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Londres

Y Luego…

Por Alvargonzález; 6 de septiembre de 1997

“Sólo quien está cansado de la vida se cansa de Londres…”: Samuel John­son. Y esa frase se me quedó marcada luego de leerla poco antes que comen­zara el tumultuario examen que me permitió –pocos meses después– llegar a vivir a Londres y –un par de años des­pués– encontrar en Samuel Johnson, mi conversión radical hacia la filología. Nunca había estado antes en esa ciu­dad tan singular y que marcó mi vida en forma decisiva, y como hoy el día amaneció con olor global a Londres, creo que algo podremos conversar tú y yo al respecto.

‘Londinum’: hechura romana y con ese nombre, allí en la bocana de un río engañoso; y tanto porque el Támesis, que parte la ciudad en ese punto es más brazo de mar que río de agua dul­ce, y prueba de ello es el flujo y contraflujo de las mareas. Miras el río en la mañana y tiene playones que por la tarde desaparecen. Insisto en eso de hechura romana, en lo que denominaban en latín, las ‘Anglias Terras’, y se­guro los siglos han disipado el lamento ese, tan sustantivo de muchos pueblos del “vinieron y nos conquistaron… y de paso dejaron huellas de una cosa lla­mada ‘civilización’”. De hecho la ciu­dad original y románica es lo que ahora se conoce como La City (y por favor no digas “ciri” sino “citi”, como le nombran allá): casi dos kilómetros cuadrados en donde aún prevalecen trozos de la antigua muralla romana, y que es el epicentro económico de de­creciente imperio. Zona de alto contraste, pues allí está la misma Torre de Londres –uno de los monumentos más fascinantes de Europa–, y la torre de Lloyd’s, toda ella en acero inoxidable y que más parece fábrica que barco.

Los pueblos anglos fueron conquis­tados por las legiones romanas, y allá por el año 65 de nuestra era, la reina Boadicea encabezó un movimiento que dio por resultado la aniquilación de los conquistadores en ‘Londinum’. ¿Será Boadicea el origen de esa sociedad tan matriarcal o llena de figuras femeni­nas? Isabel I, la reina Victoria –tan regordeta y falta de encantos, pero constructora del gigantesco imperio–, Reinas, Princesas y hasta la química devenida en política y madrastra del neoliberalismo: Margaret Thatcher. Y Londres –a diferencia de la femenina París– es justo eso: una ciudad macha. Caminándola, y allí por Fleet Street, donde aún se conserva la casa de Samuel Johnson, llegué a reclamarle: a veces resulta cansona con su eterna grisitud.

Es inspiratriz. Estoy seguro que has oído hablar de la Revolución Francesa que con gran alarido condujo… a nada. En Londres, sin mucha alharaca nacieron dos sistemas que han sido el contrapunto reluciente del siglo que concluye: uno llamado Capitalismo, y el otro Comunismo. Claro que resulta muy fácil identificar a ese individuo barbado –y que incluso está sepultado en Highgate, que es el equivalente londino del Panteón de Belén–, y que en Londres diseñó algo que bautizó con su apellido: Marx-ismo. No tan conocidos como Karl, resultan ser Adam Smith, Jeremy Bentham o John Stuart Mill, pero ellos son los creadores de esa filosofía enmarcada en el genérico “Capitalismo”, y habitantes fueron de la macha ciudad. Es silenciosa, académica, ensimismante, y por ello, creo, allí surgieron ideas que han quedado instaladas en la sesera universal. Pero también es gris y chata…

Ya habrás oído a los pregoneros de la Mesa Central decir que están instalados en la quesque ciudad más grande del mundo (y lo dicen con un orgullo lamentable…). Pero si por “grandeza” se entiende “extensión territorial”, una mala noticia: Londres ocupa ¡tres veces más espacio que el D.F.! El Londres central y la conurbación o suburbia (tal cual) de más de 20 municipios o su equivalente, le dan una dimensión monumental. Y –mira lo que son las cosas–, en esa extensión ¡vive sólo una tercera parte de los congregados en el monstruoso Défe! Es una ciudad amplísima y muy respirable, con sus jardines, bosques, parques y aun campos agrestes intercalados.

En los últimos días todos hemos estado frente al Palacio de Buckingham (y allá le pronuncian “búquinam” y no “búquinjam”), que alberga más de 300 habitaciones. Cuando de la Madrid fue, tuve la oportunidad de conocer una ínfima parte de su oropel aprisionante de la realeza. Pero me resultaba más encantador e intrigante el de Saint James (ese santo cuyo nombre se desdobla en tantos, pues James resulta ser Jacobo, Santiago, San Diego, San Yago e incluso, claro, Jaime…). Pequeño, sólido, hechura de Enrique VIII y símbolo arquitectónico de un Imperio que le daba más sentido a la administración que a la burocracia palaciega, y que está allí muy cerca del otro, nomás cruzando el Green Park.

¿Y qué me dices del Monasterio al Occidente de La City? Allí en el ochentaitantos me tocó narrar por radio el casorio de Sarita y Andrés, y percibir lo cierto de aquella afirmación de Heinrich Heine de que: “las marchas nupciales tienen mucho de marchas militares, como si fueran preámbulo de las batallas que se aproximan”. Pero el nombre del lugar sirve para apreciar la capacidad del idioma inglés para abreviar, pues ese extenso nombre se compactó sólo en Westminster, sede de la Abadía y del Parlamento, éste con su regio Gótico Civilista. Abadía, lugar de coronaciones e investiduras. Por allí he visto en fotos a Churchill recibiendo la Orden de la Jarretera (historieta divertida de cómo se instituyó tan alta distinción y que si me acuerdas, algún día la conversamos), y me sigue intrigando por qué en su escudo como Caballero, Churchill inscribió en perfecto español su lema: “Fiel pero desdichado” (si me otorgan la orden, se lo copio…). Pero, ya sabrás, también el lugar es sede de funerales asombrosos.

‘Honi soit qui mal y pense…’. ¡El lema de la corona británica está en francés! ¡Maldito sea el que piense mal!, y dicen que fueron las palabras que pronunció aquel monarca al devolver la jarretera a su lugar de origen; o la liga que se había caído de una pierna femenina al estar bailando. Pero sucede que el francés fue la lengua oficial de la corona durante siglos, y todo porque Guillermo El Conquistador la llevó a la Isla. Y los ingleses se vanaglorian que desde el remoto 1066, nunca nadie más los ha podido conquistar, seguro a diferencia de otros países que todos los días son conquistados más y más y más y más… Pero el francés fue tan medular que… Rápido te cuento. Entre el Palacio y el llamado Arco del Almirantazgo, corre una espléndida avenida denominada el Pall Mall (¿la viste?). Allí en tiempos de maracachimba, se jugaba con una pala de madera y una pelota. Así, el tal ‘pall’ es derivado de bola o ‘ball’, o con sonoridad francesa: pelota y mallot o mazo. Pero lo más sorprendente es la derivación postmoderna del término: al ser una comunicación muy precisa, los arquitectos de ahí tomaron el nombre para esos modernos santuarios del consumismo tan anhelados por tantos compatriotas “moleros”. ¿No has conocido a nadie que se va a surtir periódicamente al ‘mall’, o ‘mol’?

Londres, recuerdos de mi pretérito imperfecto y personal. Por las noches las transmisiones comenzaban (y comienzan) con la voz ronca del Big Ben anunciando la hora exacta. Y no era una grabación, sino micrófonos colocados allí en esa torre, simbolizantes de una puntualidad que ya no es tanta. Londres que hábilmente se adjudicó el punto de referencia universal para el patrón coordinado del tiempo: Greenwich es a Londres lo que Zapopan a Guadalajara. Pero los tiempos del imperio han pasado, y hoy el Big Ben, tal vez haya comenzado a marcar las horas a una monarquía cuya corona se tambalea ante un nuevo tiempo que comenzó en forma insospechada. Nada hay eterno en la Historia; y en la torre de Londres se crían unos enormes cuervos porque la leyenda dice que cuando los cuervos desaparezcan de la torre, la corona caerá. ¿Cómo estarán a estas horas los cuervos de la Torre?

Táte bien, y luego… te busco.

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