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Adiós BL (1)

Y Luego…

Por Alvargonzález; 1 de noviembre de 1997

‘Tolle, lege’ –toma y lee–, fue el man­dato divino que cambiaría la pecadora vida de quien sería San Agustín; y el ‘to­lle, lege’ –anda y mírate esta nota–, di­cho por mi compadre, me remeció, pues leyendo las letrillas negras y pres­tadas del diario que el serpentín infla­cionario mantiene lejos de mis manos, sentí a larga distancia la desaparición de un punto fundamental de mi vida pecadora en vías de reconversión industrial. ¿Viste la página 10-E de la edición de antier? ¡Se acabó! Ya la cambian de lugar y con ello no será la misma mía BL.

La primera vez que entré allí fue en calidad de turista, y en tiempo de fríos (eso es relevante) cuando las hordas de visitantes amainan. Éramos tres o cua­tro y se nos permitió ingresar hasta el garitón revisante; lugar apto para con­templar un espectáculo magnifico y sobrecogedor (al menos para los amantes de la tinta, entre los cuales por razones obvias te contabilizo en este mismo momento). Trato de encontrar en mi breve capacidad metafórica una ima­gen equivalente, y no localizo otra más que una foránea y camionera. ¿Cono­ces la TAPO? En efecto, en el défe, la Central de Transportes del Oriente –conocida con la vulgar acronimia de TAPO– presume de tener el domo más grande de Latinoamérica (siempre comparándonos y magnificándonos hacia el sur profundo). Pos haz cuenta que la TAPO ves pero –lo vi y lo viví–, ¡todo hecho un mar de estanterías y li­bros! Ese el ahora extinto epicentro de la British Library, anexo al Museo Británico; y digo “epicentro” porque indudablemente había bodegones añadidos para almacenar el enorme acervo de ese único lugar de salvaguarda de palabras de todo el mundo. Mi sentimiento al haberme asomado al recinto, tal vez sólo tenga equivalente en lo experimentado por peregrinos que en tierra­santa llegan a los lugares que tanto les significan. Sentí, esa primera vez, estar en el portalón de un Santuario… ve­dado para seres comunes y corrientes –sin pergaminos acreditantes– como…

Debo agradecer a Conce haberme animado a algo que mi real y bien disfrazada timidez me hacía parecer imposible: obtener un pase como investigador. ¿Cómo? Era preciso “convencer” al bibliotecario mayor –título breve y conciso para designar al director oficial de ese Santuario– de que yo estaba trabajando en un proyecto con cierta relevancia. Como ya tenía entonces un año tratando de descifrar la mente britona, algo había avanzado a lo largo de mis ‘meditraciones’ (meditaciones hechas en el tren que cotidianamente me llevaba al trabajo). Así, un buen día, en una simple blanca hoja mezclé a mano dos realidades de mi vida: trabajaba en Londres haciendo radio, y eso era cierto; además es cierto que gracias a las señoritas Michel y a mi madre, aprendí caligrafía básica que me permite escribir con caracteres góticos. Dirigida al Bibliotecario Mayor, mi solicitud manuscrita con una pluma de cuervo recogida del parque cercano a casa: ¡Crystal Palace! ¿La razón de mi solicitud? Muy simple y vinculada con mi quehacer trabajando para la BBC: “deseo escuchar el radio que se hacía en México en el siglo XIX, principalmente de 1800 a 1830”. ¿Radio en México en aquel entonces? La metáfora –arte en el que me confieso muy malo– era más que cierta, pues las pocas imprentas que había en la rudapatria pre y post independiente (¿‘what’s that’?), ¡irradiaban! ideas en forma insólita: folletos, panfletos, hojas volantes y alcances, eran los nombres que tenían aquella multitud de papeles que nutrían el pensamiento de un país extensísimo que se vinculaba a través de ese “radio” tan primitivo como efectivo. ¿No es la llamada “radio” un centro emisor cubriendo espacios periféricos? Esa la función de las imprentas.

México, como tantos otros países pobres de ingenio, tiene que exportar lo que sea para mantener su frágil suficiencia. Y entre las exportaciones ha desfilado ¿su historia? Para no ser alarmista, mejor digo que han desfilado hacia afuera muchas versiones escritas de nuestra vaporosa historia. Pero me adelanté a un hecho: quince días después de mi solicitud –a ser analizada por un con consejo–, llegó la llamada memorable del “pase por su credencial”. ¡Autorización por tres meses de ingreso al Santuario! Tarde tras tarde, horas y horas, comencé a sumergirme en un océano, envidia de buzos. Placeridad enorme encontrarme allí –donde hasta un tal Marx escribió lo suyo, y cuyo asiento era objeto de rebatiña por fetichistas que dondequiera hay–; encontrarme con paisanos como Belisario Domínguez y Faustino Ceballos (ese el nombre original de la ahora avenida Niños Héroes), y ambos impresores de folletones locales y transmisores de aquella informática –tal cual– sustantiva y básica del país en el que ahora vivimos tú y yo; con nuestra independencia hecha calzada y también calle. ¿Independencia? Vaya palabreja.

Pasaron los tres meses y caducó mi credencial de acceso, obvio, y cuando el día de vencimiento llegué a preguntar si podía… ¡automáticamente me entregaron otra por tiempo indefinido! A partir de entonces fueron años en que mi tiempo libre –horas que se me hacían minutos en aquel recinto en donde literalmente se podía oír el voltear de las páginas– se volcó en eso: a oír las radiaciones impresas en folletos, del momento del despegue falluco al grito de ¡somos independientes!

El “toma y lee” antier de mi compadre, se tradujo para mí en portugués: ‘saudale’. Esa melancolía creativa atrapada en una palabra que tiene ciento mil interpretaciones; sientomil. Para mí la BL (que esas solas dos letras aparecen en la credencial); la British Library anexa al Museo, fue el abrevadero de algo que no he podido hilvanar por falta de recursos humanos. Cómo si soy el Vallero Solitario. ¿Te has puesto a pensar lo “fácil” que es llenar uno solo, una sola hora de televisión? ¿O de radio? Y perseguir el salario mínimo con todo y canasta básica. Solo yo, no puedo hacer más de lo que hago. Pero algún día…

Conocí a Costello, el de la Universidad de Bristol, quien es el autor del índice mejor hecho de todos esos papeles que ocuparon las imprentas de 1800 hasta bien entrado el siglo XIX. Él es inglés, y ha hecho lo que ningún mexica ha podido hacer mejor. A mí me parece apenante, pero es reflejo de lo antesdicho; nuestra Historia –si es que crees que La Historia es un juego de palabras (impresas e impresionantes)– fue vendida ¡por kilos! Me consta, y por ello la próxima vez te contaré algo más sobre esa aventura histórico-literaria que fue para mí, la ahora en mudanza –y perdiendo su espíritu– BL. Ya se la llevan a Saint Páncras, barrio londino adjunto a una estación de trenes.

Allá, en Londres, gracias a Conce y sus consejos, y a esa monumental biblioteca, hasta logré enterarme por qué se llama América este tan americano continente. ¿Verdad Waldseemüller? ¿No has leído ese best seller de 1507 llamado Cosmographiae Introductio? Yo sí, lo tuve en mis manos pero de eso luego te cuento, tinta de por medio.

Táte bien, y si me lees la próxima vez, o si me ves por telecable y de nueve a diez, pos allá tú (me salió lo calaverero rudimentario y ni modo)… ¡Qué malos somos para hacer rimas con nuestra lengua!, ¿muerta? No, medioviva, sí.

Luego te busco.

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