Y Luego…
Por Alvargonzález; 11 de enero de 1997
¿Correpto? Claro que está mal escrito, pero claro también que entienden correctamente la palabra, y todo a propósito de nuestra continua actividad como correctores de todo y de todos… menos de nosotros mismos. ¿Autocritico yo? El menos, pero critico todo y a tiempo completo.
Cuando te pones en exhibidores como pueda serlo este recuadro de papel en donde por línea muestro lo que pienso, o como pueda también serlo una antena a donde (aún) subo por las tardes a buscar tu mirada quesque lejana –tu tele visión–, ello resulta invariablemente en el encuentro con los correctores eventuales y consuetudinarios. ¡Bienaventurados los que nos corrigen, porque ellos nos harán encariñarnos con nuestros defectos!
Hace ya buenos meses, nueve, desde que comencé aquí a desafiar las leyes de la literatura castellana. Y si te fijas, al final de mis cuartillas bisemanales, siempre inscribo un número telefónico que se convierte en un canal apto para corregidores. En el caso de la televisión, que practico en caída libre sin la red protectora de guion preestablecido, la congestionada línea telefónica se convierte reiteradamente en vía correccional. ¿Te gusta que te corrijan? Yo ya casi me acostumbro, y estoy seguro que en unos veinte años más ya habré aceptado con humildad profunda que soy un equívoco consuetudinario sujeto a correcciones constantes. Si te dijera que hace 27 años que me inicié como verbotraficante ¿me lo creerías? Sí, en exhibidor de mis pensamientos a través de las palabras mal que bien escritas o pronunciadas frente a micrófonos insospechados.
En ese tiempo he aprendido un poco acerca del lenguaje y tratando de apegarme a aquella sentencia del personaje de Alicia en el País de las Maravillas: “que tus palabras digan exactamente lo que quieres que tus palabras digan”. ¿Sencillo? Casi imposible por la analogía del propio lenguaje, que invariablemente dejan en intento o en pretensión del autor que sus palabras se instalen tales cuales en la mente del consumidor de ellas. Mira, eso de la analogía, o el hecho de que las mismas palabras resuenan distinto en la mente del receptor, ha resultado incluso truco iliterario de gran éxito, y si no me crees, úntate en la sesera el multi laureado Pedro Páramo y luego te despachas los cientomil ensayos que se han hecho para interpretarlo ¿correptamente? Ve tú a saber qué pensamientos navegarían entre los parietales de Juan Nepomuceno cuando lo escribió, y eso nadie, nunca, lo sabrá.
Escribo y tú, lo sé, lees. Pero entre mi tinta y tus ojos hay intermediación insospechada. Fíjate, sólo ocasionalmente releo el producto final publicado, e invariablemente encuentro palabras que no puse, puntos y comas en sitios que no elegí, y eso lo considero perfectamente normal y aún parte de un auxilio tan benévolo como no solicitado. En alguna era de mi quehacer palabrero, tuve mucho que ver con el universo de las traducciones y con la tentación indómita que siempre tiene el traductor de “mejorar” la obra original. En ese sentido el transcriptor es justamente un ser mejorante (según él). Con decirte que fue hasta este siglo, y porque Toscanini lo propuso, que se determinó que las obras de los grandes maestros de la música clásica, fueran interpretadas tal como aparecían en las partituras; antes, el director de orquesta se sentía autorizado a “perfeccionar” la obra original.
Ahora –y tú no te darás cuenta– estoy sometiendo a un esfuerzo adicional al transcriptor, pues escribo a mano. Iba a decir que a manolimpia, pues ello podría no ser tan cierto en mi caso y como jornalero que soy. Y vaya que mi letra lo desafía más ahora en que sólo letra de molde se estila.
Bienvenidas correcciones, que todas ellas las enmarco en un cuentecillo sufí que hace buenos años aprendí. ¿Tienes tiempo? ¿Te lo cuento?
Sucede que… “Abdulá Ben Yaya, mostraba a un visitante uno de sus escritos, y el visitante le hizo notar que tal palabra estaba mal escrita. Inmediatamente Abdulá corrigió la palabra escribiéndola como se lo indicó su conocido, que cuando se fue, los alumnos de Abdulá le preguntaron: ‘¿Por qué hiciste eso, si la palabra estaba correctamente escrita y puesta? ¿Por qué sabiendo que su ‘corrección’ era incorrecta, escribiste mal la palabra siendo que estaba bien en su forma original?’. Abdulá contestó: ‘Fue una muestra de sociabilidad, pues él creyó que me estaba ayudando y pensó que la expresión de su ignorancia era una indicación de conocimiento; por ello apliqué el comportamiento de la cultura y cortesía, y no el comportamiento de la verdad, porque cuando la gente busca cortesía e intercambio social, ¡no puede soportar la verdad! Si entre nosotros hubiera existido la relación maestro-estudiante, las cosas hubieran sido distintas… Solamente los tontos y los pedantes creen que su deber es instruir a todos, cuando el motivo principal de los que participamos en una conversación, no es en general buscar instrucción o encontrar la verdad, sino atraer sobre nosotros la atención de los demás’”…
Tiene muchas aristas el cuentito, y más de una de ellas me corta con sus filos y desde hace quince años que cayó en mis manos. Te advierto, soy incorregible ¡verboadicto! que a1gún día, espero, mis palabras dirán exactamente lo que quiero que exactamente ellas digan. Mientras tanto me expongo: 121-8880. Táte bien.
Soy adicto a los cuentos sufis, muy recomendables.
Gracias Alvar y al equipo que hace posible recrear al Verbo Traficante.
Gracias a ti, Oscar, por estar al tanto de este blog. Saludos.