Y Luego…
Por Alvargonzález; 22 de mayo de 1997
Apenas en 1942, y por el bien fundado temor de que los ‘Japies’ –así despectivamente les llamaban a los japoneses en tiempos de la guerra– se instalaran en Alaska, se construyeron los casi tres mil kilómetros de la llamada ‘Alcan’: la carretera entre el centro de Canadá y el desunido Estado norteño de los Estados Unidos (apenas el siglo pasado, por menos de ocho millones de dólares, Rusia le vendió Alaska a USA. ¡Vaya ganga!).
La ‘Alcan’ fue una obra prodigio de ingeniería y velocidad; en catorce diferentes frentes se emprendió la tarea que hizo posible que en menos de seis meses estuviera concluida la vinculación defensiva entre Edmonton y Fairbanks. ¡Pavor a la potencial acometida de los ‘Japies’ por el rumbo de las aleutas!
La chiclosa textura del suelo nórdico paralelo a las Rocallosas, hizo que la construcción de la carretera se convirtiera en una epopeya llena de dramatismo. En el llamado permafrost, los buldócer quedaban empantanados irremediablemente; la sabiduría hija del sentido común de los esquimales, resultaba más efectiva en el avance constructivo y cambiaba trazos que los ingenieros determinaban como viable con sus conocimientos universitarios. Puntos desafiantes eran rebautizados con nombres tales como “Colina del Suicidio”, en donde las máquinas se desbarrancaban causando la muerte de sus operarios. Pero el motor de la guerra, incentivo que aguza desafortunadamente el ingenio humano, acabó domeñando lo que parecía imposible.
La carretera, hoyendía impecablemente pavimentada, hace cuestión de un par de días alcanzar el Klondike desde el centro de Canadá. Imagínate lo que sería en aquel memorable 1897, hace un siglo, la carretera del oro: ¡el Gold Rush!, como le bautizaron en su momento. A correr…
Si es dramático el testimonio fotográfico de la construcción de Alcan, lo es mucho más el de aquel desfile humano hacia el norte y espoleado por el brillo aurífero. ¿Qué tendrá el oro, que impulsa en forma frenética al ser humano?
Edmonton, y a sus respetables miles de kilómetros de distancia del Yukón –frontera entre Canadá y Estados Unidos– era el último punto de abastecimiento para quienes acudieron por millares y luego que se escuchó el grito de ¡Oro! El que era un pequeño poblado, punto terminal del ferrocarril, creció gracias a la fiebre del oro, pues allí se equipaba a los cazadores de fortuna con víveres y trineos a fin de que se lanzaran a la aventura. Por cientos desaparecieron, sin dejar huella, muchos contagiados por aquella renacida fiebre enloquecedora que marcaba el rumbo del Klondike siguiendo el río Saskatchewan; cientos de ambiciones quedaron congeladas antes de alcanzar los supuestos placeres auríferos.
“En el fondo de los sueños de todos los expedicionarios y en lo más oscuro y recóndito de ellos, siempre brilla el oro”, y el que escribió eso lo hizo en correcto inglés. No fue otro el autor de la afirmación, que aquel que encabezó una expedición que fue vencida por el calor sofocante de la Guyana tratando de encontrar eso –¡oro!–: el infortunado Walter Raleigh.
Camino al Klondike, hacia unos territorios en donde las placas de los autos canadienses tienen la forma de un oso polar, no podía menos que pensar en la “versión oficial” de nuestra hechura mexicana. El repetido cuento de que somos el resultado de una aventura impulsada por la ¡fiebre del oro!, encabezada por unos forajidos llegados de la otra orilla atlántica, resulta una pobre explicación de nuestra manufactura. Curiosamente mi aproximación al tal Klondike, y por carretera, días atrás me había hecho transcurrir por Nuevo México, o ‘New Mexico’, lo mismo da; y encontrar allí al borde de la carretera señalamientos memorables de quienes empezaron a cartografiar aquellas tierras incógnitas.
Hay un lugar en Nuevo México que como tantos otros y en una especie de reverente respeto histórico, ha conservado su nombre intacto y en castellano: Jornada del Muerto. La rudeza del desierto hacía casi impenetrable aquella región, y así me sorprendió encontrar allí el nombre de Cristóbal de Oñate. ¿Qué andaba haciendo por allí don Cristóbal, si ya había encontrado oro más acá?
El nombre de los hermanos Oñate está profundamente vinculado con el de Guadalajara. Si no me lo crees, asómate a la quesque Plaza Tapatía y revisa lo que dice al pie de la estatua a Cristóbal. El mismo que fue capaz de atravesar el inmenso océano de nopal que comienza en Zacatecas, y a lomo de recua alcanzar ese que se llama intrigantemente El Nuevo México. Si la historia se escribiera también con indicadores económicos, encontraríamos que Oñate, socio de Juan de Tolosa en el descubrimiento de las vetas zacatecanas, no tenía necesidad financiera para andarse asomando por aquellos lejanos rumbos; si sólo el motor de la ambición desmedida hubiera sido el impulsor de la creación de México (como le llamamos ahora), los colonizadores de estas tierras debieron haber sufrido en grado superlativo de Fiebre del Oro. Como los que emprendieron la carrera hacia el Klondike, enloquecidos por el brillo potencial…
La “versión oficial” no tiene más desembocadura que dejarnos maltratados; o hacernos sentir poseedores de un genoma deficiente, a lo cual me rebelo. “En el fondo de los sueños…”, pareciera ser cosa de todos los seres humanos. ¿No es acaso el brillo en tono verde del moderno oro, el que mueve masas que hoyendía tratan de alcanzar el norte? Pero los actuales participantes en la ‘gold rush’ (el dólar desplazó al oro como patrón internacional monetario), no son mexicanos poseídos por una ambición desmedida; son seres que buscan los satisfactores primarios, sólo eso en medio del sueño americano y del suelo igual.
No fueron aquellos protomexicanos, entre los cuales Oñate, individuos poseídos sólo por la perniciosa fiebre y como dice la “versión oficial”. Además, en los anales de la hechura de un amplísimo territorio nacional nunca avizorado por emperadores aztecas (la versión oficial insiste en que somos más aztecas que cañedos), nunca se dio lo ocurrido en el 849 y en el 897. ¿Has oído hablar de los 49’s de San Francisco? En estampida, y sólo dos años después de que se había re-trazado la línea fronteriza, hordas monumentales acudieron al Puerto de San Francisco de Asís –hoy llamado Friscou–, luego de que corrió la voz de ¡oro! Historias de aventureros enceguecidos por la ambición al grito de ¡mucho, pronto, no importa cómo!
Camino al Klondike, por territorios de soledad insospechada, no podía menos que pensar en la “versión oficial”. Esa que no ha ajustado para explicarnos qué somos los mexicanos y que insiste en que somos una derivativa defectuosa de seres igual. No creo, qué quieres, que sólo la ambición haya sido la fuerza generatriz de la mexicanidad.