Y Luego…
Por Alvargonzález; 24 de abril de 1997
Más vivida la vida más cuenta me doy de que fui muy afortunado; las circunstancias me fueron muy favorables, pero ellas han cambiado y en ajuste a los tiempos me conformaría con que mis hijas y mi retoño se encontraran en su transcurrir con uno y medio. Ahora percibo que tuve un puñado de ellos, pero ya es imposible que nadie tenga tantos en el tiempo presente…
¿Uno y medio qué? Maestros; uno y un poco más de esa materia prima en vías de extinción, les sería de gran utilidad. No sólo a mi progenie, sino a cualquiera que se aventure por la ruta del aprendizaje.
Lo’tro día fui a dar a las vías del tren. Con eso de que gran parte de lo mío es andar, ver y contarte, me aventuré por esos siniestros recovecos urbanos y a fin de nutrir conversaciones aleatorias en torno a algo que resulta muy visible y apreciable justo en las vías del tren. En breve te platico un cuento filológico y aun corriéndome el riesgo de que me acuses de repetitivo, lo que luego en breve justificaré, en ridícula latiniparla.
Mucho antes de que los trenes corrieran –eso de “corrieran” no va con los trenes mexicanos– sobre vías de acero, ya ellos existían. Desde tiempos carreteros, cuando sí, las carretas transportaban mercaderías y seres humanos por aquellos caminos abiertos para ellas y denominados originalmente así: carreteras. Se desplazaban en fila, claro, siguiendo a la principal y formando ¡trenes! En su sentido original y francés, la palabra significa el orden de cosas necesarias para un viaje, y por derivación el acompasamiento de objetos con una misma intención. Cuando se inventó el ferrocarril la palabra cayó sobre las vías del ferro-carril, o carriles de fierro.
Pero ¿qué pasa si le das un pequeño tirón a la expresión? A mí me suena muy parecido eso de “tren”, “entrenamiento”. ¿A ti no? Pues la enorme masa del profesorado es eso: entrenantes que te muestran que para alcanzar lo que hay más allá del horizonte, no tienes sino seguir el estricto y rígido camino de unas vías sumamente férreas. ¡Cuidado con descarrilarse! Disfrazada de disciplina y de exámenes, de repetición de conocimientos para pasar, y de títulos académicos de toda laya, se encuentra su verdadera función como entrenadores. Eso; y no más son. Demostradores de que la forma quesque “más segura” para acceder al futuro incierto, es seguir el convoy. Sí, el tren que se desplaza traqueteante tras la máquina que le tira –en su sentido primigenio–, o tras el carretero mayor que marca la ruta. El profesor entrenador enseña a responder exámenes, tal vez también a estímulos recompensantes, y si no me lo crees algún día estira el salariomínimo y asómate al circo –a cualquiera de ellos– y percibe lo bien que realizan su trabajo con elefantes, camellos, tigres y aun chuchos; los tales entrenadores. Me dirás que los que trabajan con felinos deben compenetrarse de psicología animal, y eso no es sino transportar a las jaulas la compenetración de una psicología primitiva de supervivencia que tienen un número incalculable de entrenadores académicos para sobrevivir en un sistema educativo sobresaturado fieramente. ¿Cuántos profesores no experimentan un sentimiento de sobrevivencia quincenal?
No cuento con estadísticas confiables al respecto, por lo que evado cualquier respuesta aventurada sobre la hipótesis.
El Maestro (fíjate que lo puse con mayúscula) te enseña el horizonte y te dice sigilosa y discretamente: “ni modo, hay que hacer la vía”. Se las ingenia para abrir una ventana en la inteligencia de quienes tienen la fortuna de acercarse a ellos por razones circunstanciales, y hacerles ver a través de ella un universo de posibilidades, riesgosas, tentadoras, retadoras y llamantes. Prefiero decir ¡ululantes!
Su función es incitar, provocar el esfuerzo de la mente cuyos límites son expandibles. Manejan con destreza una paradójica rigidez flexible, enmarcada en la disciplina que te la hacen entender como una condición de posibilidades dentro de una lógica contundente: no es lo mismo “estudiar” que “aprender”, y el aprendizaje no se logra (salvo prueba en contra) sin esfuerzo. ¿Aprender? Eso es algo mucho más amatorio que mecánico, pues en sentido estricto es el ¡prendimiento! profundo de algo, la incardinación de conocimientos y no sólo la repetición de datos para el examen. En ese sentido el “estudio” puede ser o no camino al ¡aprendizaje prendiente! El maestro te incita a aprender, que es pasatiempo interminable; te despierta el hambre de saber. El profe la mata.
Me da vergüenza reconocerlo, pero de ello menteré en periódico de segunda mano y a destiempo: murió mi Maestro Luis.
‘Inculcanda repetenda’, solía decirme y en esa lengua matriz que tiene apenas dos mil años de haber empezado a seguir viviendo. “Lo que hay que dejar bien grabado hay que repetirlo”. ¡‘Inculcanda repetanda’! Horas y más horas tratando de entender la mecánica estructural de una supuesta lengua muerta que fue la columna vertebral de las nueve romances y una de ellas ésta, en la que menos que más nos entendemos desgraciadamente cada día. ¿‘Repetenda’? Tal vez por eso me repita tanto, por mi magra intención de comunicarte mi gozo al navegar entre las palabras y sus significados insospechados, lo que puedo hacer gracias a mi ahora difunto maestro.
Luis Sánchez Villaseñor trató de enseñarme latín. Afortunado yo que tuve la magnífica oportunidad de conocer a esos latinistas –Javier Gómez Robledo, ‘et-caetera’ (puesto en latín eso que se sintetiza en “etc.”)– que fueron magníficos pontífices. Sí, hacedores de puentes entre generaciones milenariamente desaparecidas y mi desvalida inteligencia. Bien desvalida.
Peor te la cuento. Si la función del maestro es semejante a la de una catapulta –una invitación al “tú puedes llegar más delante”–, al haber leído en diario de segunda mano la esquela de mi maestro jesuita se me rebobinó la memoria (lo que siempre ocurre en el momento de percibir el “ya se fue”) y recordé que hace unos meses que lo vi le pedí que me facilitara los libros de sus cursos de latín. Puntual al día siguiente los puso en mis manos, y con esa sonrisilla magistral y magisterial que siempre lo acompañó, me dijo algo que realmente me tiene en punto de sobresalto retante de mi caos cotidiano: “a ver si te sirven para que otros sepan…”. ¿Te interesaría, me pregunto, aprender latín? Saber, por ejemplo, que esa malapalabra que le ha roto la columna cervical a la suavepatria –la palabra negocio–, tuvo un origen insigne que se ha pervertido por el anglopragmatismo de que el tiempo que no se convierte en dólares es tiempo perdido. ‘Ego nego otium’: yo niego el ocio, y sólo ocuparse en algo creativo fue el origen hermoso de los tales negocios. O enterarte de que ‘speculum’, y ese juego fantástico de reproducción de la figura en los espejos de la peluquería que crean una virtualidad inexistente, es el sustento de la palabra ¡especulación! Irrealidad fantástica que cree en la multiplicación especulativa de papeles como sinónimo de felicidad.
Murió el Maestro Luis Sánchez Villaseñor; jesuita que un día abrió ante mí el universo retador de un lenguaje procedente del latín, lengua-muerta que sigue falleciendo en la tuya y en la mía gracias a que nos la siguen mordiendo y arrancando.
Sin lengua mal futuro, porque sin ella no hay ensoñación. ¿Será despectivo eso de latinoamericanos? Luego hablamos de ello… porque por lo pronto ando solicitando maestro y medio de ese elemento humano para mi progenie. ¿Es muchísimo pedir? Gracias, Luis.