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Adiós BL (2)

Y Luego…

Por Alvargonzález; 6 de noviembre de 1997

Las manías, fobias y filias a ultran­za, son cosa muy respetable de la patología de ca’quien –creo–, pero advierto en mi colección única y personal, que todas ellas tienen cierta explicación dentro de la historieta o recuento de mi capotear las embestidas del calendario. Mejor ni te pregunto por las tuyas (al fin me quedaría con la duda por lo im­penetrable de tu silencio), y ni trato de contarte los orígenes de una muy pecu­liar fobia que experimento y que he tratado inútilmente de erradicar: detes­to el olor a libro nuevo. ¿Entrar a una librería a buscar el cañonazo editorial del momento? No cuentes conmigo, y de pasada aprovecho el viaje para justi­ficar que si no nos encontramos en el próximo festival de la tintaimpresa que se aproxima al Valle de Atemajac, es porque a la razón olfativa y profunda se suma ¡otra fobia!: para mí, donde hay más de cinco ya es tumulto, lo cual también me da repelús. En la BL, muchos, pero ca’quien en su solitaria ta­rea.

En cambio el aroma del libro viejo… “Doctor –dice el paciente que ha acudido a buscar curación para su aler­gia–, el polvillo de los libros añejos me ocasiona estornudos irrefrenables…”. Y en ese punto el galeno acota cuantificando: “no es rara la reacción alergoló­gica a esos papeles que incuban bichos impensados. Yo le recomendaría el uso de…”. “Pero, péreme doctor: no es tanto lo de los estornudos, sino que cada uno me produce un orgasmo”. Y el médico, con mirada incrédula, no hace sino aña­dir: “Oiga, ¿dónde puedo conseguir d’e­sos libros…?”. Mal chiste y britón, pero que ‘mutatis mutandis’, algo te puede ex­plicar de mi devoción hacia los libros viejos que han visto y quizá hasta leído no sé cuántos pares de ojos; que ha pasado por in­cierto número de manos que en ocasio­nes dejan sus huellas delatantes e interpretantes; el libro que con su tinta coagulada tiene un aroma (dije eso que no olor) que se va incrementando con los años. Aroma entre rancio y ácido; entre melaza y vinagre. Agridulce aroma.

Es que entrar a la BL era recibir una vaharada de siglos, directa y a las fosas nasales, y en ese hemisferio cupular que constituyó el centro radial de La Biblioteca Del Imperio; de esa Talasocracia como le llamaba Toynbee, construida allende el mar, y de adonde llegaban riquezas impensadas. “Ahí viene un barco cargado de…”. Así, imagino, un buen día lluvioso, descargaron en los muelles de Santa Catarina (tal vez allí) toneladas de papeles que cuentan (aún lo hacen) La Historia de la ruda suavepatria. Nadie como Fernando Benítez narra que en el siglo XIX se vaciaron las bibliotecas conventuales mexicanas, y aquellos legajos, papeles, libros y demás, asumieron el grado de desperdicios que fueron hábilmente comprados como tales y llevados a donde tuvieran la categoría narrante que aún conservan. Por arrobas emigró buena parte de nuestra memoria, so pretexto de construir una República basada en la supresión del formidable eslabón colonial. Es como si tú y yo tratáramos de elaborar nuestro rompecabezas vital sustrayendo piezas fundamentales. Es cierto, me dirás que para ser feliz hay que saber olvidar… pero es todo un arte saber lo que hay que olvidar y lo que no (a mí me sigue sorprendiendo que el sustantivo “raíces”, mostrado con ingenio digital televisivo, siga insistentemente poniendo más el acento en el caracol y en el teponaxtle y muy poco en la guitarra mariachera y en el esdrújulo ibérico que tanto tiene que ver –por bien o por mal– con nuestra ensortijada raigambre).

La acronimia BL me obsequió interminables horas de vuelo, paradójicamente sumergido en una mínima parte del mar de papeles que volaron irremediablemente –o navegaron– desde un México en proceso de hechura (el siglo pasado, claro está).

Espero que ahora sí resulte bien escrito: Waldseemuller. Ese su apellido, y su nombre Martín. Él con su ‘Cosmographiae Introductio’ –te decía o traté de decirte la vez anterior–, impresa en 1507, es el responsable directo de que esta cosa tan continental se llame precisamente así: ¡América! Y respetuosamente le llamo “cosa” a lo que es bien americana eso –cosa–, porque en su libro insiste en que el cartógrafo del navegante Juan de la Cosa merece el honor de trasponer su nombre –Américo– al Nuevo Mundo o Indias Occidentales. Una buena tarde, en el recluido departamento de la BL dedicado a fondos especiales, empecé a introducirme en la ‘Cosmographiae’, impresa 480 años antes de tenerla frente a mí, y con sus sugerencias de bautizaje continental (proceso que tomó sus buenos cientos de años a partir de la propuesta del cosmógrafo Martín que nunca se mareó. ¿Sabías que es la mar la que marea? Magnífico ejemplo de asesor el tal Waldseemuller. Pero a donde voy es, claro, a donde voy: en medio de aquellas páginas amarillentas apareció una florecilla atrapada entre el volumen. Una flor insignificante, pero eso al fin e indudablemente (todavía ni siquiera requería lentes para vista fatigada y bien la veía en su recóndito reclusorio paginal). No me atreví a moverla, y allí seguro estará con todo y libro que ya habrá sido trasladado al nuevo recinto desangelado y postmodernista de la nueva British Library. Si te contara todos los pensamientos que durante horas contemplativas me despertó aquella florecilla, prensada entre las páginas de una obra única y culminante de la cartografía universal, me acusarías de cursi. Me distrajo de lo que era el objetivo que me encerró durante memorables tardes de varios años en aquel recinto tan templado como sagrado para mí: entender la Historia como un genial, brutal, fascinante, peligroso, explosivo, pacificador, demoledor y aun constructor ¡juego de palabras! Y hay una palabra básica en todo el entendimiento del Nuevo Mundo que surgió a partir del siglo XV: América; palabra que luego fue objeto de un proceso de expropiación. ¿Somos aún americanos? Sí y no… ¿Qué tanto?

¿Sabes? Tal vez no haya peor tragedia en la vida que ser feliz y no darse cuenta de ello. Yo, conscientemente, fui feliz y mucho, gracias a la Biblioteca del Museo Británico; y más feliz seré si puedo algún día transportar mi hasta hoy privado recuento, al cuento interminable de La Historia; al Gran Cronicón hecho de croniquillas de seres que defendemos el derecho a aportar nuestra versión y sustentarla con temeridad. ¿No es tu historia, con sus fobias y filias, un hermoso juego de palabras? Hermoso y delicado. ¿No será La Historia colectiva algo semejante?

La British Library se ha mudado, y para mí es preciso recitar aquello tan mítico y britón del: “no permitas Señor que olvide que un día existió Camelot…”. Aquel olor a siglos y a tintas, me marcó indeleblemente. ¿Camelot mío?

Táte bien, y luego… te busco.

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