Y Luego…
Por Alvargonzález; 24 de agosto de 1996
Ya viene septiembre, y con él una oleada de fervor patrio; fervor bullente que se manifestará de forma multigrada y epidérmica. Ya viene septiembre, y con él discretamente lejos de tu mirada, los últimos preparativos del marquetín para preparar el fervor navideño, pues de fervores estamos hechos los humanos.
Hoyendía con el hertzio multi presente no resulta difícil crear el hervor colectivo. ¿Hervor? Tal cual y lo mismo es con “h” que con “f”, si bien los comunicólogos aún no han tenido tiempo para analizar tan fervoroso asunto y que no es otro que el hecho obvio de que vamos de fervor en hervor. ¿Te acuerdas de Atlanta? ¿Oíste el discurso de Othón al salir de Almoloya? ¿Te fijaste que la voluptuosa Gloria ya firmó contrato en exclusiva? ¿Ya no recuerdas cuando el Congreso capitalino aprobó el TLC e íbamos a ser del primermundo? ¿Cómo se desplaza tu equipo en la tabla de posiciones y a la altura del zacate patabolero? Hervores tan noticiosos como colectivos e indispensables en el seguir tirando pa’lante.
Pero individualmente también vamos de hervor en fervor en lo que tú y yo podríamos llamar nuestro noticiero particular y que no tiene más difusión que la bóveda craneal; tú la tuya y yo la mía. Hervores cotidianos que quedan inscritos con letras más o menos grandes en la secreta biografía particular para uso exclusivo de ca’quien. Así podríamos decir que más allá –o dentro– del hervor colectivo-noticioso, los hervores personales y burbujeantes.
Al comienzo de estas líneas escribí eso de ‘zelón’, que no es sino la forma griega para denominar el ruido que hace el agua al hervir; o cualquier líquido. Una especie de onomatopeya, o palabra que atrapa el sonido del efecto que trata de expresar. Y de ese término tan reverberante proviene el nombre usual que damos tú y yo a uno de los “hervores” más complejos en las relaciones humanas: ¡los celos! ¿Nunca te han llegado? ¿Los has padecido en grado sano o enfermizo? Más aun ¿se puede hacer esa diferencia entre sanos y enfermizos? ¿Son evitables o inevitables? ¿Profesionales? Es decir, ¿no sólo en el campo amatorio sino también en el laboral? La política nacional e internacional ¿no tendrá qué ver con los celos que despiertan esa sustancia viscosa llamada “poder”?
Parece que todo lo invaden, y sin mayores conocimientos de psicología o de parasicología, creo que la única razón es esa que te decía: sin hervores o fervores no podemos. Sin ellos somos inexplicables, y la prueba está en que presentimos una lamentable carencia de fervor patrio. ¿Me equivoco?
En el siglo XVI, el jesuita Ripalda hizo una obra maestra de la arquitectura del lenguaje. Su catecismo es de una concisión extraordinaria: “La envidia es el dolor por el bien ajeno”. En nueve palabras expresada una de las pasiones más contradictorias del humano; contradictoria porque ese “dolor” puede remediarse creativamente. Te pongo un caso: a mí me punza la capacidad de síntesis del catecismo de Ripalda –me refiero a él desde el punto de vista lingüístico–, y trato de algún día lograr esa envidiable capacidad de expresión; y trato de decirte lo más posible con las menos palabras, y siempre me encuentro a la zaga de ese maestro. Me duele reconocerlo, pero sigo intentándolo fervorosamente. Si vieras cómo me hierven las ideas en la mente, deshilvanadas, cuando me pongo a escribir-te…
Encontrar una explicación a los celos por el rumbo de la envidia es sólo encontrar una hebra en una trama inextricable. La avaricia, entendida como el deseo inagotable e insaciable de poseer, también aparece en la alquimia de los celos. En no pocas ocasiones también hay restos residuales de lujuria, y ni dudar que son detonadores de niveles insospechados de ira. Pero creo que mejor dejamos que expertos en remendaje de almas nos expliquen cuando les venga en gana los componentes básicos de ese hervor en no pocas veces reventante y que no es ajeno a las relaciones humanas.
Así que de pronto debo reconocer que escribo sobre algo que no entiendo en su causa última, pero lo hago a propósito de la conversación con un buen amigo y enmarcado en “ya no sé qué hacer con los celos de mi mujer”. Oyéndolo me acordaba de aquel mal chiste de una mujer enfermizamente celosa que todos los días sometía a interrogatorio al pobre marido –deshecho orgánico después del trabajo–, para tratar de encontrar contradicciones en el gasto del tiempo diario del esposo. Cualquier barrunto de incongruencia horaria era suficiente para desatar la cotidiana catarata de acusaciones en tono de “¡ya has de andar… estoy segura que mientes…!”, todo en tono de alarido ululante. Aparte del interrogatorio, la inspección ocular: cualquier papelillo con un número sospechoso desataba la tromba. El botón de re-marcar el teléfono servía a la honorable recelosa para verificar el destino de la última llamada del marido. ¿Olfato? Utilizado en forma puntiaguda para detectar vestigios de roces extra talámicos. Asimismo el saco del traje-en-turno era revisado con visión ultravioleta por la quisquillosa a fin de determinar el color del cabello de la-en-turno. Y como a diario no falta un pelo que se quede pegado en el andar cotidiano, aquello daba pie al reclamo cotidiano. Un buen día, ni un cabello ajeno en ninguna parte, lo cual sirvió para que a todo pulmón la “ofendida” le espetara al marido: “¡Lo único que me faltaba… mi vida ya no tiene sentido si ya hasta andas con calvas…!”.
Creo que los celos, como la envidia, tienen grados de sanidad que al rebasar una tenue frontera se convierten en pura y dolorosa enfermedad. Si retomamos esa expresión original y griega de “fervor-hervor”, creo que hasta en el terreno de la física se puede advertir que la presión desencadenada por el hervir de los líquidos es posible convertirla en auxiliar del esfuerzo. Tienes el caso de la llamada Revolución Industrial, surgida a propósito del hervir de una tetera de donde creo que Watt, derivó toda la domesticación del vapor y el comenzar a mover máquinas insospechadas. Pero la presión bullente mal manejada ¡paf! ¡La reventazón!
Oyendo a mi amigo, no daba crédito, y es que mi amigo no tenía por qué mentirme en cuanto a su comportamiento. El de un individuo normal, simpático, de edad media, que confesaba si acaso aquello del “ayer maravilla fui, Llorona, pero’ra ni sombra soy…”. Un individuo consciente de que juega la segunda mitad de su partido vital, y de que el tiempo en esas circunstancias asume otras características más allá de la ligonía, o el arte de ligar. Empecé a pensar en lo terrible que debe ser convivir con alguien enfermo de ‘zelón’, o de hervores mal encausados, porque indudablemente en ello interviene un elemento que es también virtuosamente defectuoso, o viceversa: la imaginación. Defecto virtuoso. Recurrir al lugar teresiano para denominarla “la loca de la casa” es falta de eso: de imaginación; no es ninguna loca sino que es un genio encapsulado dentro de la sesera personal y de la forma como lo extraigamos depende que ese genio sea monstruoso o divino. Es el caso de los que escriben guiones para el cine, que literalmente ven la película solos y antes que nadie proyectada en la pantalla occipital o frontal de su cráneo, mucho antes que se filme el primer cuadro. Sin imaginación el mundo de los inventos no se habría realizado. Poderoso motor pero que hay que saber colocar porque si no, arranca con toda su potencia en tono destructor.
¿Celos enfermizos? Cuánta razón tenía Cervantes cuando escribía acerca de ellos: “Celos, celos, que se traducen en duelos, duelos…”. ¿Cómo anda por cierto tu presión a causa de hervores y fervores? ¿Conoces la caldera del diablo?
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