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¿Armonía?

Y Luego…

Por Alvargonzález; 25 de octubre de 1997

Es producto de primerísima necesi­dad; indispensable aun para quienes, como mi padre (y luego cayó en la cuenta que estaba en un error), niegan requerirla. Quizá resulte cursi aceptar­la como vinagreta indispensable de la ensalada vital, pero de que la necesita­mos, ni duda cabe. ¿Tú no?

Durante siglos se ha intentado defi­nirla con menos que más éxito, y lo digo porque si ya se hubiera logrado hacerlo, sería muy fácil el proceso diferenciador entre chatarra que trata de serlo y lo que es. A lo más que he llegado en el plano personal, es a identifi­carla con el ansia que subyace en mí –tal vez también en ti– por sentirme cosmificado; parte de un cosmos armonioso y ordenado a pesar de que la rea­lidad (noticiosa) grita y repica que todo es desorden, caos, y mundanidad inarmónica. Ansia de “cosmos”, que no es otra cosa que orden y dicho en griego, y en ese sentido la pretendida definición escapa al querer aplicar el tér­mino solamente a un rimero de palabras más o menos bien puestas; armónicamente colocadas. Ella, como requisito vital, escapa o trasciende al universo del alfabeto y la fonética verbal.

Me hubiera gustado llamarte para invitarte a ver el crepúsculo de antier, pero o te hablaba o me envolvía en su contemplación. Y pienso que si alguien fuera capaz de definir, por ejemplo, una aurora boreal y, más allá de con­tarnos que es una vulgar danza de io­nes que producen cortinaje celeste multicolor y envolvente; o si alguien tu­viera la habilidad para explicarme por qué un efímero atardecer sobre el Valle de Atemajac me transmite un esperan­zado creer que más allá del aparente caos existe un orden inefable, creo que ese alguien sería el indicado para defi­nir una punzante cuestión: ¿Qué es la tal Poesía? ¿Tendrá algo que ver esa –más o menos– oculta pretensión de cosmos –orden– con la tal “poesía”?

Imagino la frustra pelustra de cual­quiera padre-madre de familia si en un momento dado la crianza –hijo(a)– se plantara y les confesara: “quiero ser ¡poeta!”. ¡Horror! ¿Poeta? Estoy seguro que don Octavio –cuyas poesías no mestrujan mayormente– nunca le dijo a su Inocencio padre que le dio apellido –Paz, cuál más–, que siendo eso –poeta– se iría a ganar el dinamitero premio sueco. Es una profesión vergonzante…

¿Poeta? Quesque de músico, poeta y loco… ¿cuánto tienes tú? Yo –por si te interesa–, nada. ¿Loco yo que me dedico a esta actividad del verbotráfico confeso y gratamente ingrato? ¿Pensar que la tal poesía tiene lugar o cabida a estas alturas del desarrollo tecnológico y computarizado interneciamente globalizado? Por cierto, ¿te puedo preguntar algo muy fácil y directo?: ¿cuál es tu poeta de cabecera hoyendía? Ese cuyas palabras usas para decir lo que quisieras decir como él lo dice: ¿Chente? ¿Su potrillo? ¿El Buki?

El raquitismo lingüístico que padecemos, ha redimensionado a los poetas de la era del consumismo e insertos en el mundo de lo desechable, pero igual funciona. Esa, al fin, una de las intenciones de la –¿indispensable?– poesía: ayudarnos a poner en la boca los pensamientos fundamentales que nos identifican como humanos: el amor, el odio, las pasiones con todo su defectuoso virtuosismo, y los temores que nos acompañan en nuestro viaje por el tiempo. La poesía, en su escala verbal, actúa como un recogedor del sentimiento colectivo que nos permite individualizarnos y decir, con palabras prestadas, ¡siento esto o aquello! El poeta –que debe confesar su actividad hasta que logra instalarse en la lengua colectiva– es un traductor; sí, traduce el sentimiento colectivo a la individualidad –a ti y a mí– y nos pone palabras en la boca (con música y acompañamiento). Ese regalaje de casetes que, creo, está en boga, no es otra cosa que un disfrazado: “ahí te van esas palabras que yo quisiera poder decir así tal cual”. Palabras envueltas en mariachi, bandorazo, o en la lengua del futuro (¿‘what’?) rocanrolizadamente roquera.

La poesía ya no se trafica, como en otros tiempos en crudo, sino adobada con sintetizador o su equivalente. Pero con todo y la engañifa del marquetín, sigue siendo eso: armonía o sustituto de lo mismo. ¿Te gusta la poesía jevi o ‘heavy’? ¿Te gusta decir lo que quieres decir?

Octubre acaba, y ello da pie a una quesque tradición mexicana: las llamadas calaveras, quesque también manifestación de que nos reímos de la muerte. ¿Te ríes de ella? Yo tampoco. Tras el calaverismo octobrino hay otros elementos muy vinculados con Zorrilla y su don Juan, que hacen brotar al muy hipotético epigramista que hay en todo mexicano y bajo el pretexto de que somos reidores de la muerte. ¡Falsedad brutal! Pero por todos los rumbos del país surgen calaveristas que octosílabamente –forma más sencilla de versificar–, más malhecha que bien hecha, riman una serie de sandeces en tono de “flaca”, “calaca”, “seca”, “pelona”, y otras huesudas consonancias resecas casi de ingenio, pero que en todo caso rescatan al ancestral epigramista que subyace en la esencia de la lengua: decir mucho con pocas palabras. “Todo en amor es triste / pero y triste y todo / es lo mejor que existe”, diría Campoamor, uno de los monarcas del epigrama. Te recomiendo que leas en su lengua latiniparla, los epigramas de Marcial. Son tan novedosos…

El poeta, desde siempre, es un ser ambicioso de eternidad; de que sus palabras sigan siendo útiles para otros –siglos después–, incapaces de decir lo que sienten: “partimos cuando nacemos / andamos mientras vivimos / llegamos al tiempo que fenecemos / así que cuando morimos descansamos”. Jorge Manrique dijo eso hace cinco siglos –¡cinco!–, y todavía su verso suena actual, ¿no? Y de ninguna beca gozó ese soldadote hecho al arte de la guerra, hecho al matar enemigos, que no pudo sino sufrir la inspiradora muerte de su padre al rítmico: “avive el seso y despierta / contemplando cómo se pasa la vida / y cómo –tan callando– / se llega la muerte…”.

Pobres poetas modernos, tan llenos de premios gremiales, y tan resignados a morir con sus poesías, palabras sin ton ni son que nadie –nunca– repetirá para decir lo que siente. Muy premiados y muy elogiados por su círculo íntimo de talleres y tallares, pero resignados a la supervivencia mundana y becaria, incapaz de hacerles pensar en lo que creo –¿quién soy yo para pensar?– es la tal poesía: necedad hija de la necesidad humana de creer que más allá de la chata cotidianeidad, existe la espléndida armonía del verbo como manifestación del espíritu, y el espíritu como ambición de eternidad. Pobres poetas modernos resignados a fallecer con su ensarta de palabras. ¿Te gusta la poesía? Te recomiendo la moderna que… ¿Qué es Poesía?

Táte bien, y luego… te busco.

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