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Pacientes

Y Luego…

Por Alvargonzález; 15 de noviembre de 1997

Por razones de oficio debí acudir a la feria vendimiante, si bien ahora y desde aquel Montreal de los sesentas todo son “Expos”. Mas originalidad de las denominaciones modales aparte, el acudir a esos puntos congregacionales, me da la oportunidad de conocer a al­gunos de mis pacientes.

Sí, ignoro por qué sólo los médicos se abrogan para su clientela el nombre de “pacientes”, dado que la supuesta paciencia –base de sustentación del tér­mino– también funciona y debe operar en la relación con otros profesionistas.

¿Nunca has sufrido en concreto propio a un arquitecto? ¡Paciencia! ¿Nunca has tenido que recurrir a tribu­nales auxiliado por un abogado? ¡Paciencia! ¿Nunca te han dicho el “a las cinco en punto se lo tengo reparado”? ¡Paciencia! Me da entonces la impre­sión de que el término “paciente” es mucho más amplio que esas salitas de espera en donde la puntualidad no existe, y en donde sí subsisten revistas de antigüedad insospechada. Buenas dosis de la virtud que (no poseía sino teóricamente el Santo Job. Algún día atrévete a recetarte ese estrujante li­bro; sí, el de Job) son necesarias en la relación verbotraficante-usuario. Lo primero, yo y hasta esta línea, tú lo otro. Intuyo que aquí van tus ojos y le­yendo. ¿Entendiendo? Eso es otra cuestión. Te confieso que a veces yo mismo no entiendo por qué caí en esta profesión tan (adjetiva tú, por favor)…

Una cosa era conocer la voz de Isa­bel –gracias a sus sugerencias y mensajes–, y otra a la portadora de las cuerdas voca­les. Fue y tuve el gusto de verla directo y a los ojos y de recibir su queja prima­ria: “nunca respondes a lo que pregun­to”. Recuerdo que cuando el parisino guajolotazo de Ladidí, me sugirió que anotara en público la teoría de la conspiración: “la reina ordenó…”. Como el asunto me pareció tan del dominio público –¿a poco los sucesores de Enrique VIII son capaces de tales vilezas?–, dejé el tema en manos de especialistas para que de paso nos expliquen por qué la novela de misterio (policiaca) y de espionaje tuvieron como cuna Londres. Estoy seguro que lo de Ladidí se sabrá con certeza cuando se acabe de averiguar si Jack the Ripper (el destripador) era pariente de la Reina Victoria. Otra sugerencia de Isabel –su apellido aún lo ignoro–, era que hablara de que para manejarse en otro idioma, primero hay que hacerlo con la lengua materna; con el español, en nuestro caso. ¡Pos claro que creo que sí, pero el reto isabelino se enfrenta a mi chatez mental! ¿Cómo tirar de esa hebra para completar las mil palabras que hacen mi conversa aquí? Eso es: de tu parte paciencia ante mi necedad. Conversando con nuestra amiga Isabel bajo el techo expositor, ella se convirtió en portavoz tal vez: “no entiendo lo que escribes”. ¡Sopas! Eso es paciencia. Y luego me planteó un problema cuya respuesta ocuparía varios tomos: “quiero escribir en el periódico. ¿Cómo le hago?”. Lo primero, primero y no segundo, es aprender a ser faquir… de ahí pa’l real, y dejo para otros la escritura de esa obra monumental que surge de una simple declaración en noche de insomnio: “quiero escribir…”. Así empezó mi infortunata ¡muy fortunata! profesión de verbotraficante. Lo que siguió espero poder contártelo –por escrito– en febrero (si es que no me hernio ante el teclado y los micrófonos y las cámaras, y ¡la desidia!).

Con Isabel platiqué. Quien no me dio derecho de réplica fue la dulce y encorajinada (tal cual) voz femenina que me acusó de pedante –término bastante ambiguo– e inextricable. “No te digo ni te dejo mi nombre porque no te interesa…”. Ni modo: pior pa mí. Igual de inexplicables aquellos mensajes que sólo son música de golpe –¿‘remember The Sting’?–, y que confirman que sólo al demonio se le pudo haber ocurrido inventar la musiquilla que te inyecta el teléfono antes que de nuevo la secre te diga: “pos el jefe está en junta, que él le llama…”. Claro que nunca te hablará, y eso lo sé por mi amplia experiencia en pedir algo muy in-humano: trabajo. Pero quería ser verbotraficante

¿Qué me dices de los pacientes solicitantes de conferencia? Todo bien, sólo que este sucio oficio de ganarse el pan con la saliva (bien sucia profesión) les resulta inexplicable. De eso, de la verba, vivo. Y a veces son los mismos que no dudan en traer al conferencista desde la Mesa Central a costo de 30 mil por hora más viáticos. Los del Valle de Atemajac, pos debemos ir y aburrirlos a precio de gangamán. Y no pocas publicaciones dentro del anillo periférico –que ni lo uno ni lo otro es– tiene mentalidad semejante a la España franquista: ¡el escribir es cosa de seres resueltos! ¿Resueltos? Sí, en sus necesidades económicas; es cuestión periférica a la cartera y prohibida a quienes padecen de una común enfermedad: “anorexia bancaria”, y que algunos hasta con orgullo bulímico llevamos (a veces me da temor pasar frente a las cajas automáticas, porque siento que me van a bulimiar…).

Faquirismo aparte, ser verbotraficante es un extraño privilegio ante los pacientes. Así las muchas llamadas de Teresita C., con todo y su pequeñísimo Larousse (¿te acuerdas del lema de esa empresa factora de diccionarios?: “Siembro a Todo Viento”. Hermoso lema). Y Mariana B., que le ayudé a hacer su tarea; y Bertha –sin más datos, y la voz no es la de mi madre–, que conversan sobre mis escritos; y Juan S. (nombre cardenalicio, pero no son el mismo), que supone que tengo sentido del humor. ¿Yo, eso? Y la señora Ofelia, quien me permitió contar, vía tele, cosas hermosamente humanas (oh, miseria humana) de Cri Cri; y Guillén Ch., que me invitaba a su fiesta (nunca voy a fiestas, Guillén); y Rodolfo Z., que sí entiende (¡vaya, envidiable inteligencia!) lo que escribo; y ¿habías oído el apellido Limones?, que me cuenta que tiene otro gran padecimiento colectivo: desempleo (gracias a Megacable por curarme en el tiempo corriente de tan asfixiante malestar); y gracias a Arcelia A., quien afirma que sólo jueves y sábado compra el diario y por ¡afecto!; y a Nora por verme y leerme; y al doctor Ramón N., cuyo teléfono es contestado por voz femenina y misteriosa; y a Isle H., creyente en el verbotráfico; y a Fabo M., roquero que me exige radio (nadie me presta micrófonos radiales, ni modo; y ya debo asumir que necesito entrar a una escuela de locución. ¿Ya abriría la suya el doctor Gorostiza?). Salvador T. me recomienda horario para tele; Francisco D. dice textual: “no me gusta verte escribir…”. Y mira que suponía que escribir es ¡un vicio solitario! Y la señora Cuéllar: “a veces le encuentro significado a lo que escribes…”. Y Jorge P., “asiduo lector y veedor”.

Táte bien y luego te busco.

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