Y Luego…
Por Alvargonzález; 22 de agosto de1996
Sólo Manolo solo, y si te fijas bien no son lo mismo “solamente” que “solitariamente”. Sutilezas del lenguaje como decimos tú y yo, y de la existencia con su punto final, lo cual parece ser irremediable. No se requiere acudir a científicosnorteamericanos (¡uf!) para darse cuenta de que hasta el momento nadie ha salido vivo de la fiesta brava que es el pasatiempo vital.
¿Fiesta brava? Nombre elegante que tiene la singular actividad de trapear a un toro, asunto del que creo podemos conversar algo y a propósito de la última vuelta al ruedo de Manolo. Fiesta con sus partidarios y con sus opositores. ¿Entre cuáles te encuentras tú?
Los blanquecinos y lánguidos sajones, la consideran inmoral. Conviviendo con ellos he llegado a pensar que aman mucho a los animales en proporción directa con su detestar a seres humanos “inferiores racialmente”. Les parece salvaje que se reúnan multitudes a contemplar el tormento del toro a lo largo de la danza acompasada; les parece, insisto, cosa de seres inferiores. Si quieres que te dé mi punto de vista, y confieso mi desconocimiento de las sutilezas de la fiesta, me parece algo de una esteticidad enorme. Por una parte el toro, al que he tenido la oportunidad de verlo en las dehesas, con su fiereza simétricamente musculada y cornamentada; por otra, el matador –esa su función– enfundado festiva y extrañamente. Viéndolo bien, es un poco extraño el atuendo de los matadores, o tal vez sea el adecuado para jugar con la muerte. Eso es: fiesta de vidimuerte, ante los ojos de muchos.
La plaza siempre ha quedado muy lejos de mis posibilidades mentales. Odio la congregación ululante; no puedo sufrir la multitud, y ese aspecto es tan personal como irrelevante. Lo menciono para que entiendas que ocasionalmente –y hace mucho– vi alguna corrida completa y que sólo fragmentos de algunas he presenciado por tv. Nada que me pueda catalogar como especialista en la materia.
¿Nunca has ido a carreras de Fórmula Uno? Un par de veces y venciendo mi agorafobia –ese detestar multitudes–, lo hice en tierra de sarracenos primermundanos y para ver lo que no entendí. Ruido ensordecedor y velocidades insospechadas; culto máximo al fetiche del siglo XX motorizado y en torno al cual se define la felicidad. A donde voy es a que también me pareció un ritual de vidimuerte, eso sí, sajón, y por ello ¿respetable? No sé por qué percibí que en el fondo los espectadores aguardan el momento del choque, y con ello la posibilidad de la carrera única e irrepetible en la que el ‘Fittipaldi’ transite a alta velocidad hacia el más allá. Eso sí, todo revestido de tecnología de punta y los pilotos revestidos también ellos con sus extraños atuendos, pues recuerda que toda liturgia tiene sus propios ropajes. Y algo me hace presentir que en la brava fiesta del toreo, también el espectador aguarda –secreta y veladamente– testimoniar la muerte ¡del torero! en corrida irrepetible. Eso es: carreras y corridas, consonancia de festivales de vidimuerte en tono muy distinto.
Alguna vez de paso por Linares, coqueta y pequeña población andaluza en tierras del olivo, alguien allí me decía que si todos los que afirmaban haber visto cuando Isleño (¿ese su nombre?) prendió a Manolete, hubieran estado en la Plaza de Linares, la capacidad de la plaza tendría que haber sido más o menos como el Santiago Bernabéu madrileño. El haber estado allí asumía calidad de status preferencial entre los aficionados a cornadas y espadas, y recuerdo que hasta la mítica Doña con su ronca voz, ha dicho entre sus múltiples biografías que ella estuvo en la última corrida de Manolete. Ca’quien con su maquillaje al currículo, como dices tú… Insisto: la mejor corrida es la irrepetible porque el diestro queda en la arena, anhelo envuelto en música de pasodoble.
Confesa y reiterada mi ignorancia de la tauromaquia, sé que Manolo supo ejecutar esa danza de la muerte. De otra forma no habría merecido la vuelta póstuma al ruedo en la plaza más grande del mundo (vanaglorias extrañas la grandeza de la plaza). ¿Sabías por cierto que originalmente las corridas eran en la plaza central y tapiada de villas, pueblas y ciudades? ¿Sabías que para 1525, a cuatro años de que Cortés sentó sus reales en el Valle del Anáhuac, ya se realizaban las primeras corridas y con ganado que con toda su bravura venía en barquichuelos desde la otra orilla Atlántica? O sea que el arte que practicó Manolo ya es añejo en estas tierrucas.
Pero volvamos un poco al principio de esta conversa: sólo Manolo… Supongo que sólo él sabía realizar algunas suertes en su faenar bureles; de otra forma los conocedores no lo habrían homenajeado con tanta pompa póstuma. Los nombres de los pases ni me los preguntes, porque mi ignorancia taurómaca quedaría en evidencia; si acaso alcanzo a reconocer entre capote y muleta y eso no creo sea de mucha ayuda en lo fundamental de la fiesta. Si acaso entiendo que el toro tiene que ir suficientemente disminuido y desgarrado para el lucimiento del tercio final. Pero algo excepcional debió haber hecho sólo Manolo y nadie más, y lo acepto sin mayores análisis; si no lo hizo, que lo debatan especialistas en astados y monteras, que ese asunto no me agobia.
El Manolo solo me llama más la atención. Tengo la remota sospecha de que su brava fiesta la concluyó una furiosa vaquilla que se llama Soledad. Qué extraña la soledad del torero, ¿no te parece? En concordancia con mis preceptos agorafóbicos, alguna vez tuve la oportunidad buscada –soy alguien que se la pasa viendo para luego conversar contigo–; sí, tuve la oportunidad de asomarme a la Plaza México, de plantarme en el centro de su arena, con esa denominación arenera y reminiscente a circo romano. Contemplarla vacía, pero igual de enorme, y allí imaginar la soledad del torero sin importar si los tendidos se encuentran colmados o trespeleques de público. ¡Qué soledad la danza de la vidimuerte! Nadie, sino el faenante, metido en su atuendo y en sus pensamientos o reacciones intuitivas en sincronía con el animal. Mezcla, estoy seguro, de pensamiento en su más alto nivel y reacciones en el tono más primitivo despertadas en el de profundis vital por el olor –claro que el ruedo tiene su propio tono olfativo–, por ese olor férreo de la sangre. Nadie sino el torero solo, que quizá oiga muy distantes los coros públicos y la música de la fiesta. Nadie, y me da la impresión de que Manolo no pudo seguir faenando a la soledad, que la misma es en plaza llena que en los recuerdos que siempre van a donde vamos.
No estoy por la prohibición de la fiesta brava; tampoco la defiendo a ultranza. Ca’quien. A Arruza alguna vez le oí decir que por hambre se metió a torear y por hambre dejó el toreo. Impensables toreros panzones, sino acaso aquella variante grotesca de la fiesta llamada “Los Hombres Gordos”, forrados de zacate. Ca’quien sus rituales de vidimuerte, y los sajones tienen los suyos. Tampoco glorifico la forma espectacularmente solitaria del torero al desafiar la muerte; solitariamente ante multitudes.
Manolo y sus capacidades aparte, todos somos actores de la propia fiesta brava. Sólo que el siglo XX –con todos sus disfraces de luces– ha creado legiones de solitarios incapaces de encontrarle sentido a eso tan formidablemente constructivo o destructivo –ca’quien– que es la ¡soledad!
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