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Del Urbano Villano

Capítulo 9

LA SIMPÁTICA PARADOJA ya quedó expresada superficialmente líneas atrás; esa misma que ahora se convierte en título capitular y que al comenzar con este intento de comunicación escrita –bastantes páginas hace–, dio pie a tratar de definir en latín el objeto fundamental de las llamadas “ciudades”, al ser ellas consorcio amable de seres que se apoyan para lograr la felicidad común. ¿Utopía? ¿Posibilidad? La desnudez de los vocablos permite advertir más de algo. Así resulta que lo opuesto a “ciudadano” –al “civilizado” habitante de la urbana-urbe–, es el “villano”: quien vive en villas más o menos grandes, pero eso, al fin. ¡De la villa, los villanos! En teoría, o en apego a la lengua monda y lironda, el civilizadociudadano es un ser cualitativamente superior a su antítesis, el incivilizado villano. ¿Eso se apega a la realidad?

Guadalajara nació con aspiraciones; con temple y calidad. Nomás era un caserío mínimo, y sus fundadores obtuvieron para ella de un Carlos –monarca– y con ordinal romano “V” en lugar de apellido, la cédula respectiva, en la que le confería el título de ¡Ciudad! Eso indica que desde chica, se le quiso grande. Pero cualquier licenciado (abogado) sabe que una cosa es tener el título y otra muy distinta… los “enchufes” en el juzgado. Ciudad titulada, cierto, pero ¿qué es lo que convierte lo uno en lo otro? A la villa, en ciudad. ¿Número de habitantes? ¿La especie de los mismos? ¿Cantidad o calidad?*

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*La idea de la ciudad aristotélica (Aristóteles: Política, Cap. 4 Libro V) implica para el bienestar que los ciudadanos no sean muy numerosos porque “es preciso que todos se conozcan” y que a todos llegue la voz del general o gobernante. En la ‘Pólis’, señalaba, unos y otros tienen que verse y oírse, por lo que Aristóteles marcaba tajante la posibilidad de ver a todos los ciudadanos “con un sólo golpe de vista”. “Es quizá imposible organizar una ciudad demasiado populosa (pues)… el orden no se da entre una gran multitud…”. Así, en cuanto Roma –la ciudad– se convierte en aglomeración, las instituciones latinas ¡estallan! ¿Es sostenible el crecimiento sin mesura?

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De cuando en cuando, un poco de números sirve como acento consonante de las palabras. En 1650 –a poco más de un siglo de su fundación definitiva–, Guadalajara albergaba a 5,000 habitantes; para 1750, el reclame aquel de “creced y multiplicaos” había sido atendido en la medida conyugal o amatoria de las parejas avecindadas en la “ciudad”, y la suma de actos fértiles daba un total de 35 mil almas viviendo en el extenso valle. Hacia 1850, y luego que el cólera, la peste despobladora pasó, se contabilizaron 100 mil tapatíos. Cuando al siglo se le partió el espinazo, y dejó atrás una mitad incongruente, el total de respirantes estaba a punto de llegar al medio millón.

Cifras. Algo dicen: cinco, treintaicinco, cien y quinientos mil (números bien cerrados) de 1650 a 1950; trescientos años o tres siglos, que lo mismo son. Una “ciudad” que nació prácticamente tal y titulada; mas, si los dígitos algo reflejan, tendríamos que aceptar que durante buen rato, la Guadalajara de Indias –posteriormente, mexicana–, pareció ser más “villa” o “villorio” que lo otro que afirmaba su real título.

Los asentamientos humanos, suma de individualidades, reflejan un sentimiento muy generalizado entre las personas: siempre quieren ser lo que no son… y tal vez ni puedan ser. ¿Tú no? Lo que quiso ser Guadalajara antes de 1950, que te lo digan otros historiadores; simplemente anoto mi hipótesis peregrina, antes de intentar sustentarla: el newyorquinismo se metió en serio y en la blanda cabeza de los re-constructores locales y cincuentales. La urbe por antonomasia, millonaria en habitantes, la de las grandes avenidas o calles anchas –‘broad way’–, y rascacelestes, era la fórmula a seguir. La urbe nuestra debía parecerse a LA URBE aquella. ¿Quién dijo que la moda era sólo cuestión de trapos más o menos largos, untados o sueltos?

Fascinación neoyorquina. Es que no encuentro otra explicación para una pugna tan dramática como simpática que se daba durante mis años de educación primaria. México, tal cual y cuál más, era la primera ciudad del país. Indudable. Pero ¿la segunda? ¿Monterrey? ¿Guadalajara? El asunto era serio; mas, para determinar cuál seguía a la capital –en importancia–, sólo había un elemento de análisis cualitativo: número de habitantes. No se hablaba de calidad de vida (terminología muy posterior), benevolencia del clima, ni mucho menos de una cosa pastosa llamada “contaminación”. Lo que importaba era un “donde haya más, mejor es…”.

Todo disparate tiene orígenes disparatantes. ¡La pugna ya anticipaba un resultado monstruoso! Vuelvo a lo tantas veces dicho del “¡ganamos la guerra!”, a esa ilusión de óptica histórica al haber quedado en el bando de los triunfadores y con el sentimiento implícito de tener en el futuro una paz infinita para disfrutarla sin reticencias. Lo cierto y preciso fue que algunos mexicanos ganaron, y mucho, con la tal guerra; no todo México.

Durante mis años infantiles, recuerdo haber pescado fragmentos de conversaciones adultas, en las que decían cosas acerca de un tal “mercado negro”, mismo que nunca pude ubicar en una ciudad en donde perfectamente sabía de la existencia de mercados como el de San Juan de Dios, el Alcalde, el Corona y hasta el IV Centenario, mas ninguno con nombre tan opaco y oscuro como el llamado así: negro.

Después me enteré – ¡oh, inocente ignorancia!– que era el nombre dado al comercio subterráneo de llantas, automóviles, ¡medias!, refacciones y aun ese medicamento mágico (hijo de la guerra) llamado ¡penicilina! Pingües ganancias para los que se situaron convenientemente en el frente comercial. ¡La penicilina! Y mira para lo poco que sirve ahora, cuando la magia negra corporal ha puesto en circulación nuevas enfermedades para mantener ocupada a la alquimia médica. Pero, en aquellos próximos o remotos años cincuentales, la tal penicilina era vista como la salvación de la doliente humanidad. Prometía curar muchos males, y hubo quienes repletaron sus monederos, traficando con el antídoto milagroso de la época. También se encontró durante aquellos años, la vacuna contra esa epidemia que era la poliomielitis o parálisis infantil.

Como quiera que haya sido, la guerra aportó elementos de saludabilidad o salud colectiva; una extraña paz mental, y empezó a oírse con toda claridad en el oído comunitario, el añejo decir hipotéticamente teofónico: “¡CRECED Y MULTIPLICAOS…!”.

Europa debía repoblarse; quienes regresaron del frente de batalla volvieron a América (sic) con un ánimo reproductivo notable. ¡‘Baby boom’! o ¡BEIBIBUM!, explosión demográfica en la postguerra, a la que sumó sus esfuerzos amatorios la muy amable Guadalajara. ¡Pronto teníamos que ser muchos! Estoy seguro que ubicas el lugar en donde está la llamada “Glorieta del Charro”. Allí estaba la llamada “Granja de La Paz”, con el mismo nombre de una avenida hecha luego de la guerra, y que simpáticamente era el mismo nombre de la esposa del gobernador hacedor de la avenida. Antes de ser del charro, la glorieta era de La Paz, y por la granja adjunta, ¿Glorieta de doña Paz? Lo mismo da, porque a lo que voy es a lo que sigue y ya verás.

Un buen día, o buena tarde, al regresar a la ciudad por la carretera de Los Altos, vi con asombro y no poco orgullo un anuncio que había sido puesto allí, por una embotelladora de cervecera alegría. El anuncio hacía referencia obvia al líquido, y adicionalmente, daba la bienvenida al viajero, en términos notables: “Llega usted a Guadalajara, ciudad con un millón de habitantes…”. ¡Por fin! Eran los años 60’s (63 ó 64, no recuerdo el número exacto), pero el pregón publicitario no dejaba ninguna duda: por la ruta genital, demográfica, había alcanzado la ciudad el título de la ¡segunda en importancia! Luego de una década de aplicación, los tapatíos lo habían logrado: entre más… mejor. ¿Mejor qué? Ya vendría el tiempo de preguntarse lo segundo. Extraña lógica. ¿De dónde había surgido tal fórmula? New York, New York…

¡El mandamiento implícito señalaba claramente que las grandes urbes eran millonarias en habitantes! La diferencia entre ciudad y villa era una cuestión numérica; fórmula precisa y aritmética. Suma. La hipotética civilidad, triunfando aplastantemente sobre la villanía. Con un millón de habitantes, en forma rotunda, se había alcanzado una titulación indiscutible. ¿Era posible mayor felicidad?

Tuvo lugar un hecho del cual me enteré a prudente distancia, por no vivir en esa época en la ciudad. Un hecho que me pareció entre conmovedor y todo lo demás, y al decirlo así, te lo cuento, a ver si te conmueve o todo lo demás… ¿No conoces por allí a alguien que se llame algo así como Juan José Francisco, o Juan Francisco José (que los apellidos son lo de menos, luego de tan alcurne nombre)? Si lo conoces, felicítalo de mi parte. Le montaron tan compuesto y extenso nombre, porque así se llamaban el Gobernador, el Alcalde y el Cardenal, en aquellos años del ingreso citadino a la categoría de los “peso completo”.

El entonces niño, fue el triunfador en un concurso convocado por autoridades y/o cámaras, y llamado “CIUDADANO UN MILLÓN”. No sé si la entonces incipiente televisión local transmitió el parto, mas lo dudo, porque la castidad colectiva (ni tanta, porque la multiplicación de la especie no rima con lo otro), seguramente hubiera impedido tan desagradable espectáculo que daría como fruto a Juanfranciscojosé, el UN MILLÓN. ¿Quién estaría a cargo de la meticulosa contabilidad? 999 ,999… ¡Llegó el esperado ciudadano! No hay cifra que no se alcance, si con seriedad se le procura.

Guadalajara, Guadalajara, los mariachis no callaron. Sigilosamente, sin mucho ruido, pues no fuera a ser que nos ganaran la delantera, le ganamos a Monterrey. ¿Ganamos? A veces las victorias cimientan derrotas próximas. Pírrico triunfo, y si averiguas qué significa eso, me lo dices, porque también me interesa saberlo.

Por si no quedaron bien claras aquellas cifras ya anotadas, las repito: en 1650, cinco mil; en 1750: 35 mil; cien mil habitantes, en 1850; casi medio millón, al quebrantarse el siglo XX. ¡En 1965, ya éramos un millón y poquitos más! El trabajo fue embalarnos. Por cierto ¿por qué no se hizo ya ningún festejo al ciudadano dos, tres, cuatro y sabe cuántos millones? ¿Por qué se extravió tan conmovedora tradición? ¿Qué pasó?… Lo de siempre: que alguien se dio cuenta de que estábamos copiando un modelito engañoso –a destiempo, lo que poco consuela–, y que la calidad citadina no iba por el rumbo de la cifra; que eran dos cosas distintas, y lo de millones respirando el mismo oxígeno, bebiéndose Chapala, no era galardón sino problemón. ¿Verdad, deéfe? Por ello, nadie quiso darse cuenta de que comenzamos a perder la cuenta…

El siglo XXI a pocos pasos, y las cifras difieren en cuanto al contenido humano del Valle de Atemajac. Ca’quién su censo y si a alguien le interesa saber cuántos allí viven, que se ponga a contar. ¿Contenido humano? Villas eran San Pedro, Zapopan, San Andrés: Villas y remotas, a tal punto que en los 50’s se inauguró la así llamada “Nueva Carretera a Zapopan”, con ese nombre, para significar la distancia y la importancia de la novedosa vía que partía de las Barranquitas de Alcalde.

Para las villas, textualmente, la villanía; la ciudad, asiento de la urbanidad. Y allí la paradoja: la ciudad parece convivencia de villanos que disputan el pavimento por donde transita su automóvil; que disputan agua y todo lo imaginable. Guadalajara conurbó –expresión de expertos– las villas periféricas y al tragárselas, se villanizó (sin que ello pretenda negar que de hecho eran poblaciones amables las así llamadas “villas”).

Ansiosamente, como símbolo de calidad, se deseaba alcanzar una cifra poblacional millonaria. Cuando se logró, el asunto fue ocasión de jolgorio y regocijo, pues ello significaba que se iba bien… ¿Hacia dónde? Con la prisa, se evitó la pregunta, pues la consigna era simplemente aquélla de “entre más, mejor”. ¿Mejor qué? Mejor no preguntar ahora, que tanto pesa el peso demográfico. Historia inmediata ésa del “apenas ayer pasó, y ya se olvidó”.

Intento rescatar de ese pozo profundo de la amnesia, hechos que de alguna forma viví y vi; intento de narración descriptiva de una actitud entre cándida o inocente –conmovedora o conmocionante– (dímelo tú), que creyó entender la rasposa palabra “progreso” de una forma tan simple como colchonera o con-genital. ¿Cuántos millones de seres urbanos en el valle? ¿Cuántos millones de villanos? Según las últimas estadísticas –diría el bien documentado–, el humanismo citadino observa una tasa de deslizamiento, equivalente a… ¿Qué sigue?

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