Y Luego…
Por Alvargonzález; 19 de septiembre de 1996
El radio fue para mí nutriente de adolescencia. A tal punto influyó y moldeó mi mente débil, que le dio un insospechado trazo vocacional a mi vida: “algún día estaré al otro lado del aparato…”. Y mira que hasta no hace muchos meses estuve en alguna emisora tratando terca e infructuosamente de afirmar que es una pena desperdiciar el hertzio radial en vacuidades. ¿Tendremos el radio que nos merecemos? Que eso lo averigüen los comunicólogos, que yo aprovecho el viaje para reiterar mi devoción por tan egregio medio, y por la delicada libertad de expresión.
A doña Radio –así, en respetuoso femenino– le debo mucho. Incluso la oportunidad que me dio de “oírla” con la sonoridad que tenía a comienzos del siglo XIX. Sí, mucho antes de Marconi y de Forest; antes de que fuera un aparato consumidor de electricidad. Doña Radio: transmisora de lo insospechado. ¿No es eso?
La imprenta de tipos móviles, hechura del siglo XV, fue el aparato que posibilitó justamente eso: la transmisión torrencial del conocimiento. Sin ella, el saber era cosa de pocos privilegiados con acceso a libros manuscritos copiados uno a uno lentamente; y ella permitió que muchos supieran más. Por eso el temor que inspiró: por aquello que ya hemos conversado tú y yo, de que es muy peligroso un pueblo que piensa ¡pero lo es mucho más uno que no lo hace! ¿Ahora entiendes por qué tantos transmisores se usan para bagatelas? Pero estamos con el asunto de la imprenta, y ya sabes que la primera en todo el continente éste tan americano se instaló en el siglo XVI. Recientemente junto a Palacio Nacional restauraron la casa donde estuvo a cargo de Juan Pablos. Pero el temor reverencial de tan poderoso transmisor tal vez lo percibas cuando adviertas que ya fue casi a finales del XVIII, y por obra de Fray Antonio –el Gigante– Alcalde llegó a Guadalajara la primera de ellas. Casi dos siglos tardó del Valle del Anáhuac al de Atemajac.
Te contaba de mi amantazgo con doña Radio. Fue ella quien me permitió “oír” la voz de un México que amaneció al siglo XIX queriendo ser otro. Sucede que durante el desmantelamiento de bibliotecas conventuales andando las pugnas entre liberales y conservadores, muchos papeles históricos emigraron; hojas sueltas, alcances o panfletos que a partir de 1808 comenzaron a ocupar las imprentas que había diseminadas en el país, y a transmitir novedosos pensamientos o viejas pasiones políticas. Sucede que las principales colecciones están en California, en Texas y en Londres, y fue precisamente en la Biblioteca del Museo Británico en donde durante varios años –gracias a doña Radio–, pude “escuchar” silenciosamente esas voces del México emergente.
Como mero tecnicismo la definición del “panfleto”; entre una y 200 páginas; sin encuadernación. Hay quienes dicen que pasando de cincuenta ya no es eso. Ese nombre de “alcances” –muy usual– tiene lo suyo de sustancia, pues los impresos circulaban indudablemente por medio de los arrieros hasta puntos insospechados de la geografía; el pensamiento impreso, alcanzando seseras.
Cuando te internas en tal océano de papeles, aquello es mareante. Más allá del contenido, el hecho físico resulta abrumador, pues recuerda que la tecnología para fabricar papel era sumamente laboriosa y a partir de telas de algodón machacadas; luego la tinta –la de huizache nunca he sabido cómo se hace, pero que resulta indeleble, lo es–, y por último la colocación minuciosa de los tipos, uno a uno, y la prensada del papel. Observando la sola volumetría del archivo panfletario, lo primero que se te ocurre es que de los ocho millones de mexicanos –entre 1808 y 1830–, cuatro se dedicaban a imprimir y la otra mitad a leer las “hojas sueltas”. ¿Desperdicio de esfuerzo? Vistos a la distancia de 150 años se antoja que aquellos transmisores fueron subempleados, reproduciendo en “cadena nacional” más chismes que conocimientos; más bagazo que nutrientes y todo ¡por el poder!
Lotrodía y por el teléfono, un mensaje: “te oía cuando estabas en radio”, y era la voz amistosa de un compañero de la primaria, con una sugerencia: “si es septiembre, ¿por qué no escribes sobre el gran proscrito del mes de la patria?”. Un mes extraño, pues pasado el 16, ¿dónde quedó el fervor? Pues sobre ese proscrito un hecho innegable, y que aun hoyendía se sigue denominando con los términos que hacían referencia al hecho de prensar papel tras papel: la libertad de ¿prensa? Insisto: ya no se prensan los impresos, pero el término se sigue usando.
Sucede que estando un gran acervo de nuestra historia en el extranjero, nada extraño que haya sido el Profesor Costello, de la Universidad de Bristol, quien con paciencia britona hizo el mejor catálogo que existe sobre el panfleto mexicano desde los años anteriores a la Revolución de Independencia y hasta 1830. Y según ese catálogo fue precisamente entre 1821 y 1822, cuando las prensas nacionales tuvieron mayor libertad. O sea que Iturbide –el gran proscrito de las fiestaspatrias– creyó irrestrictamente en la Libertad de Prensa. ¡Si vieras cómo le fue! Si vieras cómo se advierte la mano de don Joel –sí, Poinsett, a quien su propio país no le agradece su enorme genialidad– organizando tipógrafos e impresores. Asunto espinoso el de la libertad de prensa y sus fronteras saludables, que me hace recordar aquella célebre frase de doña Thatcher cuando en la cima del poder exclamó: “yo no censuro, sólo hago recomendaciones…”. Cada gobierno en cada país, definiendo a cada momento tan delicado asunto y por eso: gobernabilidad. ¿Tú dejas que en casa te digan todos, todo lo que piensan de ti? Yo sí…
Iturbide, por los panfletos, resulta demasiado inocente. Y leyendo ese enorme caudal de palabras –esa transmisión de ideas que emergió en el siglo XIX–, llegué a sentir lo que otro inglés, el ingeniero Hawkins, me contaba acerca de su extraño oficio de escuchar las “cajas negras” y luego de accidentes de aviación; me contaba que oyendo las grabaciones en el silencio de su laboratorio, se involucraba tanto con el personal de vuelo que comenzaba a decir: “no hagas eso; tira, levanta…”. Todo inútil, pues eran conversaciones finales sobre errores humanos. Irrepetibles e irremediables.
Si todo ese ingente esfuerzo transmisor, si las imprentas hubieran ocupado sus tipos en producir libros y propagar conocimiento, tal vez… Pero es un hecho innegable y allí están los panfletos que algún día me permitirán mostrarte cómo la lengua cruje cuando los tiempos cambian. Algún día cuando ¡deje de inventar pretextos para ponerme en serio a la máquina!, tal vez advirtamos tú y yo que algo falló en la maniobra de despegue nacional; un despegue que –eso es lo importante– seguimos intentando.
Por lo pronto déjame reiterar mi amor por doña Radio. A veces frívolamente pienso que tal vez pudiera trasmitir mucho más que vacuidad, pero esas son cuestiones personales y sin mayor fundamento porque incluso ¡ya no oigo radio! Y la imprenta fue eso: un punto emisor en un proceso de transmisión. ¿Lees? Yo sé que sí.