Por Alvargonzález; 10 de septiembre de 2003
No fue un buen año aquel de 1912 y cuando se resquebrajó la compacta masa urbana tapatía. Para ser preciso, fue el miércoles 8 de mayo cuando comenzó el zangoloteo que parecía no tener fin. Con decirte que hasta el día primero de septiembre concluyó la función del ‘meneadito’ colectivo y que en ese intervalo fueron contabilizados ¡más de mil temblores! Mal fue para Guadalajara el 1912 pues a la trepidación política de una Revolución recién inaugurada, debió sumársele la zozobra local de sentir que todo podría venirse abajo; al derrumbe del sistema político había que añadir la realidad de una ciudad que físicamente se estaba derrumbando y cuyos habitantes procuraban estar lo menos posible en sus casas y que incluso habían convertido plazas y jardines en dormitorios. No hubo día durante mayo que no temblara y que con ello se repitieran las mismas escenas: al comenzar a crujir todo, la gente en las calles de rodillas rezando. Llantos, rezos, pánico. Ya no había madera suficiente para apuntalar casas, templos o edificios. ‘Malaño’ fue aquel…
Lo de siempre: que en las Profecías de la Madre Matiana estaba advertido (el amigo Lubín me facilitó el tal libro de profecías y me parecieron tan claramente confusas como las de Nostradamus); que eran secuelas del reciente paso por el cielo tapatío –y del cielo de todo el mundo, pero a los tapatíos les gusta sentir que su cielo es único–, del espléndido Cometa Halley que en el ‘ochentaitantos’ y de retorno mostró claros síntomas de impotencia sideral. Lo de siempre: buscar esotéricas causas a lo que tiene razones brutalmente terrestres.
Allí es donde aparece Severo Díaz (1876-1956), el de Sayula, que con todo y su ortodoxa formación como sacerdote trató de hacer prevalecer entre la población su voz como científico: la causa de los terremotos más allá de ser ocurrencia divina, es la de un subsuelo profundamente volcánico. Rezar, sí, pero ayudar a las divinidades a que la techumbre no te caiga encima tomando medidas precautorias. Severo Díaz, el astrónomo, el metódico registrador de las marcas que dejaban en el sismógrafo los temblores cotidianos; el que en Zapotlán había observado metódicamente la evolución del Volcán de Colima y a cuya actividad atribuía certeramente el terrible bamboleo urbano que parecía no tener fin.
Y allí su busto cantero, frente a la puerta de la que fuera su casa en la calle Camarena, con una extraña inscripción: “Presbítero Severo Díaz”. Inusual en el contexto republicano en el que esa profesión oficialmente no existía. Severo, el matemático director de la escuela de ingenieros, el astrónomo, geólogo y vulcanólogo. El creyente profundo de que teología y ciencia no tienen por qué estar reñidas. ¿O sí?