Por Alvargonzález; 17 de diciembre del 2003
Debe haber sido allá por 1950 cuando a mi abuela Aurora le dio por hacerse romera, y por favor no ‘maloigas’ ni malinterpretes la palabra. Romera y porque se le ocurrió ir a ver al Papa a la única parte en donde entonces era posible ver a los Papas: a Roma. Los viajes no eran tan simples como ahora en que te trepas al avión y en menos tiempo del que te tomaría llegar a Huejuquilla desde Guadalajara y por tierra, estás ya al otro lado del Atlántico. En aquellos cincuentales tiempos del siglo pasado era más normal hacer el viaje por barco para llegar a la otra orilla Atlántica, que hacerlo volando.
Mi abuela materna se embarcó en N.Y. –me contaba de aquel majestuoso Queen Mary–, y de allí al Havre para luego ir a Roma en Tren. Eran los tiempos inmediatos a la posguerra y todavía Europa no se reparaba totalmente con todo y Plan Marshall, pero todo eso es secundario e irrelevante ante el hecho de que yo contaba los días para que mi abuela regresara. No solo se trataba del afecto de su nieto favorito, sino del interés compuesto del “¿qué me irá a traer?”.
Llegó y con ella los regalos: un estuche ‘madinusa’ con las que llamábamos ‘plumas atómicas’ fabricado con un material entonces novedoso: plástico; un gorro suizo (que nunca usé por ridículo); algunos juguetes de lámina que pronto arruiné, más uno que por extrañas razones desde entonces guardo. ¿Lo ves allí? Para salvar su fragilidad de mis salvajes manos infantiles –pues está fabricado con lo que se hacían las pelotas de ping pong–, fue requisado por mi madre y bajo el rubro: “cuando crezcas un poco más te lo doy…”. Yo crecí y ya sabes que es ley de vida aquella de que lo que te resulta atractivo en un momento, luego decae en tu interés, y así ocurrió seguro con aquel monigote nadador cuyo tamaño que no excede los 15 cm (míralo), al que le dabas cuerda y por unos momentos se desplazaba braceando. Simplemente lo olvidé y simplemente también su mecanismo quedó descordado cuando mi madre se lo prestó al hijo de un amigo mío de visita en casa, para entretenerlo. Pero, me dirás, ¿todo eso qué tiene de notable? Nada, aparte de una pequeña inscripción en la panza del monigote: “made in ocuppied Japan”. Nada aparte que constatar que luego de quedar demolidos con el bombón atómico, eso empezaron haciendo hace 50 años los japoneses: unos monos de celuloide y con cuerda, con facciones ‘occidentalizadas’. Y los chinos así empezaron a hacer sus chinerías ahora multipresentes.
Como es tiempo de juguetes, no sale sobrando pensar en lo que venimos haciendo desde hace más de 150 años: el ridículo en el juguetero económico internacional. Ni modo: no queremos hacer mejores cosas, ni mejor las cosas. Tente un buen tiempo de juguetes…