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Del Urbano Marino

Capítulo 11

IGUAL QUE LAS CIUDADES adoptan y hacen suyo un trozo de sierrabosque, por razones de salud, también se apoderan tribalmente de un trozo de mar. Invaden una playa y se la escrituran. ¿Por salud mental? Yo le quitaría lo de “mental” y dejaría lo otro, mondo y lirondo. ¿Que es mental el hecho de que hay que limpiar de plomo y azufre –metálicos– los pulmones?

Las ciudades de tierradentro, cumplimentando una especie de liturgia, se movilizan hacia el mar, por lo menos “una vez al año por la Cuaresma”. Bueno, las ciudades no, que ellas se quedan donde están ancladas; los ciudadanos, masa desplazable y ubicua, que hipotéticamente le da sentido a la ciudad.

En ocasiones, ese proceso de adopción es tan brutal, rabioso, que la playa asimilada queda en estado lamentable. ¿Has oído hablar de amores destructivos? Así ocurrió con Acapulco, luego que se apoderó de su playa la grandísima Tenochtitlán. Hasta el color pulcro de sus aguas le cambió; el azul fuerte que tenían quedó convertido en café melcocha, pues la llamada “industria sin chimeneas”, sin drenaje no funciona.

Aquella Guadalajara, de las pocas carreteras –la cincuental–, sólo tenía una salida al mar y por ferrocarril, hacia Manzanillo; por un tren, que lento y serpentino llevaba y traía gente y mercancías al puerto. De hecho, y gracias a esa línea férrea inaugurada por don Porfirio, las playas colimotas o colimenses, fueron la primera vertiente marina tapatía, si bien no fue Manzanillo el punto de arribazón primario de los cardúmenes urbanos, deseosos de naufragar en el sol y calor tropicales. Ya la “Ola Verde” no existe, pues el maremoto del treintaitantos modificó supuestamente el fondo marino, frente a Cuyutlán, esa enorme playa de cara al Océano que es más bravo que Pacífico. A ese mar abierto y furioso, cuyutlense, iban las familias de Guadalajara. Hacia allá se dirigió la primera oleada urbana de asaltaplayas.

Durante las temporadas vacacionales, principalmente de la semana de Pascua, pues en la Santa era pecado divertirse, había “corridas” de trenes especiales que llevaban a centenares de ciudadanos a un Cuyutlán primitivamente infraestructurado. ¿No lo dicen así los especialistas en desarrollos turísticos? Con lo que ello deje de significar, o con lo elegante que suene, Manzanillo como “polo de desarrollo turístico”, era cualquiera cosa, menos eso; poblacho porteño de ínfima ralea, al que pocos iban, a pesar de su vecindaje con la playa del oleaje mareante. Puerto, sí; vacacional, aún no. La decadencia de Cuyutlán vino con la carretera a Nogales. Esa vía terrestre que siguió el trazo del camino real por Plan de Barrancas, hizo que momentáneamente, Guadalajara adoptara un viejo puerto colonial y le redescubriera como punto vacacional. Si tomaba más de diez horas alcanzar Manzanillo, por tren, eran bastante menos las cinco o seis que, por automóvil, se requerían para llegar a San Blas.

Varios años consecutivos fuimos en tropel familiar y vacacional a San Blas, en Nayarit; a ese puerto, con su fortificada aduana novohispana en ruinas, y con su barrancón, en donde el insurgente Cura Mercado optara por el suicidio, en lugar de la derrota a manos realistas. Batallón benemérito del mismo nombre y que tanta guerra diera en favor de una independencia que en el siglo XIX parecía cosa sencilla. Puerto reliquia-abandonada, que momentáneamente floreció en la era cincuental, con sus cañones de taco y mecha apuntando hacia un mar en el que los mástiles piratas y los bajeles cargados con mercaderías de oriente, hacía mucho que habían desaparecido.

Aquel San Blas permanece en mi memoria como una pesadilla infantil; noches de calor pegajoso y moscos –jejenes– enloquecedores con su ferocidad insaciable, trabajando noche y día. Allí, mi primer encuentro con esa realidad inevitable y llamada simplemente “muerte”: un ahogado que regresó el mar, tal cual, abotagado a punto de explosión y que en medio de cuatro velas sobre un petate era –obvio y por las velas– velado a pocos pasos del Hotel Bucanero en donde nos hospedábamos. Visión espectral.

San Blas de mis anginas y de mi curación milagrosa. ¿Me crees? Las anginas continuamente me anudaban la garganta, y en una temporada vacacional, mi madre me hizo rezarle con todas mis ganas al Señor San Blas, estofado santo sobre el altar de la parroquia; los rezos y la operación que poco después me hicieron, seguro sirvieron, porque nunca más volví a padecer de esa angustiante enfermedad. Tuve que crecer para enterarme por qué San Blas es el patrono de los males de la garganta; porque lo degollaron. ¡Vaya razón! Lo del milagro lo digo, porque andando la vida, me he ganado el pan nuestro de cada cuatro o cinco días con la garganta. A destiempo un ex-voto: ¡Gracias San Blas! Gracias también al cirujano que remendó mi gárgola infantil…

Al abrirse la carretera Jiquilpan-Manzanillo, el añejo puerto nayarita volvió a naufragar, y comenzó a reflotar sobre las playas del Pacífico ese puerto con nombre diminutivamente frutal. ¿Manzanillo? Andando playeando –que no acampando– con la tropa familiar y no hace mucho, decidimos instalarnos junto a un frondoso árbol cuyas raíces se encajaban en la arena y no parecían mayormente afectadas por la proximidad del agua salada. Viéndolo con detenimiento, este tipo de árboles son un milagro botánico, y más si se considera que dan unos pequeños frutos que parecen pequeñas manzanas y que hasta huelen a tales. Solo que… a poco de estar allí, se acercó a nosotros un amable costeño que me hizo una advertencia: “cuide que sus niñas no toquen esas frutas porque son muy venenosas”. ¡Manzanillos! Y de tan efectivo el veneno, me enteré después, que los habitantes aboriginales de la región, cebaban con el jugo del manzanillo la punta de sus flechas, a fin de darle mayor efectividad a su lucha contra la espada conquistante.

Era aquél, lo dije, un poblacho costanero en torno a un lánguido puerto. Eso dije pero debo añadir que era encantador, con sus casas de madera, con su kiosco placero, su mercado, sus chinos japoneses propietarios de comercios y restaurantes; con su único hotel, el Colonial, y las enormes playas en donde no había caído la semilla turística que fructifica en torres y más torres de cara al mar y que encarecen la arena playera. Santiago quedaba a enorme distancia del puerto. Para ir hasta allá, había que cruzar por puentes de tablones para salvar aguadas y esteros; era preciso bordear la laguna de San Pedro –o San Pedrito–, ahora disecada o trastocada en aras del nuevo puerto. Por allí se veían flamingos sonrosados y toda clase de pajarracos tropicales; ir a la Bahía de Santiago, significaba adentrarse en el paraíso perdido.

En la enorme bahía, nada sino un hotel con nombre femenino y diminutivo –el Anita–, y el mar con su diferente tonalidad de reventazones. Salagua (donde los pichilingues corsarios fueran rechazados a la mar en tiempos novohispanos), la Audiencia, las Hadas, Marimonte; monte y mar. El reloj del desarrollo aún bostezaba en esa costa colimense a punto de ser expropiada por urbanos remotos de tierradentro.

Alguna vez, estando de vacaciones allí, a mi padre se le ocurrió que podríamos intentar llegar a un lugar cuyo nombre me sonaba indescifrable: Barra de Navidad. ¿Barra de qué? ¿En pleno julio y con ese nombre? Y mi padre tuvo que descifrarnos el origen de tan misteriosa denominación: “porque allí, a ese punto en donde una barra de arena separa al mar de una laguna de agua dulce, llegó un día de navidad el virrey de Mendoza; por eso se le montó tal nombre en la incipiente cartografía novohispana: La Barra de la Navidad…”.

Hoy, ir a Barra (el nombre completo es demasiado largo) es la cosa más sencilla y a todo acelerador, por buena carretera. En los tiempos cincuentales resultaba –de menos– un poco más excitante o complicado, pues era preciso hacer el viaje en “¡huacal!”. Sí, y más de una razón tenían los habitantes de la zona para llamar así a aquellos camiones con un toldo de lona a manera de techo y con bancas de madera sujetadas a la plataforma de lo que era en realidad un vehículo de carga acondicionado para ¡cargar pasaje a granel! Y se requería de asirse fuertemente a las bancas para no salir del vehículo entre los tumbos y brincos del camino y a lo largo de las muchas horas que tomaba el viaje. Muchas horas en medio de la selva tropical, entre bosques de parotas, cedros rojos, rosamoradas y palmares. Viajar en huacal, toda una vivencia.

El ciclón del cincuentaitantos se encargaría de dar la primera desmontada o de hacer la tala primaria a aquella selva; maniobra que sería completada, sin remilgos, por planes sexenales que convirtieron en agostaderos y parcelas aquella selva irrecuperable. ¡La Barra de la Navidad cincuental! Idéntica, sin modificación mayor a la que habían visto los que le pusieron ese nombre cuatro siglos atrás. La apacible laguna y el mar bruto, separados tenuemente por la tal barra, si acaso, una docena de palapas de pescadores –o una veintena, lo mismo da–, y que no deben haber estado allí más ni menos cuando la avistaron desde su nao López de Legaspi y Urdaneta, en su tornavuelta que revolucionaría el comercio con Filipinas y el Oriente.

Por cierto, esas águilas de cantera que le dieron nombre a una zona al suroeste de Guadalajara, son el ignorado monumento a la gesta de aquellos navegantes que encontraron la corriente de Malarrimo y que, a pesar de los vientos contrarios, permitiría retornar a las costas novohispanas a quienes enfilaran la proa hacia ese “Oriente” europeo (China y Japón), situado al “Occidente” nuestro. Te digo, la geopolítica sólo algo tiene que ver con la geografía…; y la ingratitud, mucho con la historia. Navegantes y gestas casi olvidadas; actos germinales de la hechura de nuestro ser estatal y nacional, e inscritos en la cantera de esas águilas monumentales, para constancia de nadie. López de Legaspi y Urdaneta, ¿sabías algo de ellos?

El descubrimiento o recubrimiento de Bahía de Banderas y del renombrado Puerto Peñitas, fue un hito posterior a la del Manzanillo y la Barra de la Navidad. ¿Bahía de Banderas? De nuevo es preciso remontarse algunos siglos para entender añejos toponímicos. Cuando llegaron las huestes de Nuño de Guzmán a aquel punto de la costa de un ‘Xalisco’ que entonces era reino (“lugar de los cantiles hacia el mar”), fueron recibidas por un comité que poco sabía de las consignas turísticas de hoyendía; esas que marcan que al mal visitante hay que darle buena cara, o al inversionista extranjero, la mejor playa. Así, aquellos primeros y primitivos inversionistas fueron recibidos bélicamente –vaya modales–, y según dice el cronista del siglo XVI, mostraban gran cantidad de estandartes o bandería. ¿Bahía de Banderas? Algunos especialistas en la materia opinan que debido a las tranzas y entuertos que se hicieron para turistear la zona, ésta debía de tener el muy cubano nombre de Bahía de Cochinos. Todo tiene su historia, y el valle de Banderas, con su bahía y su puerto, no son la excepción.

Comenzó llamándose Puerto Peñitas antes de que le montaran el apellido del egregio internacionalista jalisciense: Vallarta, y cuando en peregrinación familiar fuimos por vez primera a aquel lugar –muy before to iguana’s night–, las peñas y peñitas del puerto eran el único atractivo. ¿Puerto? Un caserío acunado en las faldas de la sierra verde furia, a donde llegar era una expedición. Viajamos en un pequeño avión de seis plazas, y el aparato mismo era tan rústico, que tenía aún fuselaje de tela o lona –lo que fuera, pero metal no era–. Alguien me ha comentado que la entonces incipiente Mexicana de Aviación tenía un vuelo cuya ruta era Guadalajara-Talpa-Mascota-Puerto Vallarta, y ni tengo tiempo para averiguar si era cierto ni razones para dudarlo; pero el caso es que fuimos a Tepic a abordar el aparatejo que, desafiando la irrevocable ley de la gravedad, traspuso el espinazo de la sierra y nos depositó –después de dar una vuelta sobre la pista para que quitaran las vacas que pastaban en los alrededores– en Puerto Peñitas. Perdón: Vallarta. Un hotel: el Rosita. Ni una discorrocoteca. El abasto de víveres se hacía por mar, y semanalmente fondeaba a buena distancia de la costa un barco –el que yo vi se llamaba “El Tarica”, con ese árabe nombre–, que era descargado por pangas que se aproximaban a sus costados.

Faltaban aún buenos años para que Isabel Sastre (¿no se traduce así ‘Taylor’?) viniera a pasar una noche con una iguana y –de nuevo– se produjera ese alambicado proceso: de fuera, de lejos, nos tienen que decir lo que es bello y lo que no. Un día, en el siglo XVI, llegaron unos extranjeros que vieron banderas en el valle; una noche, siglo XX, el mundo redescubrió ese extraviado paraíso a través de una película. Proceso de expropiación que inevitablemente realiza el ente urbano, náufrago en el pavimento. ¡La mar! Asfixiado por la chatez creciente de la ciudad, en una búsqueda inconsciente de sus orígenes, el urbano escucha el reclamo distante de la madre oceánica. Cuyutlán, San Blas, Manzanillo, Puerto Vallarta, playas expropiadas para su usufructo por Guadalajara… por el urbano marino tapatío que recurrentemente va hacia allá. ¿Cuántos tapatíos habrán fallecido ahogados en las rocotecas costaneras, atrapados en la reventazón de la gran Ola Verde Social? La disco marea, hoy, más que el mar, ¿o no?

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