Y Luego…
Por Alvargonzález; 7 de junio de 1997
Su muerte ocupó un pequeño recuadro en páginas muy adentro de sección secundaria de uno de los principales diarios de la moderna madrepatria. Jamás había oído hablar de él –¿te dice algo su nombre: Dennis James?–, pero al enterarme me puse a pensar en algo tan intrascendente como pueda serlo el binomio publicidad-libertad. ¿A poco no te gusta ser libre? Pero ¿cómo entender la libertad en medio del enorme, ruidoso y presionante mercado mundial? Sí, mercado en el que los mercaderes nos arrebatan y nos arrebañan.
Cuando pequeño, solía acompañar a la abuela Lola al Mercado Corona; al viejo y cantero Corona, no al resultante de la ampliación de Hidalgo. “¡Pásele, marchantita…!”, y los reclames resonaban bajo sus bóvedas. Libre competencia vociferante. Pero ¿eso qué tiene qué ver con la muerte de Dennis James? Eran los cincuentas cuando iba con la abuela al mercado, y eran los cuarentas cuando Dennis James ¡fue el primero que puso voz a un comercial para la televisión! Eso que hoyendía es tan común, a alguien se le ocurrió hace apenas cincuenta años, y la ‘Wedguood’ –tienda californiana– eligió para vociferar las ventajas de comprar en ella a quien apenas el martes falleció, junio comenzando. Y al enterarme de su muerte no puedo menos que plantearte mi inquietud acerca de la utópica libertad en medio de los medios publicitantes.
Hasta finales del siglo pasado, el término “publicistas” era aplicado a los impresores, y por una razón inobjetable: ellos, con sus imprentas, hacían públicas las ideas de los autores; las echaban a circular entre el pueblo-público. Sería el siglo XX el que cambiaría el sentido de la expresión, ajustándola a los distribuidores de las ofertas del mercado y en principio con la imprenta, pero a poco de avanzado el siglo, con el apoyo de algo insospechado: el hertzio; o esas ondas cuyo comportamiento determinaría Karl Hertz.
Siempre recordar –con poco agrado– a Gore Vidal, autor ítalo-californiano más o menos prestigiado y más que menos racista: detesta a los californianos de origen mexicano. Prescindiendo de sus fobias, alguna vez le escuché decir algo que me pareció aplastante: “nunca en la historia de la humanidad había sido tan sencillo que muy pocos decidieran por (muy) muchos…”.
Es que si la publicidad fuera el equivalente al “pásele, marchantita…”, sería magnifica; y lo es quizá porque se convierte en imperativo categórico, o en un “pasas y compras ¡porque pasas y compras!”.
Te pongo un caso que como la muerte de James, me sorprendió cuando me enteré.
Un grupo, o asociación especializada –el nombre es lo de menos–, determina los colores que van a estar de moda dentro de dos años.
Y su muy norteamericana decisión (¿entiendes eso de “moderna madrepatria?”) está cuajada de lógica, porque no se trata de que el color de moda que se reflejará en la industria automotriz, en la del vestido e incluso en la construcción arquitectónica, no es producto de la casualidad, sino de técnicas químicas. Las multi transnacionales que elaboran pigmentos y compuestos básicos, no pueden atender la demanda –creada– de golpe y porrazo.
Eso desemboca en algo tan simple como “el color que más me gusta ahorita…”, es ¡decidido por unos pocos! Y no nos queda alternativa sino aceptar que esos colores de temporada son los mejores.
En lógica pura se traduce en el hecho de que “libremente” elegimos lo que otros han elegido para ti y para mí. Poquísimos decidiendo por muchísimos…
Ignoro qué tan ciencia sea la publicidad; o mejor dicho qué tan moderna. Hace poco y en museo canadiense, me encontré con el astuto Genghis Khan, guerrero imbatible del siglo XIII. Y una de sus armas era precisamente esa: que se enteraran los pueblos a conquistar de su ferocidad ante los obstáculos, y de su magnanimidad ante quienes se doblegaban.
Ya me dirás que hay sutilezas entre “propaganda” y “publicidad”, pero más allá de esas diferencias técnicas un mismo objetivo: que muchos sepan y actúen en concordancia. No creo que Genghis Khan se haya graduado en universidad alguna, sino que intuitivamente manejaba los resortes últimos del alma humana que siempre busca la escurridiza “seguridad”.
¿Sabías por cierto que el animal humano es el más vanidoso y el más perezoso de la creación? Resortes muy simples: todo lo que tenga que ver con el ahorro del esfuerzo y con la vanidad, funciona publicitariamente.
Ahorros de esfuerzos que llegan a cúspides insospechadas: te untas tal perfume y nadie resistirá tu encanto; te tragas tal píldora y la grasa desaparece bajo tu cutis sin tener que menear la corporación personal, ni sudar.
O nomás le rascas, y te enriqueces. ¡Fácil!
Allá por los treintas, el radio quedó incorporado al grito publicitario; a la guerra del mercado. Insisto, no como información de las ventajas de comprar esto o aquello, sino como imperativo.
Y en los cuarentas, con la voz de James, la televisión se sumó a las campañas.
Ojo: la palabra “campaña” es de origen bélico, y pareciera que sí es una batalla por la conquista de la racionalidad ante el consumo, para que más que reflexivamente, se proceda por impulsos.
¿Libertad?
Uno de tantos mitos dentro del universo publicitario, es la llamada “publicidad subliminal”. Un tal James Vicary, allá comenzando los cincuentas, quesque “demostró” que intercalando cuadros en las películas, disparataba el mecanismo de elección personal.
Hizo tan buena publicidad a su “descubrimiento”, que el mito prevalece con toda su inutilidad; Vicary desapareció de la escena cuando en experimentos posteriores se verificó que eso no era cierto… ni necesario.
¿Subliminal? Sutil sí; lo otro es un absurdo. Tienes el caso del nuevo producto de Spielberg romperécord taquillero (gracias a la ¡publicidad!). Los vehículos que se utilizan en el escape de las dentelladas de dinosaurios, los acaba de lanzar al mercado la fábrica descendiente de Karl Benz, y nada mejor que el consumidor norteamericano las vea en acción. Obviedad publicitaria que no requiere de ninguna subliminalidad.
Peligrosa herramienta; decisiva, en el sentido de que siento que mi margen de decisión libre es mínimo (y me pongo como ejemplo, debido a mis notables carencias mentales muy inferiores a las tuyas). “Al público lo que quiere…”, pareciera ser una consigna implícita dentro de la supuesta ciencia. “Es imposible cambiar los gustos”. ¿Será? ¿Te acuerdas de aquella célebre expresión de que la tele aquí es así, porque somos muy… ¡así!? Pero creo que una de las virtudes de la publicidad, y de sus intenciones, es precisamente cambiar el gusto público; el tuyo y el mío. Que’nvez de aquello compremos esto.
Imagínate utópicamente que el paradigma publicitario –unos pocos pensando por muchos–, se enfocara a cambiar el gusto colectivo; a mejorarlo. ¡Claro que se podría! Claro que podrían acostumbrarme a programas de radio con mayor contenido; a una televisión que me nutriera más y fomentara no sólo mi erotismo y frustración tercermundana. Utopía pura, pues pensante no soy tan rentable. Les convengo perezoso y vanidoso, de otra forma, no.