Y Luego…
Por Alvargonzález; 5 de diciembre de 1996
Están por todas partes; se reproducen como una plaga omnipresente, flotan, vuelan, se aparecen inevitablemente como punto de referencia de todo y pretenden fundamentar inequívocamente la credibilidad. ¿Les crees? Según ellas incluso pareciera que La Historia ya no es cosa de palabras –unívocas, equívocas o análogas–, sino mera cuestión numérica.
Su origen fue muy humilde y les tomó siglos, hasta llegar a éste al que por comodidad llamamos 20, para convertirse en la jungla en la que ahora estamos perdidos a pesar de su hipotético sentido orientador. Acaba de estar el mandatario meshica en Singapur que es una de las pocas ciudades-Estado que subsisten, pero aparte de la sorpresa de advertir lo que puede hacer una mínima nación, el concepto: ciudad-Estado, como los pequeños feudos medievales que subsistían en medio de murallas (entonces pétreas; hoyendía financieras). Acosadas por la exterioridad, y acosantes de otras, tenían perfecta conciencia del asedio al que ocasionalmente podría sometérseles, por lo que todo comenzó por un recuento primario: ¿cuántos somos y cuánto necesitamos para subsistir por cuánto tiempo en caso de ataque? Es decir, de la necesidad de llenar graneros y aprovisionarse para el ataque eventual, en la Edad Media nacieron, y por su procedencia de esos ínfimos gérmenes del Estado moderno, su nombre: Estadísticas. ¿Te suena a algo conocido? Menudo enredo en el que estamos, prisioneros de ellas. ¿Tú no?
Indudablemente para entender la circunstancia que nos entorna requerimos de datos; somos coleccionistas de ellos en esa vana pretensión de entendimiento total de lo que ocurre. Y como herramienta de supuesto entendimiento se nos dan a raudales y en todo momento, pero ellas en no pocas ocasiones chocan con nuestra propia percepción. Mira, hace años a mi amigo Poncho García se le ocurrió que yo tenía la suficiencia craneana para entender la ciencia rectora de nuestros tiempos, y me dio a leer (entender) un libro que él llevaba en sus brillantes estudios en Nuevo México. Cuando en ese texto advertí que los economistas eran capaces de calcular numéricamente la felicidad –mediante unas simpáticas unidades denominadas ‘utils’ (se pronuncia “iutils”), según ese concreto y denso texto–, empecé a desconfiar de tan gloriosa dizque ciencia. ¿O sea que la felicidad es una obra numérica? Sigo pensando que no, pero insisto en el ca’quienismo respetable. ¡Ca’quien la hace como puede!
Somos una sociedad –ya no me atrevo a utilizar frívolamente el término “civilización”– metida hasta el cuello en las tales y divinas estadísticas; en la información cuantitativa. “Según las últimas estadísticas estamos en franca recuperación…”. ¿Te atreves a desmentirlas con sólo tu propia percepción pancreática? Son dogma implícitamente amparado en un “si no crees haz tu propia encuesta”.
Una buena noche en el 91, perdí irremediablemente mi doncellez estadígrafa, mejor dicho doncelez, y porque estando yo doncel el hombre, y doncella la mujer, una buena noche y en estando yo en la monstrua capitalina sonó el teléfono. Me encontraba atareado preparando una conversa radial que sostenía de la medianoche a la madrugada, cuando al levantón del sonoro teléfono, una voz me preguntó: “¿Qué canal de televisión está viendo?”. Tracamatraca. ¿Cómo podría estar viendo tele si quedaban unos momentos para treparme a la antena? “Ninguno”, mi respuesta. La voz femenina pasó de amable a imperativa y categórica al decirme: “quiero hablar con alguien que esté viendo tele en este momento”. ¿Quién, si vivía sólo y sin eso, sin sexopuesto (con lo que ello signifique)? Al decirle que no contaba con aparato (televisor), la encuestadora me regañó… ¡por mentiroso! El nombre de IBOPE aún resuena en mis oídos, pues ella estaba trabajando para tan prestigiosa y ratíngica Empresa (que hace eso: ratings). Allí mi doncelez estadígrafa perdida para siempre, pues en noches de insomnio me imagino apareciendo convertido en porcentaje decimal en el capítulo de los imbéciles que no estaban viendo tele a esas horas. ¿Me has visto en ese sector? Soy el .0000038% de esa encuestadora noche.
Ya me dirás que el mundo sería inmanejable sin estadísticas; que ellas son imprescindibles para el moderno Estado y para el moderno-cálculo-de-todo-profetizante-del-futuro. Tienes razón: son un mal muy necesario y matemático a pesar de su humilde cuna medieval. El problema es de inflación; sí, de la inflación de la veracidad de ellas, y del deflacionario proceso de las palabras como materia prima de La Historia. Refugiados en el número –nunca convincente– estamos acabando con la palabra; con La Palabra. “Según las últimas estadísticas…”. Más allá de ellas la necesidad de que hagamos algo por el bosque, por los ríos, por el agua y por el aire que cada día es más masticable y menos respirable. Las estadísticas tienen el enorme privilegio de hacernos creer que cuando ellas cambien nosotros estaremos mejor. Aunque no me lo creas, pienso que tú y yo somos hijos de la verba y del habla, no de los números. ¿Qué se contarían nuestros padres antes de hacernos? “Según las últimas estadísticas, tú y yo somos hijos del lenguaje…”. ¿Le crees a esos datos producto de una encuesta muy personal y particular?
Cuando niño –yo, quién más–, jugábamos a las adivinanzas, y que si lees correctamente la palabra “adivinanzas”, encontrarás que algo tiene de ¡divino! A-divinar es justamente eso: suplantar a las hipotéticas o reales divinidades en la anticipación del futuro, y nada mejor para ello que las previsiones numéricas. Todo bien, sólo que hay un defecto: entre tanto número estadístico y danzante nos encontramos tú y yo tratando de construir la escurridiza felicidad. ¿Será cosa de números? Hoyendía, según las últimas estadísticas, entre más tienen, más temen. ¿Será eso la felicidad? ¿Tendremos que ir a Dublín a hacer una encuesta familiar? Ve tú y luego me cuentas.
Según parece, tenemos que pasar de la etapa de la información numérica –las estadísticas adivinatorias–, a la etapa de la inteligencia. ¿Piensas? Según las últimas estadísticas, ¡nadie! sueña en números o digitalmente. Ni Bill Gates, el que según las últimas estadísticas tiene muchos números bancarios, másquenadie, en su cuenta. ¿Sueñas? El día que sueñes en números háblame que para eso tengo un número: 121-8880. ¡Háblame de cómo va el país según el Dow Jones y según el índice de desprecios de nuestro bursátil mercado! Claro que sirven las estadísticas, pero no pa’tanto, como dicen que sirven. Táte bien, porque si no, caerías en las estadísticas de la infelicidad madinméxico.
Pues vivo en la incertidumbre de saber mi número, Álvaro «al menos» llegó a un 0.0000038. Ignoro la fracción de humanidad que yo tenga. Lo que si es seguro son los más de 2,000,000 (no de pesos) de antecesores que tuve para «ser», nada más de mis 20 generaciones atrás, de 2 nací pero esos 2 tuvieron 4 y así; tomando en cuenta que se engendra a la edad (promedio) de 25 a 30 años, a la cuenta de 20 generaciones estábamos en la conquista. Estas cuentas me salvan porque me gusta pensar que hubo muchas personas que entre sí se dieron si-s no sólo para engendrar sino para ayudarse o ser útiles a otros y seguramente hoy por la calle aunque «lo ignoramos, sea difícil imaginar» que somos más cercanos de lo que pensamos o sentimos.
Y claro que sigo cerca de Álvaro.
Gracias por este espacio para nada desocupado.
Gracias, Gloria. Saludos.