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“México en una Laguna”

Capítulo 3

DONDE VOY, MIS RECUERDOS van conmigo. ¿Los tuyos no te acompañan? A nivel personal esa cuestión daría para buen rato de mal o bien hablar; en la escala de lo gremial o colectivo, el asunto toma otro matiz. Cuando ellos llegaron al valle, y supongo sabes quién fue la mítica Beatriz Hernández, traían a lomo de acémilas dos o tres baratijas –no mucho, pues los fugitivos no pueden cargar con gran cosa–; y en el lomo de su conciencia, mil o más recuerdos de tierras lejanas de donde habían partido en busca de eso tan gelatinoso que tú y yo buscamos: la felicidad. Eran gente ruda, o mejor dicho, ruralmente templada. ¿Cultos? En lo sustantivo, mucho, y de tanto, sabían que sólo hay una cultura que sustenta a todas las demás: la agri-cultura. Por ello buscaban fundamentalmente una cosa: tierra y agua, o viceversa; y encontraron eso: ¡tierra suave y agua azul!

Oro aquí no había, ¿o sí? Ellos, 63 familias o las que hayan sido, porque igual sumarían si acaso dos centenares de emigrados o exiliados económicos (¡ay, pobreza, como empujas!), que seguramente poco sabrían de urbanismo o del trazo de ciudades. Simplemente traían en su memoria un esquema tan sencillo como ellos que poco tenían de nobles y sí mucho de plebeyos. Ese esquema parecía dictar: “se encuentra un río, y a sus márgenes se hacen casas y huertos”. ¿O es que hay ciudad europea que se haya instalado lejos de un río? Al valle de Toluquilla, te dije antes, lo descartaron por cenagoso; el de Atemajac tal vez lo prefirieron porque de unos manantiales que denominaron “Los Baños”, fluía un riachuelo con suficiente caudal. Tampoco era cosa de buscar un gran río en estas tierras tan ayunas de ellos, y habría que conformarse con lo que el lugar ofrecía. Los tales “Baños”, andando el tiempo, serían llamados “El Aguazul”, y al río le montaron el nombre de “San Juan de Dios”. Ahora cuesta trabajo imaginar –con el Aguazul convertido en magro parque y con un río embovedado y convertido en vertedero de aguas negras– que aquellos ojos de agua posibilitaron el surgimiento de una puebla con aspiraciones de ciudad. ¿Puebla? Tradición secular española la fundación de eso –pueblas– en las tierras que iban ganando al moro. Invariablemente junto al río, el asentamiento, pues sin agua… nada. Y eso lo traían prendido en su memoria los fundadores.

Insisto en aquello de la sencillez del esquema, y en esa especie de lógica primitiva tan funcional. Por decirlo de alguna forma, los primeros habitantes del valle traían en sus venas la propia arquitectura. La traza fundamental de la ciudad no iba a obedecer a una imitación absurda, sino que iban a tratar de recrear en estas tierras su memoria urbana. A donde vayas, tu memoria irá contigo, y con ellos –con los fundadores– vinieron sus recuerdos. ¿No viaja contigo tu memoria?

Cuando Cortés decide hacer la ciudad de México en donde se encontraba Tenochtitlán, la fórmula agua-tierra-ciudad tenía otra proporción. “México en una laguna…”, y sobre ella había que cimentar el renovado fundo citadino. Y esto, ¿a qué viene? Tiene que ver con el hecho de que la traza de las ciudades coloniales prevaleció hasta la frontera 40’s-50’s y porque hay un hecho que desde mi punto de vista marca indeleblemente la simbiosis entre la metrópolis mexicana y su hija tapatía. ¿Es que ignorabas que metrópolis significa “ciudad madre?”. En efecto, cuando calzaron o “calzadearon” el Río de San Juan de Dios, se registra un hecho devocional hacia la metró-polis.

Al estar la capital en una laguna, su vinculación con tierra firme requería de eso: calzadas. Desde que era Tenochtitlán existían: la de Tlacopac, la de Tacuba –¡qué noche tan triste pasó por ella!–, y posteriormente las de los Misterios y de La Viga. Calzadas esas sí, calzas o cuñas de tierra sobre el lago para que la ciudad no se “insulara” o quedara a-islada. ¿Calzada en el Valle de Atemajac? El valle disfraza ahora su convergencia hacia las otroras vegas del río; hacia esa calzada que lo es sólo nominalmente.

Si México las tenía, ¿por qué no Guadalajara? El proceso imitativo cambiaría de tono al aproximarse el siglo a su partición y luego de que ganamos la guerra. ¿Es que no te enteraste de que ganamos una guerra seria y grande, y de tanto, quesque mundial? ¿Cuál? La segunda, y que implicó la reconstrucción de buena parte de Europa y que por un extraño impulso, disparó o disparató un proceso reconstructivo metropolitano y en las ciudades periféricas. Era preciso hacer las nuevas ciudades, americanizarlas, para el nuevo tiempo. A fin de cuentas, más a remolque que con una participación significativa y directa, con los aliados habíamos ganado la guerra. ¿O no supiste que nos aliamos a los aliados y que a ellos aliamos mano de obra y materias primas, además de una cifra imprecisa de fusileros (nunca se ha revelado cuántos mechicanos marcharon al frente) y hasta un escuadrón 201?

El sentimiento de “ganamos la guerra” nos invadió. En la inmediata postguerra, la inmediata reconstrucción de la ciudad. Tengo en México unos amigos que habitan en una casa muy peculiar; nuevantigua, por decirlo de alguna manera confusa que luego trataré de clarificar. ¿Recuerdas lo que te decía de las llamadas “calzadas”? Desde los años 20’s, una ciudad se iba perfilando como paradigma de las modernas ciudades en el mundo; la urbe de hierro, que al no poderse ensanchar, puesto que la isla de Manhattan no es “estirable”, derribó la muralla (¿Wall Street no significa la calle de La Muralla?) hacia lo alto. La idea, el concepto de avenida, de allá llegó; el “avenidismo”, como reclamo que no había sido posible atender, se trasplantó del nuevo-modelo-a-seguir: Nueva York. Pero te decía algo de la casa de mis amigos en México. La construyeron al filo de los 50’s… con desechos. Al demoler el centro de la ciudad capital para abrir las avenidas, las viejas casonas coloniales –allí en la que fuera Ciudad de los Palacios– eran convertidas en cascajos. Mis amigos tuvieron la idea de construir su casa con ese material de desperdicio, fruto de la aniquilación colonial. ¿Tuvieron algún valor esos siglos? El resultado fue una casa nuevantigua, hecha con canteras que, quienes las labraron, no imaginaron dónde iban a ir a parar sus piedras moduladas a golpe de cincel.

Después de la guerra, la paz perdurable y motorizada. Las fábricas de Detroit comienzan a vomitar automóviles, enormes, repletos de cromo reluciente. Es preciso reformular las ciudades, que en adelante ya no serán para el ciudadano sino para ¡el automóvil! El ciudadano sólo valdrá en proporción al automóvil que traiga para desplazarse por las avenidas, anchas, enormes, para dar cabida al vehículo.

A toda prisa, y luego de que se ganó hipotéticamente la guerra, es preciso hacer la ciudad americana para el auto igual, que requiere de espacio para circular y para estacionarse. ¿Y el ciudadano de a pie? Que aprenda que la felicidad –búsqueda final, vital– es una máquina con cuatro llantas.

Los primeros trazadores de ciudades novohispanas traían la arquitectura en sus venas; los re-trazadores la aprenden en revistas, y a marchas forzadas. Picos, palas y azadones; a convertir la modesta calle de Juárez en amplísima avenida. ¿Amplísima? Así fue antes de “parvializarse”, y antes de que el auto demostrara que sí ganaría esa carrera que el ciudadano perdió. Proceso imitativo: la metrópoli imitando –construyendo su réplica enana del “Empire State Building”, su Torre Latinoamericana–, y Guadalajara imitando a la imitadora.

No es que la originalidad absoluta pueda darse en ningún aspecto de la humana creatividad, y el urbanismo no es la excepción, sino que copiando una réplica defectuosa ya era posible adivinar los resultados; el entrampamiento en el que está cayendo la ciudad que ya no puede absorber la sobrepoblación automotriz.

“Cada sexenio su avenida”. Al principio de los 50’s, ese implícito mandamiento políticurbano resultaba hasta cierto punto fácil de cumplimentar, incluso a costa de arruinar el casco patrimonial, en aras de hacer la ciudad americana para el auto de allá. Literalmente se “crucifica” al centro gravitacional de la urbe. ¿No fue esa la idea de las cuatro plazas? Cruz, que para verla, hay que volar, pues a nivel de tierra, la tal cruz latina –el planeador así expresó su proyecto–, no se advierte, y que por mucho tiempo permaneció inconclusa. Resulta que la demolición de manzanas iba muy bien, a paso feroz, hasta que a un tal Sr. Assad –tal vez demasiado apegado a sus ladrillos–, se le ocurrió ampararse contra la piqueta. Así, durante meses, una solitaria casa en medio de un solar que parecía haber sido bombardeado, se oponía a la conclusión de hermosa plaza. Mas, como el derecho particular no puede oponerse al colectivo (¿colectivo el deseo de las plazas?), cayó la última casa y pronto estuvo concluida la de “Los Laureles”, a la que el pópulo irreverente le dio el transitorio nombre de “El ombligo de Yáñez”; igual que a la de “La Liberación” bautizó como la del “Dos de copas”, haciendo alusión a las fuentes y su semejanza con esa figura de la baraja española.

Insensibilidad popular ante la modernidad. ¡Ganamos la guerra!* Bienvenido el “avenidismo”, no importa que ello signifique la pugna entre el automóvil y los seres vivientes, y que ha resultado en nuestra derrota: Guadalajara, Guadalajara, hueles… a gasolina quemada.

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*Un dato histórico: el sábado 7 de julio de 1951, México firmó la paz con Alemania, pues habíamos estado en guerra con ella desde 1942. No me preguntes por qué se olvidó formalizar el cese de hostilidades en 1945, entre México y Alemania, por lo que 72 meses adicionales seguimos en “guerra” contra ese país. ¿No te enteraste de que ganamos la guerra…?

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