífices de tiempo completo. ¿O a ti no te interesa que otros se interesen por ti?

Y a mí me interesa saber qué entiendes de los galimatías hijos de mi biografía. ¿Llamas? 121-8880. El teléfono es otra forma de los tales puentes…

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A nombre de la AC. “Alvargonzález el Vallero Solitario”.

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