Y Luego…
Por Alvargonzález; 26 de septiembre de 1996
Mientras no se diga otra cosa, septiembre sigue siendo el mes de la patria; y mientras septiembre siga teniendo treinta días, los asuntos en torno a la definición inacabable de la palabra “Independencia” –más allá de ser nombre apto para una calzada–, dan para más líneas y en tono variopinto.
¿Te acuerdas de Las Malvinas? Las ‘Falklands’, según les llaman quienes organizaron un extenso desfile militar que atravesó el Atlántico para practicar olímpicamente el deporte que más gusta al anglosajón: la guerra. Ya me dirás que fue una guerrita de zarzuela porque el seleccionado argentino carecía de fogueo internacional y sólo se había alzado con triunfos domésticos y en canchas locales. Ya me dirás que la gran propulsora de esa malapalabra, neoliberalismo, aprovechó el feliz triunfo de la selección britona –reforzada con los feroces ‘Gurkas’– para afianzar su parlamentario reinado. O tal vez recurras al resabido de “fueron dos calvos peleando por un peine”, al observar lo minúsculo de esa otrora estación ballenera puesta en el Atlántico Sur y verificar lo desproporcionado del esfuerzo muscular para reafirmar la posesión. Más allá de las causas y efectos de esa guerrita, un hecho que tiene que ver con nuestro septiembre ¡y con nuestra hechura nacional!
Sucede, tal vez lo recuerdes, que un parlamentario conservador (esos términos de “conservador” y “liberal” que se masticó México, con todo y lengua, durante el siglo XIX, llegaron directos de Gran Bretaña) tuvo la ocurrencia de expresar en un discurso y cuando ya con gran fiesta había partido la Fuerza de Faena, que había llegado el momento de saber si en Argentina prevalecía la herencia genética española o la italiana. ¿Te acuerdas de aquello de que un argentino es un italiano que habla español pero se cree inglés? Eso aparte y volviendo al discurso, señaló que “si ha prevalecido lo italiano, sólo les veremos el trasero; y si lo español, allí perecerá hasta el último de los hombres enviados a invadir el territorio británico”. ¿Territorio británico a miles de millas de Londres? Dejando de lado el quesque Derecho Internacional, la respuesta de parte de un diputado argentino fue retar a duelo al súbdito de la Thatcher, y muy a tono con la sangrienta opereta. Claro que el duelo nunca se dio, y que la capitulación del seleccionado argentino fue bastante rápida, con todo y quejas de que el “Belgrano” había sido hundido en claro fuera de lugar. Y claro que no se combatió hasta el último tiro de los argentinos, que prefirieron el ahorro de pólvora. A mí en lo personal me encantó el regreso de la Fuerza de Faena, porque en los muelles las jovencitas británicas saludaban a los triunfadores levantando la blusa y mostrando los pechos. Conmovedora ceremonia…
Pero, a la ceremonia que voy es a otra y muy hija del siglo pasado: el traspaso de bienes territoriales. España no reconocería la Independencia de México sino hasta el año treintaitantos; insisto, del siglo XIX. Y eso, en sentido estricto, fue una cesión protocolaria de terrenos de una gran enormidad: 165,478 leguas cuadradas. ¿Lo prefieres en kilómetros? ¡4’721,617! Creo que la extensión era un poquitín mayor de la que tuviera el Imperio Azteca, pero eso es secundario. En el protocolo debían aparecer límites y confines, además de territorios insulares, y cuando España lo firmó ya no era sino reconocimiento de un fallo irremediable, pues el 27 de septiembre de 1821 y con la entrada del Ejército Trigarante de México, la terquedad española de sostener lo insostenible había cedido. En los Tratados de Córdoba, el Virrey O’Donojú había aceptado el arriaje de la bandera española de todo el territorio para que en su lugar se izara la tricolor. El Gobernador de Veracruz, el general José María Dávila, al negarse a hacerlo en el puerto se convertiría en el iniciador de una gesta de empecinamiento, netamente española y con lo suyo de heroicidad: todo el vasto territorio independiente, menos ¡San Juan de Ulúa! Saca cuentas: del 821, al 825, allí enterrados y en relevos, unos españoles resistiendo con toda la casta castellana.
Los vaivenes de cuatro años son demasiado extensos para atraparlos en pocas líneas, pero hay hitos sustantivos. Fue el Gobernador de Veracruz, don Antonio López Pérez –de “Santa Anna” le vistió más como actor que fue–, el encargado de bienvenir en el puerto al Plenipotenciario Poinsett, y de paso le explica sus planes de asalto sobre Ulúa. Poinsett, en sus Memorias y como especialista en estrategia militar graduado en ¡Londres!, reconoce que en Santa Anna existe un gran potencial de estupidez. Poco después don Antonio lanza el Plan de Veracruz que da comienzo a los experimentados republicanos.
Frente al puerto, la fortaleza, y desde Cuba llegó el primer relevo que sustituyó al general Dávila por el Brigadier Francisco Lemaur, no sin que la Goleta Iguala –germen de la marina de guerra mexicana– haya intentado el asalto del baluarte sin mayor éxito. En el 823, el Plan de Casa Mata arruina las intenciones de gobierno de Iturbide, quien en mayo sale al destierro.
A poco en Veracruz, se prohíbe abastecer más a los de la fortaleza que se las habían ingeniado para obtener vituallas en el puerto. Lemaur como muestra de gratitud bombardea la ciudad desde el bastión. Para 1824 los atrincherados ya tienen grandes bajas por enfermedades; pero con todo y escorbuto siguen la resistencia. A fin de aportar algo los muy comprensivos ingleses, a buen precio y en abonos medio fáciles, ofrecieron unos barcos al Plenipotenciario mexicano en Londres; gasto de suma utilidad –seguro– en una economía tan nacional como caótica, a fin de rescatar el pundonor y lavar la afrenta territorial de esos empecinados… ¡tan detestados por los ingleses! Así la fragata “Libertad”, los bergantines “Bravo” y “Victoria”, y las balandras “Papaloapan”, “Tampico”, “Orizaba”, “Chalco” y el pailebote “Federal”, llegan con todo y Carlos Smith –asesor británico– para que Pedro Sainz de Baranda, marino mexicano, se lance al desalojo de inquilinos indeseables.
Casi estoy seguro que ya en esas maniobras de bloqueo desde el fondeadero de la isla de Sacrificios, andaba participando quien extrañamente sería el primer almirante de la recién nacida Armada Mexicana: Mr. Porter, así con ese apellido y procedente de conocido país del norte continental, cuestiones extrañas de la entrañable historia quizá comprensible dentro de la transposición del odio anglosajón a todo lo que tuviera resabios de español.
A comienzos del 825, José Coppinger toma el mando de la fortaleza sitiada en relevo del brigadier Lemaur, pero la flotilla de provisiones llegada desde Cuba encuentra que el escorbuto ha reducido a tal punto la guarnición, que los sanos apenas ajustan para cubrir pocos puestos de defensa en torre y baluartes. Con todo y bloqueo que impidió la llegada de abastecimientos, y con los barcos mexicanos esperando una arribazón de barcos españoles formidable –la propaganda de época se valió sobremanera de una amenaza de reconquista que nunca existió más allá de la expedición de Barradas fraguada en Nueva Orleáns más que en España–, los encerrados soportaron hasta noviembre de 1825 en que se procedió a la capitulación y a la entrega a las autoridades mexicanas de la última porción de territorio nacional en manos del “León de la Hesperia”, como se le denominaba rimbombante y prosopopéyicamente al enemigo a vencer: España.
Al centenar de soldados españoles que sobrevivieron al hambre, se les permitió marchar a Cuba. Vencido el español ya sólo quedaba definir el significado de esa hermosa palabra: independencia. Un proceso que ya costó mucha sangre y desde el siglo pasado; sangre muy nacional, por supuesto. ¡Ay, las definiciones, son tan difíciles de hacer…! ¿Conoces San Juan de Ulúa? Por aquello de los calvos peleando por un peine, vale la pena recordarlo.